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antes publicado en El liróforo

cucaracha

Sigilosa asomó una antena. Observó un panorama alentador, una bestia enajenada tendida en un sofá. Cínicamente dejó su guarida. Torció en vertical por la tabla del librero y atravesó, una vez en el piso, a toda velocidad a la cocina.

Su osadía me dejó anonadado, pues le ví relajadamente bajar de mi librero. Todo el tiempo fui observado y atentado en la higiene, mientras me ocupaba en vanalidades. Sin perder de vista el camino tomado, recorrí la pared con cautela hasta llegar a la cocina. La tomé infraganti, mientras se regocijaba en los restos de una torta en la estufa ¿cómo diablos llegó hasta ahí tan rápidamente?

Tomé una lata vacía de cerveza del suelo y, en un momento de dignidad y orgullo, dirigí mi puntería hasta donde se encontraba la invasora. No era de permitirse que se burlara. Sin pensarlo, lancé el misil “Superior”. Rompí un vaso de cristal que a su vez se estrelló con el resto de trastes del lavabo, generando un ruido estruendoso.

El atentado fue un rotundo fracaso que cubrió la retirada del animalejo. Cuando levanté el desastre, simplemente se había esfumado.

Las noches siguientes fueron de vela. Revisé cada uno de los rincones del librero y muebles adyacentes a la sala, sin tener ningún éxito. ¡No era posible que pudiera desaparecer en un lugar tan pequeño!

Cuando las cosas volvieron a lo normal, sin insectos, relajé mis costumbres y volví al ocio. No sé si los infomerciales baratos convirtieron mi primer miedo en una obsesión, que me acompañaba en pesadillas de un hombre convirtiéndose en un repugnante insecto.

Una semana después, entre ensueños, me encontró en el mismo sofá de la primera noche. Esta vez veía fijamente hacia mí, retadora. Subió por el retrato familiar del librero y se posó directamente en la sonrisa desencajada de mamá ¿Era acaso alguna especie de desafío?

No perdí tiempo, mientras resbalaba a toda prisa en vertical al piso, me quité un zapato, aventándolo en su contra. Mi maldita puntería, ingrata testigo de mi infancia aburrida de videojuegos, hizo que derribara los libros y portaretratos, desaprovechándole la pista.

Cansado de querer ser un cazador frustrado, la busqué furiosamente, encontrándola arrinconada en una pata de la mesa. Tomé el zapato que aún calzaba y fui tras ellas. Me pareció tomarla por sorpresa, cuando desde arriba, lancé un satisfactorio golpe para aplastarla. Al levantar mi improvisada arma, no encontré nada ¿Cómo podía escabullirse?

Utilicé lo que de coordinación motriz, dignamente, me quedaba para ubicar al enemigo. Girando torpemente sobre mi eje, en una actitud tribilinesca, sujeté la pared y logré verla escondida en una rendija debajo de la estufa.

Al presentir mis movimientos huyó despavorida a través de cuanto obstáculo encontró. Traté de detener su huida con escandalosos golpes errados, mientras la vi escabullirse debajo del refrigerador.

Como no era algo para sentirse orgulloso, utilicé todas mis fuerzas para vengarme. Traté en vano de mover el enorme aparato, pero todo fue inútil. Cambié de estrategia. Tomé el resto de las botanas de la fiesta y las puse en medio de la cocina. Apagué la luz y replegado en la pared con un matamoscas, esperé paciente.

Cuando se acercó, su actitud era aún de desconfianza. Medía el terreno acercándose un poco y alejándose otro tanto. Su método le daba ventaja para calcular una huída. Cuando estuvo al alcance del matamoscas, hubo algo que me detuvo ¡Un segundo bicho asomaba de debajo de la licuadora! ¿Cómo demonios había llegado hasta ahí? Con el cinismo de la primera, recorrió el trecho que le separaba del festín. Verles actuar de forma tan descarada me llenó de furia. Eran astutas y capaces de reconocer peligros en el ambiente. Avancé lentamente hacia ellas. Justo a un paso les vi huir a toda prisa sin dar tiempo a nada.

Me pareció estúpido alimentar al enemigo, recogí la trampa fallida, tomé una escoba como arma y la agité debajo del refrigerador con la intención de aplastarlas. Una de las cucarachas salió disparada, la fulminé con la escoba dando de golpes como loco, una, dos, tres, cuatro. Era un asesino bañado en el éxtasis de exterminar la amenaza. Cuando apenas quedaba una cáscara volví en mí y pude dejarle en paz.

Al siguiente día, una llamada a la puerta me despertó. Era la dueña del edificio que llevaba una lata de insecticida, algunos empleados, vestidos completamente de blanco, la seguían.

─Los vecinos llamaron; con la pena pero tengo que pedirle que desaloje su espacio por unos días, en los departamentos hay una plaga de cucarachas, fumigaron las bodegas de a lado y es necesario una fumigación completa. También me pidieron que hablara con usted de que están hartos de sus sonidos extraños que hace por la noche.

─Todos tenemos manías- le dije

─A los vecinos no les importa contestó─ en un par de días todo volverá a estar como antes.

Vi con horror la escena de esa mujer vengando las afrentas hechas contra sus inquilinos. Los hombres entraron con mascarillas y tras verme salir, rociaron por completo con sus bombas de veneno sobre mi casa. Me sentí desdichado. Era un insecticidio.

Cuando me permitieron volver a casa, descubrí decenas de diminutas cascarillas adornando patas pa´arriba la cocina y la sala. Algunas aún se retorcían en su agonía y un extraño olor inundaba el ambiente. No volvería a atormentarme con sueños de hombres-insecto ni antenas parsioniosas. Para eso eran suficientes con los infomerciales.

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