La encina gorda
Nunca pude imaginar que ese fuera el final de la encina, pero a veces los árboles que están ahí, donde todo el mundo los ve y no pueden echar ramas a sus raíces, y salir corriendo cuando barruntan algún peligro, pagan las consecuencias de ser meros observadores de lo que ocurre a su alrededor. Y ocurrió…
– Sebastián ¿tú crees que Manuela terminará por echarme cuanta algún día?
– Yo que sé, Felipe. Es más estrecha que toas las cosas y además yo creo que le gusta otro.
– ¿Otro?
– Si otro, eso no debe extrañarte ¿o es que eres tú el único mocoso disponible en el pueblo?
La encina disponía frente a ella de una extensa pradera, donde antaño venían los mozos del pueblo para jugar al fútbol, al ser aquel lugar el único más llano que había en los alrededores, y en la época primaveral se cubría de un manto verde, que bien parecía la cancha de un campo de los de primavera; eso sí, en lugar de postes y travesaños, dos buenas piedras formaban el límite de las porterías; las piedras y la vista del arbitro de turno, que para dar por válido los goles tenía que medir la altura del portero, antes de que comenzase el partido. El espectáculo era seguido por gran parte de los parroquianos, que cubrían los dos kilómetros desde el casco urbano con todas las ganas del mundo, porque era divertido ver a aquellos mozalbetes corretear detrás del balón en paños menores. Los más jóvenes y en edad de merecer – como sería el caso del abuelo de Felipe –, aprovechaban la oportunidad para estar cerca de la amada de turno. La encina, con sus enormes brazos abiertos, cobijaba como si de un gigante se tratase a todos los que se arrimaban a ella. Algunos trepaban por sus grietas y no tenía inconveniente en sufrir unos cuantos cortes en su corteza, si aquello servía para que pusiesen allí los pies, y les fuese más fácil subir y bajar de ella. Vida de árboles.
– ¿Dime quién es Sebastián, que le voy a coger por el cuello y lo voy a dejar como un higo seco?
– ¿Y qué? ¿Con eso conseguirás que ella te quiera? Lo que tienes que hacer es portarte como una persona normal, y acercarte con buenas maneras y no a lo bruto. Yo la conozco y sé que le gustan las cosas finas.
– ¿Y quién me dice a mí que no quiera darme celos con ese?
– Puede ser, pero tú tienes que ser inteligente y aprovechar cualquier momento, para hacerle ver que te gusta y que quieres buen rollito y nada de tonterías.
A sus pies discurre la vía pecuaria que viene del país vecino y se adentra zigzagueante por la enorme finca de Don Pedro Mejías, buscando el interior de la provincia. En su sombra descansarían en otros tiempos tantos y tantos caminantes, que sería larga la lista si hubiese que enumerarlos a todos. Y como no, esa multitud de romeros que camino de Santa Rosa hacían parada obligatoria para alegrar las gargantas, y arrimarse bailando por sevillanas a la morena de ojos rajaos que relucía más que el Sol. Los más pequeños y ágiles aprovechaban la parada, para trepar por sus ramas y encaramarse allí donde parecía imposible que estas no se quebrasen. Siempre verde, siempre cubierta de pequeñas hojas resistentes y protectoras contra las inclemencias veraniegas. Marcar en ella una fecha o dibujar un corazón no era posible; esa corteza tan áspera y agrietada tan sólo permitía el paso de las hormigas cabezonas, que en su interior alucinaban con aquellos laberintos que podían formarse a lo largo de tantos metros de corteza. Era difícil marcar nada, pero Felipe se las ingenió –el amor mueve fronteras –, para hacer de la encina gorda su tótem sagrado: en una grieta semioculta pero profunda, que se hallaba en una de las ramificaciones mirando a la ribera, fue depositando las cartas que su amada le escribía, que leían aprovechando la sombra, y que luego depositaban allí como si la encina fuese mudo testigo de los momentos más felices de sus vidas. En otoño, cuando los prados se cubrían de escarcha mañanera y el petirrojo jugaba con la gente al escondite, los mozalbetes se colocaban alrededor de su cintura unos cuantos cencerros de distintos tamaños, y correteaban por las calles del pueblo en un concierto sonoro, que casi siempre llevaba a la fabulosa explanada presidida por la gran encina. Era el momento de la cosecha de bellotas, y el tributo que tenía que pagar Don Pedro Mejías para que fueran esos zagales los primeros en probar los frutos de este año; él tenía cientos de encinas más con las que alimentar a sus cerdos. Se danzaba alrededor de su tronco, se colgaban columpios con gruesas sogas de esparto y se cantaban coplas alusivas a los dones dela madre Naturaleza. Nadie lo percibe, pero la encina es ya unos centímetros más alta y más ancha que el otoño pasado, y sus raíces han experimentado un crecimiento radial que la hacen mucho más fuerte si cabe, de cara a una eventual racha de viento de esos que llaman tornados y que a veces tiran de las encinas hacia arriba, extrayéndolas de la tierra como si fueran un manojo de rábanos, dejándolas tendidas en el suelo con todas las terrosas raíces a plena luz. Felipe era ajeno a todo esto, él sólo tenía ojos para su amada.
– Sebastián, no te puedes imaginar el alucine que traigo con Manuela. Lo mal que estaba cuando me decías lo de los celos, y el puntazo que he cogido que sería capaz hasta de saltar por encina de la encina gorda.
– No seas exagerado Felipe, que es mucha encina lo que aquí hay. Ten cuidado con los amores, que lo que hoy parece dabuten, mañana se te puede torcer y entonces más dura será la caída.
– ¡Que va, que va! Aquí hay mucha tela y estoy tan contento que me siento con ganas de darle dos abrazos con todas mi fuerzas hasta que se me señalen las manos. ¡Mira como aprieto, mira!
Las ovejas, los conejos, el zorro, el trepador azul, el arrendajo, el meloncillo y toda una extensa gama de insectos y reptiles formaban la gran familia que ocupaba la encina cuando caía la noche, o en aquellos momentos en que quedaba libre de tanto trasiego humano. Las horas del día son muy largas y hay tiempo para cobijar a todos, a cambio la encina obtenía limpieza a su alrededor, no había maleza, no había ramas secas en el suelo que pudieran provocar algún accidente que acabase con su vida. Cada cual, de alguna u otra manera, colaboraba para que los brotes no parasen y fuese cada vez más fuerte. Sin duda destacaba en la pradera por encima de todas sus congéneres, por algo la conocían desde siempre como la encina gorda.
Pero un mal día en una primavera donde nadie en el pueblo encontró ni un solo gurumelo, se desató una tormenta en los montes cercanos y todo el mundo se acordó de Santa Bárbara. El cielo se tiñó de un negro tenebroso, los perros no sabían donde meterse, y tras el luminoso rayo parecía que se iban a resquebrajar las paredes; apenas llovió, las calles quedaron desiertas y a la tarde sucedió la noche y a la noche el día siguiente. Felipe le dijo a su amigo:
– Ya no me importa nada. Manuela se ha ido de mi vida, ha preferido a ese capullo antes que a mí. De alguna forma tengo que borrarlo todo para poder continuar respirando.
El guarda de la finca de Don Pedro Mejías fue el primero en informar a los vecinos de cómo había quedado la encina gorda. Cuando los curiosos fueron llegando al lugar, aún salía humo de lo que quedaba de tronco. Las ramas – aún verdes – se expandían por toda la explanada como si la mano de un gigante las hubiese sacudido contra el suelo. Nadie dijo nada, nadie hizo cábalas en torno a las causas del siniestro, ni se abrió ningún expediente ni se reclamaron daños y perjuicios, al fin y al cabo no era más que una encina, una pobre encina que tuvo la desgracia de ser más gorda que las demás.