House Of The Rising Sun
There is a house in New Orleans
They call the Rising Sun
And it’s been the ruin of many a poor boy
And God I know I’m one
Folk Blues anónimo
La infancia es una vida que nos inventamos mientras marchamos de espaldas al sol. Y porque recorro la senda que otros caminaron, mi infancia también es un simulacro que a veces se escucha como la risa y otras veces retumba con los berridos de la angustia. Mamá llorando en los brazos de mi padre, la lámpara de Pinocho que me acechaba en las noches cuando una mano se asomaba por entre la puerta entreabierta para dejar mi habitación a oscuras. La ballena de peluche que me doblaba en tamaño, el nacimiento de mi hermano y mi primera colección de vinilos del libro de la selva. Las esperas en el patio del colegio, cuando los buses partían y las gotas de lluvia descendían por las mejillas de un pequeño que se creía abandonado. Simulacros cubiertos por un velo blanco cada vez más turbio. Como una fotografía descolorida y sobrexpuesta.
Mi primera salida del país y aquella urbe desplegándose por la ventana del avión. Las voces del personal anunciando en una lengua extraña la llegada a un lugar desconocido. Los espacios amplios de un aeropuerto alfombrado y letreros de colores señalizando docenas de bandas eléctricas que cargaban con mi cuerpo sin ningún esfuerzo. El tamaño de la gente y el peso de sus manos acariciando mi cabeza mientras le hablaban a mis padres en una jerga impenetrable. La incomprensión en el rostro de mi madre y el esfuerzo de mi padre por responder algo coherente. Las miradas de complicidad cruzadas con mi hermano.
El taxi amplio que nos llevó a través de un monstruo de avenidas anchas y sin imperfecciones. Edificios de alturas inalcanzables a la vista aún con el rostro aplastado contra la ventana. El sermón de mi madre por intentar abrir alguna. Las trenzas enmarañadas del taxista colgando por encima de la silla, su barba espesa y el gorro de colores. Los semáforos colgantes y las filas de personas junto a los andenes a la espera de un muñeco que se encendía de blanco autorizando a todos a pasar la calle. La apología que hacía mi padre de aquel orden.
Grupos de gente vagando por la calle con el cabello de colores y dibujos en los brazos. Vitrinas traslúcidas extendiéndose por cuadras enteras y docenas de personas cargando bolsas como si fueran equipaje. El aroma del cigarrillo empujado por el viento a través de la ventana del taxista. Y de pronto esa música extraña fluyendo de la radio. Las cuerdas de una guitarra aporreadas por unas manos toscas y el lamento de una voz curtida al sol y al agua.
El lobby amplio del hotel. Los techos altos y la alfombra roja. Gente de todas las razas entrando y saliendo. Mi hermano y yo jugando con las puertas que se abrían ante la presencia de nuestros cuerpos. Esa incomprensión tan parecida al asco en los rostros de los extraños.
Las siete de la noche y el sol del verano brillando todavía descubierto frente al cielo azul. Mi mamá acariciando mis brazos con una crema para protegerme del sol. Mi padre diciendo que en esa época del año el día dura más. Unos chicos de nuestra edad pateando un balón ovalado en el jardín del hotel. Mi hermano mirando el balón extraño desplazarse por el aire. Una ventana reflejando mi imagen y los rayos del sol descubriéndose por detrás de mi cabeza como brazos de fuego que envolvían de blanco opaco mi silueta a contraluz. Cerré los ojos y respiré el mismo aire caliente que cocía mi piel. La primera vez que sudé, embestido por un lugar donde el sol parece que siempre está saliendo cuando en realidad está por desaparecer.
Un espacio blanco en mi memoria y luego mis padres levantándonos por turnos de las manos. Aproximándonos a las puertas que se abrieron ante nuestros pasos para después cerrarse cuando habíamos ingresado. Caminando junto a ellos por entre las mesas del lugar. Las mujeres sonriendo hacia nosotros paradas detrás del mostrador. El aire acondicionado expulsando una brisa fría contra mi rostro enrojecido. Los afiches de matices encendidos y colores vivos. Me liberé de las manos de mis padres y me alejé de ellos por primera vez. Corrí hacia el mostrador, iluminado por las luces que brillaban detrás de las fotografías que enseñaban el menú. Cerré los ojos y aspiré todo el aire que pude en una sola inhalación.
Muchos años después, el catorce de julio del año noventa y cinco, Mc.Donalds abriría su primer local en Bogotá. Como cientos de personas más, me encaminé directo hasta el lugar. Pero no era saciar el hambre lo que buscaba. Recorrí una fila interminable de personas que serpenteaba hasta las puertas del local. A unos metros de las puertas se podía ver un ventanal por donde el sol de la tarde desplegaba su luz sobre Bogotá.
Atravesé grupos de personas amontonadas en pequeñas aglomeraciones y volví a atravesar las mismas mesas rojas que llenaban el lugar dejando pocos espacios por donde caminar. Marchando por la misma senda hacia las mismas mujeres sonriéndome detrás del mostrador. Como si reconocieran en mis rasgos al pequeño que alguna vez entrara colgado de las manos de sus padres y después de liberarse se encaminara hacia ellas como un renacido buscando ser acogido en una nueva comunidad. Los mismos colores vivos, los mismos afiches enmarcados y cubiertos por vidrios devolviéndome la imagen de un niño ensombrecido por una estrella con brazos de fuego brillando detrás de su silueta a contraluz.
Parado frente al mostrador, encandelillado por la luz de los acrílicos impresos con las fotografía del menú, cerré los ojos e inhalé todo el aire que pude con lo que pareció mi última respiración. Ahí estaba. El mismo perfume con los idénticos aromas a juguete. Como aguardando por mí todos estos años sólo para recordarme que la infancia no siempre es una vida que nos inventamos. Con los ojos todavía cerrados, la melodía de aquel taxi detonó en mi cabeza. Reventando la metralla de ese petardo que a veces llamo corazón:
Oh mother tell your children
Not to do what I have done
Spend your lives in sin and misery
In the House of the Rising Sun
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