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“Kitchen” (Banana Yoshimoto)

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Todavía recuerdo la sensación. Durante mucho tiempo tuve la intención imperativa de describirla con toda la exactitud posible. Pero la reseña literaria no es un sub-género exacto: se conforma con una aproximación argumental, con la ocurrencia, a veces y, en particular, con la sensación, con una estética de la visión algarábica, epifánica de un sólo momento. Una sensación mesmérica: la noche anterior había recordado un libro extraño perdido años atras en una pequeña biblioteca y corrí entonces a comprarlo, tras lo cual me senté frente a mi computadora con el volumen en mi mano izquierda y en mi mente ardorosa el plan de leer el primer capítulo y continuar por la mañana. No volví a levantar la cara hasta que terminé la última página. No recordaba qué día era (11 de diciembre de 2001) ni si era de día o de noche (era de noche) ni cuánto tiempo transcurrió (¿dos horas?), simplemente me transporté a un ensueño. Algo que no había vivido antes ni he vuelto a experimentar. ¿Hay posibilidad de repetirlo con otro libro o es que así se sienten los raptos extáticos en nuestros tiempos? No quisiera llevarme otras sensaciones simplemente porque esa es la más fuerte, la más placentera y la que me construyó en un rato como nunca lo imaginé. Perogrullo, pues en realidad siempre que intento volver a ella me doy cuenta de que no consigo remontarme, moverme de esta silla. Al menos en esta ocasión si puedo percatarme de ello. ¿El argumento? Lo olvidaba, en realidad es la cosa más sencilla, por bella, de este mundo, el de la novela. A la jovencísima Mikage Sakurai se le muere la abuela y se queda sola en su casa, refugiada en la cocina que, dice, es el lugar de la casa donde se siente más a gusto, pues donde quiera que se prepare comida se siente segura, que se supone es lo que más necesita en ese momento.

Un día, Yuichi toca a su puerta y se pone a sus órdenes. El departamento de sus vecinos queda a su disposición y lo que sigue en la próxima mitad del libro es responsabilidad de la tensión sensual (que no específicamente sexual) de los colores y las sensaciones despertadas por blancas paredes, futones acolchados pero fríos y mucha comida. La mejor Banana Yoshimoto es esa que hace colgar (colgándonos) a Mikage, ahora estudiante de alta cocina, de una de las ventanas del hotel a donde ha ido a perseguir a su Yuichi para hacerle la entrega sorpresa de un plato de carne al estilo katsudon. Esa es la épica a la que nosotros, hoy mismo, podemos aspirar, la clase de pasión que se puede atisbar desde los envidiables electrodomésticos que la platónica pareja compra a mogollón opara aliviar la angustia de entenderse en el vacío candoroso que ahora comparten y que a nosotros nos deja sin aliento.

Sin aliento ni mucho menos palabras porque esta novela es una sola imagen permanente, subyugante de la soledad: un cuadro de concreto blanco a la medianoche mientras dos piececitos corren a la cocina a prepararse un noctámbulo tazón de ramen y se acabó. ¿Minimalismo japonés?, créaseme que es muy cierto que demasiadas palabras salen sobrando de aquí, al extremo de que el único símil cinematográfico efectivo que he encontrado hasta ahora a esta obra sea Cafe Lumiére, de Hou Hsiao-Hsien, porque prefiero quedarme con la sóla escena (¿de la película o de la novela?, integrémoslas como apetitosa masa de pastel…) de esta pareja que en silencio alrededor de la mesita, en el piso, se enfrenta a la enormidad del absurdo, un absurdo que impone sus reglas racionales para perpetuar la tristeza en torno a un ideal estético como es la sencillez de un romance platónico materializado en objetos como un tostador o una sopa simplita pero deliciosa. Eso es Kitchen y quien quiera ver en ella una historia de amor se equivoca de palmo a palmo. O, tal vez, sólo un poquito.

Escrita en 1986, Kitchen vendió, hasta las ediciones de 2001 (que incluyen a “Moonlight shadow”, estrujante relato escrito para ilustrar su tesis de licenciatura y no incluido en la edición original japonesa) seis millones de ejemplares a nivel mundial consagrando instantáneamente a su autora como novelista del mainstream sin que ello significara una disminución de su reputación como escritora de culto alrededor de la cual se fue construyendo una leyenda que giraba en las posibilidades de una historia sin recovecos ni recargamientos para llevar una concepción personal desde el anonimato hasta la cúspide de la literatura: Banana Yoshimoto (Tokyo, 1964), cuenta la leyenda, había escrito su novela en los descansos de su trabajo como hostess en el bar de un club de golf mientras concluía su licenciatura en literatura. Los lectores atentos, y enamorados, seguirían esta historia personal como el argumento paralelo a la creación de sus personajes, quienes, con este andamiaje autoral detrás, adquirirían una vida turgente e inusitada, por ser producto de circunstancias ideales demasiado reales, por ser, en fin, hijos, como el resto de la práctica totalidad de la humanidad, de un tiempo en que el heroísmo parecería reducido a volver con vida del trabajo o a ajustar el presupuesto casero para llegar a fines de quincena: toda una ventana (con el marco cochambroso) a un horizonte nuevo de posibilidades literarias que, para quedar listas con la sazón perfecta sólo requieren de la sensibilidad estética precisa (“tocar el clavecín es muy fácil…”) que, en esta ocasión, es ofrecida con brillantez por el corazón de la Yoshimoto. Ese no-sé-qué-que-qué-sé-yo que hoy me haría pagar por volver a vivir esa sensación a plenitud. Por volver a descubrir a Kitchen en toda su magnitud. En toda su monstruosidad.

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