Los gansos de Enrique
Hace no tanto tiempo, quizá ni siquiera lo suficiente como para hacer la alusión temporal hacia el pasado, me perdí en una hacienda, vestigio colonial de las minas del entonces hombre más rico del mundo, Pedro Romero de Terreros, primer conde de Regla, en un pueblo en medio de la nada llamado Huasca de Ocampo. No era la primera vez que me perdía ahí: un día antes Daniel Espartaco Sánchez y yo habíamos vagado por casi una hora tratando de encontrar una maldita casa sobre el maldito lago para llegar a nuestra sesión de trabajo con los otros cuentistas del evento. Entonces advertí, mientras las ganas de bromear al respecto disminuían progresivamente con el paso natural del tiempo y con el incremento natural de nuestra desesperación, que la hacienda de San Miguel Regla no sólo era laberíntica y enorme y poseía esa cualidad de las edificaciones antiguas de guardar voces y murmullos, sino que también daba una sensación fúnebre de no pasar el tiempo en ella. Esa sensación de tener encerrado a Chronos en un dispositivo a la mano pero que no sabemos utilizar o no podemos abrir para liberarlo, esa sensación de lenta pesadez y hambre y sed y dolor de cabeza como de cruda, sensación que se mantendría en mí durante los tres días de mi estancia en la hacienda y que me llevaron a desubicarme de la manera más absurda dentro del continuo espacio-tiempo, materia para otro relato quizá futuro.
Un día antes, con Espartaco, habíamos visto una cascada y cruzado tantos senderos que, ahora, sobre la cascada, no sabía por dónde tenía que ir para llegar de nuevo a esa maldita casa sobre el maldito lago donde mi sesión de trabajo había empezado hacía más de veinte minutos. “Otro caso resuelto, mi estimado”, había dicho ayer Espartaco varias veces, primero al encontrar la habitación que nos correspondía (cosa que también significó unos veinte o treinta minutos perdidos), después al encontrar la maldita casa sobre el maldito lago tras casi una hora de buscarla, luego tras verificar con un compañero cuentista versado en las artes de la biología que efectivamente esos patos crecidos y agresivos que nos habían mirado con desdén en nuestras aventuras eran gansos, y finalmente tras comprar nuestro primer cargamento de cervezas que devendrían aquella primera noche en una larga y amena charla con los compañeros, charla que, hay que decirlo, concluyó en muerte por desmembramiento, aunque eso quizá sea motivo para otra crónica en otro momento. “Otro caso resuelto, mi estimado”, había dicho ayer Espartaco, y ahora resonaba en mi cabeza cada vez que erróneamente tomaba un sendero que yo creía me liberaría heroicamente de mis pesares pero no lo hacía.
Después de lo que me parecieron siete horas y media (que, comprobé después, no fueron sino diez minutos) llegué al último punto al que habíamos llegado una tarde anterior y desde donde el camino a la maldita casa sobre el maldito lago era visible: un puente sobre el lago al nivel del agua que lo atravesaba de norte a sur, con una cripta al oriente y la edificación principal de la hacienda hacia occidente (aunque puede que lo recuerde mal dada la emoción del instante, puede que el puente no cruce todo el lago sino apenas una parte y de que en uno de sus extremos se encontrara la edificación principal, y que no fuera ese occidente sino oriente, y que la cripta realmente estuviera hacia el sur o el suroccidente y que todo formara un confuso triángulo, y dudo que importe). Caminé, dichoso, pensando que si fuera menos solemne, menos estoico, habría corrido al otro lado, quizá hasta la maldita casa sobre el maldito lago, que ya para entonces me gustó pensar como “el rincón creativo”, título menos agresivo dada mi paz espiritual del momento, dada mi, digamos, paz ubicacional. Avancé despacio, imaginando esa hacienda como el escenario de un antiguo combate, quizá un saqueo o incluso una hazaña de bandidaje. Me vi como un forajido, cruzando en silencio el lago para llegar a la casa principal y asesinar al conde de Regla y, quizá, si era deseable, secuestrar a su hija y violarla incansablemente en las minas, en las grutas cercanas. Avancé muy despacio, muy consciente de mi ubicación peligrosa y de mantener las rodillas semidobladas, la cabeza abajo, para no ser reconocido. Entonces, a medio camino, un ganso enorme me bloqueaba el paso y no se movía. Me veía con su cabeza de lado y con su rostro en alto, con su cuello lo más estirado y sus alas abiertas. Un pasaje en latín vino de inmediato a mi mente: “tanto silentio in summum euasere ut non custodes solum fallerent, sed ne canes quidem, sollicitum animal ad nocturnos strepitus, excitarent. Anseres non fefellere quibus sacris Iunonis in summa inopia cibi tamen abstinebatur.” Ahí mismo el sagrado ganso de Juno comenzó a graznar y yo dejé de sentirme un forajido y pasé a ser un galo al servicio de Breno, con algo de mala suerte aquel bárbaro que alcanzó la cumbre sólo para ser derribado por un golpe de escudo de Marco Manlio. Giré lentamente sobre mi propio eje, tratando de no alertar de más al malvado anseres, sólo para encontrar que detrás de mí, bloqueando mi escape, estaba otro ganso que me sonreía con su pico pectinado. “Esos dientes primigenios”, había dicho ese mismo amigo que nos había advertido que los gansos no sólo eran agresivos y famosos por haber defendido al Capitolio del saqueo de los galos, sino que tenían un pico como serrucho capaz de amputarle un miembro a un hombre de un solo picotazo. Y no fue así. Sino que, después de que uno de los dos me agredió, espanté al segundo agitando mis piernas como si fuera a patearlo y logré entonces correr hasta la maldita casa sobre el maldito lago que una vez más había recuperado su condición de odio. Llegué a la sesión y todos rieron creyendo que era una broma, y decidí que así quedara, que nadie supiera nada acerca del alma bélica de aquellos gansos y de mi cercanía con la muerte, pues todo eso ya no era sino pasado y pretendía que así fuera hasta mi muerte.
Pero el destino tiene sus maneras de jugar con uno, y entonces, poco tiempo después, quizá no el suficiente como para hacer la alusión temporal hacia el futuro, me perdí en un libro que no tenía y que nunca había leído, pero del que aparecían ya muchas cosas en mi cabeza. No se trataba de un libro verdadero, en el sentido tradicional de la palabra, sino de un libro que iba armando yo con lecturas sueltas de un autor al que hasta hace poco me había privado de leer por razones personales que, igual como me pasó con Bolaño, se debían más que nada a que, hasta hace poco, toda la gente a mi alrededor hablaba de él, cosa que me trituraba las ganas no porque le restaran méritos, sino porque me despojaba de una objetividad personal en la lectura de tal autor, razón que ahora me parece quizá tan ingenua como no haber leído antes a Bolaño sólo porque todos lo leían y hablaban tanto de él que me tenían honestamente harto. Sobre Bolaño sólo puedo decir que me está gustando leerlo, y quizá que me cae bien, pero sobre este autor debo decir otra serie de cosas que tienen relación directa con los gansos de San Miguel Regla.
Tras mi regreso a Tijuana me enfrasqué en la osada tarea de no volver a salir nunca de mi habitación. Parecía sencillo, ya que tengo más de trescientos libros sin leer y tres libros míos en proceso de construcción, sin mencionar todas las películas y los discos que quiera gracias a la piratería digital. Más que nada parecía perfecto, pues dos de esos tres libros tienen cronómetro y hay que hacer avances periódicos y la disciplina de trabajo a mí no se me da con un horario fijo, sino cuando se me antoja, y teniendo virtualmente veinticuatro horas libres al día me asegura que se me antoje mínimo una vez diario y con eso lo tengo resuelto. Así, me sumergí en la aventura de no salir de mi habitación y leer y escribir como sólo un genio lo haría aún teniendo responsabilidades. A los pocos días me había cansado, y ya ni leía ni escribía, sino que pasaba todo el día viendo series de televisión por internet, ocasionalmente una película. “Necesito un maldito aliciente”, pensé una madrugada, a las cuatro y cuarenta y dos de la mañana, después de mi treceavo capítulo de That 70s Show de ese día.
A la siguiente mañana reanudé mi semanal lectura de periódicos y revistas por internet, y me encontré en Babelia con un artículo de Vila-Matas en el que, durante una anécdota secundaria de su relato principal, mencionaba la batalla de Alia y el saqueo de Roma a cargo de las hordas bárbaras comandadas por Breno, haciendo especial énfasis en los gansos y Marco Manlio. Leí con atención el resto del texto, pensando que encontraría en él más similitudes con mi vida —como suele sucederme— pero no fue así. De hecho, en lo que había leído de Vila-Matas (muy pocas cosas, realmente: unos tres o cuatro textos suyos en Babelia y París no se acaba nunca, cuando todavía estaba en Bogotá), no había encontrado ese juego de coincidencias con mi vida como suelo encontrar en la mayoría de los textos que leo, al menos no las suficientes ni tan fuertes como para que valga la pena mencionarlas. Y pese a que mi motor lector suele definirse por las confluencias de estos ríos metafísicos, entre mi aquí y el aquí en el que fue escrito un texto, me daba cuenta de que cuando leía a Vila-Matas, siempre, me pasaba algo muy peculiar que pocas veces me pasa con otros autores, que sólo me pasa con mis autores favoritos: me daban ganas de dejar de leer y ponerme a escribir, a la vez que no podía hacerlo porque no quería dejar de leer el texto, haciendo así mi lectura altamente disfrutable y al mismo tiempo dolorosa, tanto por saber que terminaría como por querer terminarla de inmediato para poder escribir: una lectura paradójica.
No sabía de dónde venía, si de su lenguaje sencillo y honesto, como quien platica con un amigo que no tiene la necesidad de ocultarle a uno nada ni de fingir poses; si de sus anécdotas fugaces marcadas por la ironía y las coincidencias casi enfermizas; o si de la facilidad con la que introduce una opinión crítica o reseña a un autor sin que se sienta como un texto crítico ortodoxo y excesivamente solemne. Quizá, pensé, porque la mezcla de todo eso lo vuelve una lectura tan lúdica que siempre habla de otras lecturas, de otros textos, del placer de escribir y de ser escritor. Porque, en parte, Vila-Matas no sólo me hacía querer escribir, sino también me hacía querer seguir siendo escritor, vivir como escritor. Me recordaba por qué no sería abogado ni médico, y por qué, aunque eventualmente los odie a todos y me recluya por meses lejos de la maldita bohemia, eventualmente regreso a esos encuentros y a esas sesiones de trabajo y no sólo me divierto y recojo anécdotas, sino que genuinamente lo disfruto y forjo amistades valiosas. Empecé a pensar que, en ese estilo de vida, me gustaría alguna vez conocer a Vila-Matas y dedicarle quizá una entrada en un libro, una anécdota al estilo de las que él hace, sobre nuestro encuentro. ¿Me mencionaría él a mí?
Empecé a pensar mucho en la idea de eventualmente conocer a Vila-Matas. “No es tan viejo, apenas empieza la década de los sesenta, para cuando yo tenga treinta y cinco o cuarenta y sea un autor más o menos reconocido podré conversar con él quizá libremente.” Michelle, mi mujer, estuvo de acuerdo acerca de la juventud de Vila-Matas y me apoyó con relación al asunto de tener como una de mis metas literarias el conocerlo eventualmente, aunque después reconoció que pensar que una persona de sesenta años es joven es más bien señal de que nosotros ya no somos los retoños que creíamos ser.
Conforme pasó el tiempo y yo fantaseaba con algún día conocer a Vila-Matas, me hice la rutina de leer un texto suyo al día como catalizador para escribir mi parte del día. En veces leía dos textos, tanto porque quería escribir más y me había cansado, como por el gusto simple de leer más de algo que me gusta mucho. Se transformó en una lectura diaria, como en otros momentos lo habían sido Cortázar, Borges, T. S. Eliot y Efraín Huerta. Entonces empezaron a pasarme otras cosas que no me esperaba.
Mientras las ideas de mis libros terminaba de definirse y dejaba de pensar en el estilo con el que se escribían, mientras me acercaba a la concreción de ellos (dicho en otras palabras), empecé a pensar, ocasionalmente, en libros que me gustaría que Vila-Matas escribiera. Empecé a escuchar citas suyas, frases, párrafos enteros, que jamás había escrito (al menos que yo supiera). Poco a poco, con textos sueltos que había leído en internet, nacía la idea de un libro nuevo de Vila-Matas, y me quedaba horas leyéndolo en mi cabeza como un autista suele hacer con todo lo que no nos confía de su universo personal y paralelo. Pensé en escribirlo y en publicarlo como una de las obras de mi alter ego ficticio, Sergio Ventura, pero pese a que Ventura es un plagiador profesional que reivindica al plagio como método más honesto de producción y robarle un libro ficticio que sólo existe en mi cabeza a Vila-Matas es precisamente lo que él haría, no logré sino sentirme sucio porque, para mí, ese libro pertenecía sólo a Vila-Matas y yo no tenía derecho a robárselo. “Hasta los plagiadores tienen código de honor”, me dije, justo antes de leer la frase que resume precisamente qué es eso de Vila-Matas que me atrae tanto y que no había logrado definir antes. Una frase que es una supuesta cita que Vila-Matas le adjudica a Nabokov mientras habla de Perec, así como yo le adjudico a él un libro entero en mi cabeza mientras pienso en mi alter ego: “la trama es una vulgaridad burguesa”.
Entonces me veo a mí mismo escribiendo mis libros, terminando de editar uno que veo como novela pero que asumo que muchos críticos catalogarían como libro de cuentos. No tiene trama, sino estilo, y es en el estilo, como en Vila-Matas, donde se define que no es un libro de cuentos sino precisamente una novela. El otro libro está compuesto también de cuentos, pero a la vez es otra novela. Y el tercero, el que apenas empiezo a escribir, es también una novela, aunque a esa no creo que se le confunda como otra pese a tampoco tener una trama definida ni aparente. Regreso a Vila-Matas y al libro que tengo en mi cabeza: podrían ser crónicas literarias o ensayos, pero realmente es una novela. Pienso en los textos sueltos que he leído de Vila-Matas: puede tratarse de crónicas literarias sueltas o ensayos sueltos, pero en mi mente forman parte de una novela. “La novela está hecha por el estilo”, dice Vila-Matas a propósito de Perec y recordando la cita apócrifa de Nabokov, y yo estoy de acuerdo con esa frase. Incluso la he anotado en mi pared, enfrente de mi escritorio, para verla y recordar, cada vez que me pierda en la opinión ajena, que la trama no vale nada, que existen acaso diez tramas básicas y que son realmente lo menos importante en una novela, que es realmente algo secundario.
Pienso, finalmente, en los gansos de San Miguel Regla, en los de Tito Livio y en los de Vila-Matas, todos los mismos gansos, todos la misma historia, pero con finalidades distintas en las tres narraciones. Pienso entonces en esos varios Vila-Matas, en el que quiero conocer en persona, en el que leo, y en el que escribe una novela en mi cabeza. Pienso en mí mismo, escribiendo este texto y decido que ha llegado el momento, después de dos mil setecientas treinta y tres palabras, de ponerle un punto final ahí donde pareciera que todavía tengo más cosas que decir, porque la verdad es que he terminado.