Hambre
Primero escucho el rugido y, si presto atención, mis manos comienzan a temblar al instante por las ondas vibratorias de la garganta de mi estómago. Ningún tigre competiría con esa garganta, en parte porque le pertenece a un cuerpo hambriento que en cualquier momento desmayará y no tiene caso gastar fuerzas porque basta esperar y ya, pero también porque no hay ninguno cerca. Y como si un par de rayados pasaran frente a mí en mi mente, palidezco. Adelgaza la temperatura. Se opaca el sol. «¿Tienes hambre?», me preguntan. «Eso parece», contesto, no con sarcasmo, sino porque ya hace mucho tiempo que dejé de sentir la punzada en el estómago, cómo se cae el diafragma y jala consigo a la garganta hasta el piso. «Ya no siento el hambre», digo, «pero me pasa esto como de que me voy a desmayar».
«Tengo hambre», escucho que dicen los que se sientan en la terraza de un restaurante, «un chingo, neta que si no nos atienden en este momento reviento», dicen, sabios conocedores del arpón que titiritea la voz solar, el teatro de la violencia. Qué importa que hayan desayunado, huevos con tocino, pan con mantequilla, café, leche, un periódico, y también cenado, quesadillas de chicharrón y tlacoyitos de requesón, qué importa que pagarán trescientos pesos por un solo platillo y un par de cervezas, que su refrigerador y su despensa son suficientes como para encerrarse cuatro meses o cinco si ocurre un asedio u otro Apocalipsis, qué importa, el hambre hermana, aunque sea por media hora al día, a casi todas las castas.
«Tengo hambre», pienso cuando me preguntan cómo estoy, desde ayer, antier, una semana, un intermedio de dos días y dos meses, qué caso tiene contar el tiempo si se está adentro todavía de la misma unidad de la que se quisiera salir alguna vez, nunca. De alguna manera me he acostumbrado a ella, a no decirlo, a ignorarlo como ignoro el olor de la tortería de al lado y del puesto de fritangas que se pone al otro lado de la calle todos los días, los huelo, a cien metros, a doscientos, perfuman mi rutina de dormir toda la mañana y la mitad de la tarde y la mitad de la noche, despierto ocho horas, lo deseable inverso.
No sé qué es a lo que le llamaba hambre antes. Supongo que a nada, al descorrimiento de los ciclos, un poco excentrizarse, a media hora de grieta en la rutina, a la pérdida del incremento constante que es también conocido como quedar tablas. En la tarde me llené con un plato de lentejas, ayer con medio tazón de arroz, antier con una papa con sal.
Todavía no me acostumbro a que cada persona que acabo de conocer me pregunte a qué me dedico (y aquí eso pasa diario, dos o tres veces), pero empezaré a decir que a «desaparecer», que es lo que hace mi cuerpo kilo a kilo. Perdí ya quince, en dos más habré perdido un total de treinta kilos en este año, pregúnteme como, comiendo una vez al día o a veces menos, la cantidad que un niño de un país desarrollado consume para la primera tanda de su desayuno cada mañana: menos de dos huevos. No se preocupe por los antojos y por comer a deshoras, con este régimen de ningún peso en la bolsa usted no tendrá cómo comprar esas calorías extras, ni la mitad de las que necesita su cuerpo, consumiéndose así sus reservas de grasa corporal a la par que sus fibras musculares estriadas pues así de eficiente es el cuerpo para autodigerirse y prolongar el sufrimiento de su mente hasta la pérdida total de su humanidad, llevándolo al canibalismo e incluso a perder el último tinte de ética: invitar a otros a ser sus compañeros en crimen, pues qué es más ruin que incitar a la muy sugestionable sociedad actual a la destrucción absoluta de sus fibras de cohesión. Caníbales. Una estratagema viral que devora las sinapsis neuronales y reorganiza para provocar una revuelta, un mundo inverso, la destrucción del Capitalismo y de los Imperios Corporativos. A la verga con Mitsubishi y Edison, a la chingada con Mark Zuckerberg y los restos de Steve Jobs, etcétera, fragmento apropositado a la incitación romántica, intermedio profano, tres párrafos pantagruélicos de retórica punk y anarquismo anacrónico, intermedio sentimental, conclusión feníxea y sanguinaria. Revolución, etcétera. El hambre sigue, vuelve a punzar por un instante y sigue por veintitrés horas y media hasta que vuelva a comer un tazón de arroz con zanahorias y un huevo, mañana, porque hoy Isabel me depositó algo para que ya no temblara tanto. Te amo, Isabel, gracias por darme una despensa con la cual no preocuparme sobre mi cuerpo durante una semana y media, tal vez dos. La próxima vez que vengas de visita te prometo que tendré una ventana y mi propia cafetera, galletitas que ofrecerte y unos bistecs acá bien chulos y jugosos pa no extrañar el norte a la verga, chingados, cómo vergas no, vas a ver. Como sea, que en octubre me salgo o me sacan de aquí, no hay de otra.
«¿Y no estás desesperado?» «Ya estaría matando», pienso cuando me lo preguntan, no es para tanto, un poco de hambre en la vida no hace daño a nadie, excepto a la capacidad automática para apreciar la moralidad como un mecanismo de control en masa, cosa que no es sólo una obviedad sino una niñería. Qué es el hambre sino la renovación del único sueño válido en la diada de la supervivencia y prolongación de la especie. Desaparecer torna la violencia de su opuesto porque nunca lo fue, ningún dualismo lo es. Hambre, nada más, desnudez de símbolos y retórica. Pinche hambre. Cabrona es el hambre. Pero qué bien pule los grumos de la vida, de la escritura, devorando toda la carne hasta que queda el hueso lisito como un tubo, hijuelachingada. Así hubiera dicho algún primo apócrifo si estuviera aquí, pero tal vez ya no estaría aquí si lo hubiera estado, habría encontrado trabajo sin problemas y saldría hasta dentro de un par de horas y me chingaría por pasarme todo el día fumándome su mota y masturbándome pensando en las tetas de su esposa embarazada. Son lindas. Se mueven como una cama de agua cuando camina.
No es que me crea demasiado chingón como para ir a un pinche call center y ya, a la verga, un mes y me salgo y vivo dos más sin pedos. No es eso, ya lo he hecho. Aunque sí me he puesto bien fresa buscando trabajos de editor o de traductor tal vez demasiado bien pagados para mí, que no tengo experiencia en nada y que nunca en mi vida he hecho algo para ganarme la hogaza que no sea la prostitución mental (es sólo una broma para meter en ambiente bien acá al lector, posibles jefes a los que les mandé currículum y tal vez por alguna razón muy pendeja estén leyendo mi blog, ¿va?). Tampoco es que quiera que algún miembro de mi familia, de preferencia de la jerarquía superior, lea esto y diga «oh, pero qué diantres, voy a mandarle un poco de dinero para apoyarlo, porque se apoya con dinero y no con otra cosa, sí, tú sabes quién eres, y sí, te lo digo aquí entrecomillado para que entiendas». No es eso. Nada de eso. La verdad es que me gusta tener hambre y me gusta ser un huevón pendejo. Es neta. Si tuviera veinte mil pesos en este momento me comería veinte quesadillas de chicharrón con queso de las de las ñoras de enfrente, me compraría una cajetilla de Delicados Dorados (fuck Camel, estos son mis bros ahora), le tiraría una llamada a mi valedor (quien sea que seas) y le diría: «bato, vamos por unas pinches birrias a la verga, yo invito» (y por birria, amigos capitalinos, me refiero a una cerveza). Tal vez terminaría orinando en Periférico y pagando una catastrófica mordida para que no me lleven al Torito y al día siguiente volvería a mi casa a fumar mariguana y estar crudo durante tres días, en los cuales me preguntaría qué chingados estoy haciendo con mi vida y por qué pitos, si odio tomar, lo sigo haciendo como cualquier imbécil que se cree poeta maldito. «Ni siquiera soy poeta», pensaría, medio encabronado ya conmigo mismo, hasta la madre de la siguiente frase que no quisiera decir pero que de cualquier manera lo diré en ese momento («soy novelista»), sólo para refutarla un instante después diciendo «pero de puras culeradas, lo cual tal vez ni debería tomarse en cuenta». No lloro, eso sería ya demasiado en el marco kitsch, sino que me vuelvo a dormir, tal vez después de masturbarme.
Claro que suena jazz al fondo, hay cosas que no pueden evitarse, y también cae lluvia porque es verano en la Ciudad de México, relámpagos y grandes gotas. Pienso en comerme la lata de atún que compré hace rato, saberla ahí somatiza a los tigres, pero no voy a hacerlo. Si tuviera veinte mil tampoco lo haría. Si hay un valor en el hambre es la paciencia, al menos cuando aún quedan unos kilos lejos de la muerte. Así que, retomando el final del párrafo anterior en un ejemplo didáctico de construcción textual, después de despertar de esa cruda de tres días, con aún la mayoría de ese dinero en la bolsa, seguiría viviendo como si no tuviera dinero, quizá con un tazón de arroz y dos huevos diarios, que ya es una comida bastante decente para cualquier novelista fracasado.
Hambre. Hablo de una hambre humana, con la que se desea poco que seguir vivo y dormir bien, tener este tiempo infinito en su prolongación de sensación cohesiva. Hambre para quitarse un poco preocupaciones sin importancia, y confirmar que lo único que en verdad importa es comer, escribir, y tal vez ver a esa chica que tal vez no tenga el menor interés por uno pero, pues qué, al menos me hace sentir tranquilo por un rato.