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Tras los signos de Eugenio Montejo

Foto: Enrique Hernández

Foto: Enrique Hernández

Hace poco más de un año leíamos unos poemas de Eugenio Montejo en compañía del también poeta Antonio Deltoro, amigo suyo y una de las figuras principales de la actualidad literaria mexicana. La lectura de los poemas fue como la de una misa de réquiem. Montejo acababa de fallecer y no había mejor manera de recordarlo que al amparo de sus propios versos.

El grupo se había reunido, como todos los jueves, para asistir a la tutoría de poesía impartida por Antonio en la sede de la Fundación para las Letras Mexicanas. Al término de la sesión, de modo entre imprevisto y esperado, Antonio sacó un libro de su portafolio y pidió que uno de nosotros, Javier Peñalosa, lo abriera. “Así, donde caiga”, dijo. Luego pidió la lectura del poema resultante. Las palabras de Montejo inundaron entonces el silencio que todos, incluido Javier bajo su propia voz lectora, guardábamos.

Sentir. La tierra que gira porque siente
el espacio estrellado. Y el mar y el mundo
y el minúsculo tallo de la hierba.
Sentir el tiempo cayendo gota a gota,
desesperadamente.
(¿Qué siente mayo, qué siente el calor verde?)
Sentir la lluvia y su tambor de piedra
y la naranja en su planeta solitario
lleno de aromas amarillos.
Sentir más cerca, dentro y fuera del cuerpo,
con lo que queda en él de nuestros padres;
oír sus voces llamándose en la nuestra.
(¿Qué siente la nube en la ventana
cuando los ojos la detienen?)
Sentir. Los astros más y más se redondean
gravitando en sus azules sentimientos.
Sentir, sentir a pesar de la ciudad,
contra los vahos de su anestesia,
con la infancia que aún corre por la sangre,
con la magia del sueño;
apartar de la carne sus viejos bueyes de opio
hasta que se despierten.

El poema se titula Sentir. Pertenece a uno de los libros más emblemáticos de Montejo, Alfabeto del mundo (1986), y significa un claro ejemplo del animismo panteísta presente en toda su obra. Poema entrañable y de profunda, delicada musicalidad, en él la síntesis de la poética del venezolano resplandece ya por cuenta propia, sin necesidad de argumentos, de explicaciones.

Tras la lectura de Javier, Antonio tomó el libro y leyó el poema nuevamente. Llamó su atención el punto y seguido a la mitad del segundo verso. Se preguntó por qué un punto y no una coma; por qué una coma y no nada. Las preguntas de Antonio siempre provienen más de una ensoñación indagadora que de la mera duda racional. Saber es irrelevante. Lo importante es darse cuenta de que hay ciertas cosas por la cuales la realidad vale la pena ser vista más de cerca.

A mí se me ocurrió que podría ser cualquiera. El punto, sin embargo, más que una pausa, un simple declive rítmico, servía como interpolación, o como eje conector, entre las cosas dichas en los dos primeros versos. Además del tiempo y el tallo minúsculo de la hierba, se trata de sentir la tierra y el mar y el mundo (que no es lo mismo que la tierra: el mundo somos nosotros, la tierra es donde estamos). El punto ahí vendría entonces a precisar que quien siente el mar y el mundo no es la tierra, sino un sujeto indefinido implícito desde el primer “sentir” del poema.

Para explicarme mejor, planteo esta alteración provisional:

Sentir: la tierra (que gira porque siente
el espacio estrellado) y el mar y el mundo
y el minúsculo tallo de la hierba.

En fin, sentirlo todo. Pero, si así fuera (y yo sé que no lo es: el poema dice lo que quiere y no lo que yo, simple aprendiz de poeta, intente que diga), ¿a qué viene no sólo el punto del segundo verso, sino también el del primero? ¿Por qué no usar paréntesis o guiones para ajustar rápidamente la sintaxis? Aquí no hay dudas: los signos han sido elegidos, no son una distracción. La gramática es lo de menos, antes está la poesía. Y un poema lo es porque, detrás de lo que estrictamente está diciendo, dice también lo que incluso con todas las palabras del mundo no podría ser dicho. Montejo está diciendo más de lo que dice. Vayamos, entonces, más allá:

Sentir. [¿Quién? ¿Uno mismo o algo o alguien indeterminado?]

La tierra que gira porque siente el espacio estrellado. [¿Gira la tierra porque es sensible al espacio o gracias a que el segundo siente es que la primera gira?]

Y el mar y el mundo y el minúsculo tallo de la hierba. [¿Sienten los tres? ¿La tierra los siente? ¿Los siente el espacio estrellado? ¿Es aquel sujeto indeterminado quien siente todo ello desde el primer verso?]

Muy bien, sentirlo todo. Pero también notar que todo, por sí mismo, siente: más adelante el poema se pregunta qué siente mayo, qué la nube en la ventana. Los astros mismos poseen “azules sentimientos”.

Ahora bien, ¿no será que todo, cada cosa, es su propio sentir? ¿Acaso no serán la lluvia y su tambor ligero un par de sentires, si bien inherentes, exclusivos? Si notamos que la naranja está en su planeta y no es el planeta, ¿no será que en realidad la naranja es un sentir en sí misma, en su “planeta solitario”?

Comas y puntos, apenas signos de puntuación. Pero dominar su empleo es distinguir también que no son sólo elementos normativos de la escritura. Toda una gama de significaciones, incorrectas y no, llanas o sublimes, puede desatarse a partir de la ausencia o presencia del más modesto de ellos. Ejemplos como el anterior, creo, lo demuestran.

No hace falta decir que aquella plática con Antonio nos dejó más interrogantes que conclusiones, pero eso es justamente lo que cuenta: los poemas no acaban cuando su autor los firma, tampoco cuando alguien termina de leerlos. Incluso, como en este caso, hay poemas que siempre están naciendo aunque ya quien los compuso haya muerto.

El libro se cerró y se abrió de nuevo. Hubo un poema más, pero de ése no hablaré. Aquel día, apenas leída la última palabra, Antonio dijo “Listo”, tomó el libro, lo guardó, y todos salimos en silencio.

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