Aniversario
Elisa Lázaro tiene la costumbre de interpretar las nubes. La ventana de su oficina da a un muro de cemento, a ella le gusta decir “a un muro desnudo”. El muro tapa algo más de la mitad de la ventana y es en el menos de la mitad donde ve el cielo y busca parecidos en las nubes. La mayoría de las veces las nubes no le sugieren nada, las ve como manchas blancas, grises, “nubes muertas” las llama Elisa. Sin embargo, a veces ocurre, y hoy es uno de esos días, que aparece la nube hecha para ser una vieja que imagina desdentada y con un sombrerito ridículo inclinado hacia la oreja izquierda; o si mira mejor le parece un violín que aunque roto deja escuchar una música suave que ella tararea; o si ladea la cabeza casi hasta tocar su hombro puede ver las caderas de una mujer. Todo esto lo ve cuando ya ha terminado el trabajo y sólo espera que llegue la hora de salir.
Hoy además de ser un día de nubes, de sombreros y violines, es el día de su cumpleaños. En la oficina el día ha sido normal, muy semejante a todos los días: revisó expedientes y convocatorias, escribió cartas que comunicaban plazos de alegaciones, e introdujó varios apuntes en la base de datos del ordenador. Así fue su trabajo esta mañana. Ahora espera y mira las formas en el cielo. Es un manto de nubes que se mantiene extrañamente quieto. Quiere ver algo más que celebre su día. Intenta imaginar una guirnalda o una vela encendida o un lazo, pero no lo logra. Hace varios años, no quiere saber cuántos, su compañera le regaló un camafeo de nácar y coral con una aguamarina malva. Esa compañera ya no trabaja en su departamento y la nueva no sabe que es su cumpleaños. Elisa prefiere que las cosas sean así. Le ha empezado a doler la cabeza, un dolor ligero pero continuo y está deseando llegar a casa y descansar. Ahora no está segura pero cree que por la tarde irá a la pastelería de la Plaza Vieja y tal vez pida un chocolate caliente o compre una bandeja de milhojas de crema y vuelva a casa donde atenderá a la televisión antes de dormirse.
Llega la hora de la salida y Elisa y su compañera recogen sus cosas y salen juntas. Ambas hacen lo posible por mantener una relación cordial pero su trato es frío y distante. Se despiden en la puerta del edificio. Elisa lleva puesto un abrigo de tela verde, no hace frío pero el abrigo lo soporta bien. Camina despacio, se para en un semáforo y una mujer se le acerca y le pide una limosna. La mujer viste un pantalón vaquero muy holgado y una sudadera azul con el número 43 bordado en blanco. Lleva una pañoleta también azul y blanca en la cabeza. “Sea buena”, le dice con la mano extendida, una mano sucia y con surcos muy profundos. Elisa ve su cara gastada, tiene dos cicatrices, una debajo del labio en forma de uve y otra en la mejilla derecha, grande y ancha. Los ojos de la mujer son pequeños y tienen el color de la miel, un mechón de pelo negro y lacio cae sobre ellos. “Sea buena”, repite. Elisa le da unas monedas y reanuda el camino. Busca una palabra que encuentra pero no dice. Lucha por apartar la tristeza que le pesa y le llega a los ojos. Sigue avanzando oyendo las palabras con las que la mujer pide limosna en el semáforo: “Sea buena”.
Cuando llega a casa se descalza y se tumba en la cama. “¿A quién iba a hacer yo daño?”, se pregunta. Recuerda que en la terapia que siguió al accidente uno de los que allí estaban dijo: “Nadie quiere estar solo”. Ella no hablaba en la terapia, le decían que al principio era normal, que se diese tiempo, que escuchase. Y Elisa escuchaba, pero después de aquella frase lo único que hacía era buscar la fuerza necesaria para decir: “Yo sí quiero estar sola”. Se miraba las marcas de las manos y se repetía: “Yo sí quiero estar sola”.
Permanece en la cama un tiempo, esperando que el dolor le pase. Coge una revista y lee unas frases de un reportaje sobre viajes. Se detiene en las fotografías de ciudades y paisajes lejanos. Le llama la atención una vista aérea de una isla tropical sobre una leyenda que dice: “Más fácil que imaginarlo. Ven”. Es una playa blanca, el mar es azul turquesa y se confunde con el cielo. Elisa escribe “¿Aquí?” en el cielo de la isla. Deja la revista, aprieta el dedo índice sobre la sien y se queda dormida.
Despierta abriendo los ojos de golpe. Soñó pero no recuerda el sueño. Tiene la boca seca, es tarde, el dolor es tenue, no tiene hambre y aún así decide acercarse a la pastelería. Se cambia de ropa: elige un traje de chaqueta morado, se pone unas botas negras, se arregla el pelo y se pinta los labios de un rosa leve. Coge un bolso también negro y en él guarda la revista. Por último se coloca el camafeo con la piedra malva. Al salir a la calle se ve reflejada en un escaparate y se arrepiente de haber elegido el traje morado.
En la pastelería sólo hay una hilera de mesas y todas están vacías. Va a la mesa del fondo. La dependienta la atiende en seguida. Pide un chocolate caliente, un vaso de agua y una milhoja de crema. Varias personas entran y hacen pedidos. Nadie se sienta a tomar algo. Saca la revista y la deja encima de la mesa. Le sirven el chocolate en una taza grande de porcelana amarilla, está espeso y muy caliente. La milhoja viene espolvoreada con canela y con un adorno de caramelo líquido. Le agrada mucho está forma de servir el pastel.
Ojea la revista y llega de nuevo al reportaje sobre los viajes. Cuando alza los ojos ve que un hombre y un niño se han sentado en la primera mesa. Los mira fijamente unos segundos y en su mente algo le dice “Basta”. Vuelve a mirar la revista e intenta no pensar en su marido y en su hijito. Le vencen los recuerdos, calcula que su hijo tendría ahora la edad de éste. Empieza a leer susurrando para escuchar su propia voz, ella cree que nadie la oye. Lee: “San Petersburgo es un lugar ideal para los amantes del ballet y la ópera. Existe la posibilidad de ir a uno de los teatros más famosos del mundo, el Teatro Marrinsky, antes llamado Kirov…”. Piensa en San Petersburgo y que le gustaría, en una noche de invierno, ir a la representación del ballet. Se lo imagina con todas sus fuerzas, repite el nombre “Marrinsky”, pero no logra borrar la imagen del hombre y el niño. Están los dos dándole la espalda. El hombre es grande, tiene algunas canas y está bien peinado, lleva una chaqueta de pana marrón y unos zapatos de piel; el niño una cazadora azul muy gastada y el pelo revuelto. Se ha descalzado y está sentado sobre una de sus piernas mientras balancea la otra rozando las zapatillas de tela, muy sucias y deshilachadas. Elisa se queda mirando las zapatillas. Entonces se alarma. Piensa que algo no está bien. Le asalta la idea de que el niño la muerte de ese niño es inminente.
Ve que les han servido dos tazas amarillas iguales a la suya. En un momento el hombre alza el brazo y pasa la mano por la cabeza del niño, agitándola levemente en un gesto cariñoso. El niño se ríe pero a ella le parece una risa forzada. Él ha dejado caer el brazo sobre el hombro del niño. La dependienta sale del mostrador y les lleva una bandeja de pasteles. Les dice algo que ella no puede oír. Le extraña que se dirija al niño que permanece agarrado por el brazo del hombre. “También sospecha”, piensa Elisa.
El dolor de cabeza vuelve a ser fuerte. Miles de alfileres se le clavan en el cerebro y caen atravesándolo. Cierra los ojos y con una mano presiona la mesa. Deja que caigan los alfileres, uno a uno, nombrando el dolor, deseando que llegué el último para poder moverse. En esos momentos el tiempo se detiene. El último alfiler le alcanza los ojos y cuando los abre no ve más que una oscuridad distinta y blanca. Pasa un tiempo hasta que puede distinguir las figuras. Ve la sombra de la dependienta que está detrás del mostrador. “Haz algo”, desea. “No son padre e hijo, no pueden serlo”, piensa las palabras como si se las estuviera diciendo a la dependienta y ella pudiera escucharlas. Espera que la dependienta diga algo pero esto no puede pasar y Elisa lo sabe. Entonces tiene un pensamiento que le causa vergüenza, un pensamiento rápido que imagina en diálogo con la dependienta: “Señora, es una buena acción. Se lo ha encontrado desvalido y lo ha invitado, eso es todo”. Las mejillas le arden. “Es eso, sí, seguro que es eso… perdona. Sí, una buena acción”. Se tranquiliza, las sombras se disuelven y sólo le queda un dolor en la frente que hace que las cosas sucedan con lentitud.
El hombre y el niño se levantan, el hombre es más grande de lo que imaginó en un principio. Se despiden de la dependienta y van hacia la puerta. En ese momento el niño se gira y la mira directamente. Tiene los ojos brillantes, los labios manchados de chocolate. Ella también lo mira, examina su pequeña cara y cree entender su mirada: “Sálvame”. El hombre le toca suavemente el brazo y le dice: “Vamos”. En la mente de Elisa se agolpan imágenes del niño gritando sin voz, atado, sin posibilidad de escapar. Son imágenes nítidas y precisas que la paralizan. Los dos salen y se pierden en la calle. Elisa permanece inmóvil. Dirige la vista al lugar que ocupaban y ve que las zapatillas siguen allí, debajo de la mesa.
Se lleva la mano a la frente, tartamudea sin decir nada. La dependienta se le acerca.
–¿Quería algo? –pregunta
–Va descalzo –responde Elisa muy despacio –. El niño va descalzo.
–No entiendo.
–El niño que estaba ahí –señala la mesa –va descalzo ¿Cómo es posible? ¿Cómo es posible? ¿No las ve, allí, las zapatillas? –y vuelve a señalar la mesa.
–No sé, pero…–dice la dependienta alejándose –. No entiendo…
Se intenta levantar apoyándose en la mesa. Le falla la mano y desplaza la revista que cae al suelo abierta por la página en la que sobre el cielo azul está escrito
¿Aquí?