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La mano del efecto dominó

Quinto aniversario de Pasito tun tun, de Guillermo Rubio.

Se afirma que las novelas sobre el narcotráfico deben ponderarse, al igual que las demás, a partir de sus méritos con el lenguaje y que tal será el criterio que las haga sobrepasar la prueba del tiempo, lo cual es válido cuando suponemos que la materia prima del escritor es el lenguaje. Cuando creemos que éste sólo es una herramienta —la principal, pero herramienta al fin y al cabo— y que la materia prima de un autor es la vida, el panorama cambia.

pasito_tun_tunPorque hay novelas que pueden asemejarse mucho a la vida, incluso al grado de quemarse los dedos al tocarla y lograr que uno de sus valores literarios sea precisamente ése. Por lo demás, las novelas temáticas y los subgéneros no son mucho de mi interés y Pasito tun tun tampoco me parece una novela sobre el narcotráfico. Si el tiempo va a dictarle su relevancia en el futuro, aquí nos interesa revisar su validez hoy.

Pasito tun tun fue una novela escrita varias veces durante cuatro años y publicada en 2006, antes de que las narconovelas hicieran que los intereses de las editoriales grandes se inclinaran hacia ellas, más por los números que por las letras —como ya lo habían hecho con la novela histórica, la biográfica, etcétera—. Esto no quiere decir que haya sido la primera en tocar ese tema, sólo que no fue motivada por la ambición comercial despertada después. De no haberse anticipado, seguro que habría encontrado editores más dedicados, pero también más codiciosos. No pretendió instaurar ni seguir una moda. Fue escrita bajo el legítimo interés de un autor por confrontar lo humano con algunos de sus rincones más sórdidos, en un tema que, dicho sea de paso, el autor conocía de primera mano.

¿Cuántas primeras novelas tienen tirajes de 10 mil ejemplares casi agotados? ¿Cuántas incluyen notas aclaratorias y semblanzas de autor?

Además, se sitúa años antes, en 1994, en los comienzos del embrollo que ahora nos tiene secuestrados en nuestro propio país. Su relevancia, entonces, puede ir más allá de la orfebrería con el lenguaje.

El título autoral de Pasito tun tun, según la nota aclaratoria al inicio del libro, era Todo por un pendejo, el cual quizá no suena muy apropiado ni comercial; pero lo curioso es que cada título señala hacia puntos distintos de la novela. El título definitivo nos centra en el personaje que ocupa más páginas, un sicario macabro, lo que contribuye a ganarse la etiqueta de narconovela. Pero el original nos dirige a quien fue pensado como el verdadero protagonista, aunque sólo abarque unos cuantos párrafos, a la mano que provocó el efecto dominó de la historia, lo cual es evidente tanto en el inicio como en el final de esta obra sui géneris.

¿Cuántas primeras novelas tienen tirajes de 10 mil ejemplares casi agotados? ¿Cuántas incluyen notas aclaratorias y semblanzas de autor? Bueno, un caso puede darse cuando un joven renuncia a la escuela, se dedica a ser trailero durante varios años, y por rarezas del destino termina incorporándose a la policía hasta que, al cabo de dos décadas, ocupa altos mandos a nivel nacional y dirige sonados operativos de inteligencia. No es necesario imaginar la cantidad de anécdotas y de información que posee alguien así cuando decide dar un giro a su vida y convertirse en escritor. Así que en 2006 Guillermo Rubio podía ser un debutante en la literatura, pero no en la vida.

Algo tan horrendo que raya en lo caricaturesco, pero cuya caricatura nunca lo libra de su verdadero horror. Por esa delgada línea transita la novela.

Cuando nos describe la cuádruple instalación de metralletas en un automóvil y el complejo sistema para manipularlas mediante una pantallita de cuatro cuadrantes mientras se conduce el auto, cuando nos detalla su letal poderío, así como su costo en dólares y su lugar de instalación en los Estados Unidos, tenemos que creerle. Esto no es Hollywood. Es información de campo.

De la misma manera, cuando utiliza datos reales —el inesperado asesinato de un candidato presidencial y los crímenes que le siguieron— como origen de su ficción, lo hace porque está siendo verdadero. Así nos muestra, desde dentro, el horrible grado de putrefacción que se fue expandiendo en nuestro país a finales del siglo pasado y el fácil modo en que un gobierno cayó en algo tan siniestro como su asociación con narcos practicantes del satanismo. Algo tan horrendo que raya en lo caricaturesco, pero cuya caricatura nunca lo libra de su verdadero horror. Por esa delgada línea transita la novela.

En medio del maremagnum desatado por el asesinato del candidato y los crímenes posteriores, Guillermo Rubio nos muestra, contra lo que insisten en hacernos creer, que no fue el narco quien se infiltró al gobierno —manejado desde siempre por familias, compadres, cuñados—, sino que fue éste quien absorbió y adoptó gustoso al narco, al grado de que el escalafón político se administró según el canon de la mafia:

“Chinga a tu putísima madre, tú y tu difunto hermano. ¿Qué me quieres dar a entender, pendejo? ¿No recuerdas que estoy arriba de ti? ¡Yo soy padrino, tú no! Tú eres subprocurador porque yo quiero, imbécil, yo soy el número dos, tú eres de los veintes, ¡grábatelo muy bien!”, dice en algún momento el número dos, el hermano incómodo, la mano del efecto dominó, dirigiéndose al subprocurador de Justicia.

¿Querían manejo del lenguaje? Ahí lo tienen.

El parentesco entre el gobierno y el narco encontró un lazo natural de unión porque ambos eran mafias, como muchísimas más en nuestro país, y las mafias se manejan como familias. Rituales con gente torturada y sacrificada, misas negras, corazones extraídos, todo narrado con deslumbrante naturalidad. Esa naturalidad con la que una señora nos platicaría que cada mañana camina tres calles y cruza un parque para llegar al mercado de su colonia. Esa pasmosa naturalidad con la que sucedió y sigue sucediendo.

Las discusiones que decidieron el “bienestar” del país no se entablaban entre políticos analizando estrategias económicas, sino bajo la tensión del trato entre criminales a uno y otro lado de la mesa. Guillermo Rubio propone una escena entre Juvencio Gómez, uno de los principales capos del narco, y Mauro Rueda Madrigal, el subprocurador de Justicia, en estos términos:

“Juvencio observaba al subprocurador. La hora, el alcohol y la droga habían descompuesto la figura de Dandy que comúnmente lucía. Tenía los ojos rojos y desorbitados…

“—No, compa Mauro, ya bájele al tono de voz, ya me cagó tanto grito […] El capo se revolvía en su asiento como queriendo levantarse, era síntoma de que en cualquier momento estallaría en contra de quien fuera.

“El subprocurador se paralizó al oír el tono de voz empleado por el narco; en unos segundos podría ser hombre muerto, un sudor frío empezó a correr por su mente”. Sin embargo, como puede, el subprocurador se repone y arremete: “…este error de Román lo vamos a pagar todos, el hijo de puta está echando a perder lo ganado en dos generaciones”.

Dos generaciones. Y apenas era 1994.

Así es, Román Santiago Gamiz es el hermano incómodo, la mano que debía mecer la cuna pero que terminó provocando el efecto dominó. El pendejo nombrado en el título original de la novela. La mano que mucho antes del 2006 creó al Yaqui, el personaje principal —tan ficticio como verdadero—, quien gusta de silbar una melodía mamona que escuchó con su “compa”, ahora asesinado, cada vez que está por ejercer sus poderes diabólicos o al torturar a sus víctimas: Pasito tun tun, pasito tun tun. La misma mano a quien le debemos grandes personajes de la historia mexicana reciente como la Paca, el Pozolero, la Mano con Ojos, el Ponchis, la Niña, y muchos más que siguen, como Johnnie Walker, caminando tan campantes: Pasito tun tun, pasito tun tun.

Pasito tun tun, Guillermo Rubio; Tiempo Extra Editores, Ciudad de México, 2006; 10,000 ejemplares. Diseño: Vicente Rojo Cama y Emilio Payán Stoupignan.

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