Bitácora del árbol nómada [reseña]
El hombre retorna a la selva de antaño, sin amargura por los años idos y con la doble mirada del que todo y nada conoce, porque para descubrir primero hay que desaprender. Observa el agua, la luna y a las bestias; algo vibra entre sus ojos y aquello que contempla. No se trata de la mirada romántica del hombre hacia la naturaleza, o de un retorno al ser salvaje para encontrar la virtud primigenia arrancada brutalmente con los males de la civilización, como querían los enciclopedistas. Es más bien una comunión en la que sujeto y objeto se confunden, donde las esencias manan en ambos sentidos; la participación del hombre en el mundo daimónico proscrito por las armas de la razón. Algo semejante ocurre entre el arúspice y el ave sacrificada, cuyas entrañas revelan la escritura oculta del mundo, que el hombre por sí mismo es incapaz de vislumbrar. El cuchillo que corta la carne del ave y la mirada que atraviesa la apariencia de las cosas, son metáforas del lenguaje. Es lo que el poeta recibe en esas visiones atávicas.
El árbol, específicamente la ceiba, es leitmotiv en la obra de Balam. La ceiba es el árbol sagrado que sostiene cada una de las cuatro esquinas del mundo. En el centro, las raíces del árbol milenario se sumergen en el mundo de los muertos, mientras que la copa es hogar de los dioses. El hombre y los seres vivos habitan en la base. Cargando sus mitologías consigo, el poeta se mueve entre la tierra húmeda. Sus huellas hablan.
Quiero hablar del sonido que hace la lluvia al caer, de abril y de los desnudos. Bitácora del árbol nómada, alumbra un vínculo existente —o fabulado— entre la palabra y el erotismo de los seres, apela directamente a una comprensión mediante imágenes sensitivas y quizás, incluso despierta una memoria sensual cuya voz desconocíamos: “tu nombre vive herido desde el sur hasta la sed”. Dentro de la constelación formada por sonido, ritmo, símbolo y campo semántico se abre un microcosmos donde toman lugar todas las metáforas de los amantes.
Pone Balam en la primera página, a manera de epígrafe, unos versos de Tahar Ben Jelloun: “cuando el bosque avanza, es inútil la huida, sobre todo si se es, uno mismo, árbol.” La voz poética, a lo largo del libro, que, como el caminante va surcando sus propios senderos, adquiere el ardor de la bestia que se regodea en el viento, pero también la humedad de la luna en el río, la nostalgia y el dolor del hambriento; invoca los verdores desflorados y a los insectos.
Quiero hablar también del instinto y del lenguaje. Del instinto, porque en las ocho secciones que integran está Bitácora, los versos, a la manera de Vallejo en Trilce, se intuyen más que se saben. Del lenguaje, porque dicho instinto proviene de él, del lenguaje sosegado que revela las uniones secretas entre palabras. Decía Pessoa, antigramaticalmente supremo, que el hombre que sabe bien decir tiene que transformar varias veces un verbo transitivo en intransitivo; no ser algo, sino serse. En este caso, el poeta arranca la carne de un sustantivo y la pone en el esqueleto de un verbo, desuella el verbo y lo cubre con la piel del adjetivo, revelando así la manera en que el lenguaje comunica en sí mismo y no hacia nosotros. Enunciación del lenguaje como verbo que se es, tierra que se intuye no desde el símbolo, sino desde la esencia:
Lenguación tras lenguación, los líquidos insectos muertan las ciudades:
Efímero es su lluviar entre los brevísimos nosotros
Con frecuencia es en el corazón donde el ser es errabundo, escribió Gastón Bachelard. La Bitácora del árbol nómada, como el bosque de los versos de Ben Jelloun, es el tránsito por el mito de uno mismo, el vagar de ese corazón fuera del tiempo, andasolo entre pájaros y lluvia, con el hambre de la fiera que nunca puede saciarse. Escribe Balam:
Y aunque apátrida le soy,
tan hijo errante como el polvo,
ella bien sabe que estaré bajo su falda
hasta que el tiempo y su marchito
caigan sobre el mundo […]
Vidente, fingidor de sí mismo, albatros con alas de gigante y torpe andar, orfebre, pequeño dios, o simplemente un hombre solo. De todo lo dicho y por decir de la poesía y su artífice, esta Bitácora descubre que el poeta es aquel que despelleja el ave sagrada para leerle la entraña, y la poesía, intuición del lenguaje en sí mismo, organismo palpitante que al final se regenera en un ciclo prometeico y levanta el vuelo.
Bitácora del árbol nómada (Jus, 2011)