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jigai

antes publicado en Guardagujas

Souta Hikaru desenterró el kaiken de la garganta de su padre. Era primavera y las flores blancas de la murta se abrían al sol de la mañana ajenas a la sangre que lamía su raíz justo debajo del cráneo de Hayato. Al alba, Natsuki Yui, su prometida, fue encontrada por un paje en las afueras del jardín, las rodillas atadas con un trozo de soga, el frágil cuello que recordaba a la grulla corona roja, otrora elegante y garboso, yacía abierto por la hoja de la daga, mostrando, obscenas y vulgares como un yasha desterrado, dos carótidas vaciadas.

Hayato deseó a Natsuki Yui desde el momento en que cruzó el portón principal del brazo de su hijo, y a un daimyō nada le es negado. La joven meliflua dejó caer su risa como una fuente sobre la joya del loto, y en el eco de las paredes, su voz fue la voz del canto de la alondra. Hayato debía esperar, acechar un descuido que le permitiera comprobar las promesas de sus labios, de esas manos que adivinaba ávidas y sabias.

Natsuki Yui se sostuvo de Souta Hikaru para que los ojos inflamados del padre de su futuro esposo no rasgaran su piel, hiriéndola, y en ese solo segundo de contacto se resignó al insomnio. Hayato supo, al observar ese gesto tenue de naufragio, que los mismos alfileres aguijonearon el corazón de su nueva hija.

Durante las semanas siguientes se enfrascaron en una lucha sorda, en una persecución donde Natsuki Yui era una liebre asustada, furtiva, que huía a refugiarse en la confortable madriguera que era el regazo de Hikaru. Hayato, con una paciencia ancestral, se alivió con las mujeres del séquito de Natsuki, poseyéndolas con furia, seguro de que sus gritos rasgarían el silencio de la casa para ir a estrellarse en el ala este, en la puerta donde Natsuki Yui colocaba todos los cerrojos, y cada una de esas lunas, alimentó su vigilia con la llaga de los celos.

La noche ruge con resabios de tormenta. El viento sopla húmedo, espeso, y Souta Hikaru se desprende del hakama para ofrecer a la joven su miembro firme, henchido de semen que ella debe beber si él así lo pide. El cabello largo y sinuoso le acaricia los muslos como una marea oscura. Ella lo apresa suavemente, acompasando la respiración con el movimiento de su cuello. Pasados unos minutos Hikaru la toma por las mejillas para indicarle que se detenga, obediente, se incorpora y desde su desnudez resplandecen tímidamente dos senos pequeños. La penetra con gravedad, en silencio, mientras el aroma de su vientre le llena los pulmones, un olor pegajoso como azúcar fundida. El sonido de las caderas frotándose se desliza por sus oídos como los acordes del shamisen y en el momento justo, Souta Hikaru se sumerge en el abrazo tibio que esas piernas dóciles le ofrecen, trepidante como una estampida.

Souta Hikaru ha disfrutado de ella mucho más que de cualquier mujer que recuerde. Observa su diligencia ante el tatami y admira cierto dejo aristócrata en su ademán al servir el té. Ha pagado por ella seis ōbanes, y en un arrebato, decide comprarla definitivamente. La llevará ante su padre y la hará su esposa. Ella le seguirá a medio camino entre la ternura y la sumisión, exiliada para siempre de sí misma, habitante única del nuevo país que es la espalda fuerte de ese hombre callado. Algo parecido al agradecimiento en sus pupilas indecisas, de brillo infantil, que se posan sobre los objetos tocándolos apenas, con la gracia temerosa de un aleteo.

Sólo cuando estuvieron a un par de kilómetros de la casa paterna, junto al estanque de los ryukin devolviendo la sombra de la pareja, siameses en el reflejo trémulo, Souta Hikaru se volvió hacia la joven y le preguntó su nombre. Natsuki Yui, susurró.

Hayato lee en la figura de Natsuki a todos los hombres de su cama. Es presa de un dolor agudo en la boca del estómago porque es ahí donde duelen las mujeres prohibidas. El atardecer cae sobre las montañas en pinceladas de rosa y durazno cuando Hayato, cegado por esa fiebre primitiva que Natsuki Yui le provoca, irrumpe en el salón donde es acicalada para recibir a Souta Hikaru al anochecer.

Dueña de un destino del que estaba al tanto desde la primera vez que un espejo le devolvió el prodigio de la tersura de su cuerpo, Natsuki Yui despide a los sirvientes y suelta los nudos de su kimono. Antes de cumplir con el antiguo ritual de la carne que ella conoce como los párpados conocen lo que sueñan los ojos cerrados, toma de Hayato, el kaiken que lleva en el cinto.

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