La máscara de Baltasar
En los Almacenes Maravillas necesitaban un rey mago. No pierdo nada por intentarlo, me dije. Cubrí el impreso de solicitud y con las mentiras precisas lo dejé en las oficinas de la última planta. Mentí en ocupaciones anteriores y en aficiones, nada grave. A los dos días me llamaron. Allí estábamos tres. Ya sabéis lo que hay, nos dijo el encargado. Tú, me dijo a mí, serás Baltasar. No se me ocurrió preguntar por qué yo. El encargado inició su lista de recomendaciones: ante todo mucha amabilidad, unos caramelos y tal, pero nada de entreteneros con los chavales que a los padres no les gusta esperar en la cola. Lo importante es la foto. Quiero sonrisas en la foto, quiero que los padres compren la cara de sus pequeños diablillos con vuestra jeta sonriente. ¿Entendido? El encargado era un tipo metódico y no me cayó mal. Bueno, no tiene que ser tan difícil, pensé.
Nos citó al día siguiente a las cuatro y media de la tarde. Llegamos puntuales y él no. En el tiempo que estuvimos esperando pude observar a mis dos compañeros, Gaspar y Melchor. El figurante que haría de Gaspar se llamaba justamente Gaspar y era la segunda vez que lo cogían. Melchor sin embargo dijo llamarse Mario. Son tipos normales, me dije. Ni jóvenes ni viejos, ni alegres ni tristes, ni especialmente amables ni huraños. Charlamos un rato acerca del trabajo y en esto escuchamos atentos las explicaciones de Gaspar. Su experiencia lejos de animarme me entristeció, no así a Melchor que celebró algunas anécdotas y no dejó de admirarse de la coincidencia de que Gaspar se llamase Gaspar.
Cuando llegó el encargado nos preguntó incómodo que a qué esperábamos para disfrazarnos. Tomé conciencia entonces de mi situación. A mí nunca me gustó disfrazarme, las pocas veces que lo había hecho viví el disfraz como un cuerpo inesperado que me asfixiaba. Una vez que me había puesto una careta de cartón, al verme en un espejo a través de los círculos de los ojos, me enfrenté a un sonámbulo que no era yo. Tendría que haber dimitido de rey mago allí mismo, pero ya era tarde. En el sótano de los Almacenes Maravillas nos esperaban los útiles del disfraz: las barbas postizas, las túnicas y capas, las babuchas, los turbantes y coronas, los adornos. A mí el betún.
Al empezar a maquillarme sentí algo extraño, era como si se endureciese mi cuerpo. Todo mi cuerpo. Para mi sorpresa no me disgustó la sensación. Parecía estar en la piel de un animal disecado. Me puse unas medias blancas y unos pantalones bombachos de un color indefinido, quizá gris, unas babuchas con unas hebillas enormes y una túnica verde botella. Completé el disfraz con el turbante, la capa y unos guantes amarillos. No me miré pero pude verme al contemplar a los otros dos. Nos reímos. Pensé que eramos semejantes a tres muertos escondidos; aún así me alegré de ser Baltasar y cuando el encargado nos vio le guiñé un ojo en señal de agradecimiento. Él ni se dio cuenta.
Comenzamos nuestro primer día a las seis de la tarde en la primera planta. Nuestros tronos se situaban sobre una tarima forrada con una moqueta roja y protegidos por unas cintas también rojas. Ese día no hubo muchas visitas. Los niños nos entregaban sus cartas y se sentaban en nuestras rodillas para la foto. Les dábamos unos caramelos y les sonreíamos. Yo observaba a Gaspar y poco a poco pude alejar mi tristeza. El preferido era Melchor. Y no lo hacía mal. Parecía hablar más que ninguno con los niños y aunque algunos se asustaban, pronto los ganaba con las manos, los ojos, la barba blanca. De vez en cuando el encargado se acercaba para mirarnos y ver que todo iba bien. Todo iba bien. Al terminar, aunque no nos felicitó, pude comprobar que tenía una mueca de satisfacción en su cara.
Por la noche bebí en exceso. No conseguí quitarme del todo el betún ni un cierto olor a cerrado de la túnica que sólo ahora percibía. Tomé mucho vino pero está vez no lo hacía para olvidar ni para celebrar. No sé porque lo hacía. Tal vez por el betún. Al llegar a mi habitación mil rostros de niños daban vueltas alrededor de la lámpara del techo. Estás más jodido de lo que pensabas, me dije. Me dormí deseando que aquel carrusel dejase de revolotear sobre mí. Pero al levantarme fue peor. El carrusel lo tenía dentro de la cabeza. Me puse un café muy cargado y me tomé una copa de coñac. El carrusel empezó a pararse. Tenía que estar a las once y media en los Almacenes. Al recordarlo sentí un pinchazo profundo en las sienes. Me temblaban las manos y tenía un vacío próximo al vómito en las tripas. Llegué tarde. El encargado me miró mal. Gaspar me miró mal. Melchor no me miró. Yo me encogí de hombros y volví a darme el betún.
La mañana era aburrida. ¿A quién se le ocurre visitar a los reyes magos por la mañana? Llevaba cinco niños, cinco sesiones de carta, caramelos y foto. Después de unas horas había conseguido controlar la resaca y el temblor de las manos. La mañana llegaba a su final y yo necesitaba al menos unas cervezas. Me estaba moviendo en el trono cuando vi acercarse a un niño y una niña. Son hermanos, pensé. La niña fue a Melchor y el niño vino a mí. Le pregunté cuántos años tenía y cómo se llamaba. Siete, me dijo. Soy Antonio, pero puede llamarme Toni. Era el niño más resuelto con el que había hablado. Bien Toni, ¿has escrito tu carta? Sí, contestó, y la sacó del bolsillo. En la carta están los juguetes pero yo quiero que me traiga una cosa en secreto. Esto último lo dijo bajando la voz. Ah sí, y ¿qué cosa?; yo estaba verdaderamente interesado. Quiero una máscara de caníbal, dijo mirándome a los ojos. Una máscara de caníbal con los dientes de acero, precisó sin apartar la mirada. Melchor había terminado con su hermanita y vi como la niña se acercaba a su madre y vi como la madre esperaba al niño. Era una mujer atractiva, vestía bien, tenía el pelo largo, las piernas largas y un escote prometedor. Algo le pasó a mi segunda piel porque desde ese momento no pude quitar la vista de la madre del niño. Veremos que se puede hacer, Toni, dije sonriendo de veras por primera vez en la mañana. El año pasado se la pedí a Gaspar y no me la trajo, se quejó. Pero este año… he dibujado la máscara que yo quiero. Y metiendo su manita de nuevo en el bolsillo me acercó una hoja de bloc cuadriculada. Le pregunté: y esto que quieres ¿lo saben tus padres? Mi padre no está y mi madre no lo sabe, fue su respuesta. Al irse, Toni volvió la cara y yo le dije adiós con la mano mientras me perdía en las caderas y en la cuidada melena de su madre. Esa misma noche, después de la taberna, soñé que la comía.
Fue difícil hacerme con una máscara que se pareciese a la del dibujo. El problema eran los dientes. Fueron Melchor y Gaspar los que lo solucionaron. Cuando se lo conté me miraron asombrados. Gaspar no recordaba al niño de la máscara. Observé que algo había cambiado en su valoración sobre mí. Un borracho vencido por la ternura de encontrar un regalo imposible o algo así. Un verdadero rey mago. Les pareció una buena idea y la tarde del tres de Enero me trajeron la máscara con sus dientes de acero. Una máscara en forma de avellana con dos grandes huecos en los ojos e hilos de esparto alrededor de la frente. La habían pintado en tres colores: rojo, blanco y negro; y habían puesto dos piezas de metal en el labio superior.
En la hoja de bloc Toni había apuntado su dirección y teléfono. Podía haber llamado esa misma noche pero de repente sentí pánico. Tal vez porque estuviese sobrio. A la mañana siguiente me venció el deseo. Había soñado que estaba encerrado en un laberinto de oficinas. Estaba desnudo y mojado, las oficinas se estaban inundando, todo flotaba a mi alrededor y yo me ahogaba. Al despertarme me miré en un espejo y tenía los ojos negros, la nariz negra, las orejas negras. Entonces la llamé. No me salían las palabras y ella estuvo a punto de colgar dos veces, pero al decirle que era Baltasar, el rey negro de los Almacenes Maravillas, ella pareció comprender. Le dije lo de Toni y la máscara y ella siguió entendiendo. Quedamos en que me pasaría por su casa por la tarde después de mi función en los Almacenes. Envolví malamente la máscara con el primer papel que encontré y me la llevé. La tuve todo el tiempo cerca de mí, en mi trono. Me encontraba casi feliz, despejado, lúcido. Era el rey mago Baltasar cuidando la ilusión de los niños y un regalo secreto.
La casa quedaba en las afueras, una casa de dos plantas rodeada por un pequeño jardín. Llamé y me abrió. Me dijo que los niños estaban durmiendo, me invitó a pasar y me ofreció un café. Le dije que sí. Yo estaba nervioso, ella se movía con total naturalidad y me hacía bailar viendo los volantes de su falda gris. Me preguntó que cómo era la vida de un rey mago y a qué me dedicaba cuando no ejercía. Le dije la verdad pero sospeché que no me creía. Abrió el paquete con la máscara y me dijo que le daba miedo. Yo le dije que a mí también me daba miedo. Volvió a envolver la máscara y, esta vez sí, se parecía a un regalo. Me iba a despedir cuando la miré a los ojos.
Todo fue muy rápido. Lo vi en sus ojos salvajes, en su cuello. Lo vi en su falda de volantes. Lo vi todo mientras se acercaba a mí y me besaba y me acariciaba. Decía palabras que no he conseguido olvidar. Me abrazaba con sus piernas y yo me encerré en su pelo y apreté en sus caderas. Nos ardía la piel. Unas gotitas negras resbalaron de mi nuca a su pecho. Pensé que el betún era mi vigor. Gruñíamos. Realmente me desmayé en su sexo. Entonces vi también a los niños. Allí parados, cogidos de la mano. La niña llevaba una máscara puesta, una máscara con dos dientes metálicos. A Toni le brillaban los ojos y a la máscara le brillaban los dientes. Toni tenía el paquete sin abrir en la otra mano. Es una verdadera máscara de caníbal, gritó el niño alzando el regalo mientras yo me levantaba. Me fui sin decir nada dejando atrás el cuerpo de aquella mujer y a sus hijos caníbales.