Un tiro, y después otro
Es el primer camello que tengo que hacer este mes. Me tiemblan las manos y el corazón me palpita. Siento los latidos en mis sienes y en mi pecho. Nunca me acostumbraré a esta chamba de mierda. Llevo sentado casi dos horas, a quinientos metros de su casa, viendo la gente pasar de aquí para allá, llevando consigo el peso de sus vidas normales, felices unos e infelices otros. Alguno me mira distraído, seguramente le ha llamado la atención mi aspecto, con mi gorra roja de los Chicago Bulls metida hasta la cejas -siempre me gustó Jordan-, y mis Rayban negras de pasta, que me dan un aspecto bastante inquietante, lo reconozco, pero no me importa.
En la tranquilidad de la espera y mientras leo “La caza del asesino”, se me va la bezaca hacia el recuerdo de cómo fue la primera vez. Uff, fue dura, lo tengo que decir. Bajarse a una persona, cuando sólo tienes trece años, es duro. El parche, como una manada de lobos, te pone a prueba y la prueba fue de sangre. Siempre es de sangre. Me dieron un chuzo de dos filos, de veinte centímetros y con una empuñadura de nácar. Todavía la conservo. El objetivo era un anacleto que se había ido de la lengua y había que darle una lección. Pero los nervios, la tensión del momento y la adrenalina abriéndose paso por la sangre, hizo el resto. Ensalsararle el culo, sólo eso, pero el cabrito se reviró como un stafford y la otra cuchillada le fue directamente al cuello. Lo miré mientras intentaba atajar con sus manos el chorro de sangre que le salía por entre los dedos. Pero fue en vano, porque al poco se desvaneció, desangrado como un cerdo a manos de un matarife.
A partir de ahí, me gané el respeto de la pandilla, el puto respeto. “Un bautizo iniciático de sangre, común entre las bandas juveniles”, leí pasados algunos años. Porque aprendí a leer. Me daba mucha chispa no enterarme de lo que decían los periódicos. Después me hice un lector incorregible.
Desde que nací, mi vida había sido como el rosario de la aurora. El hijoputa de mi cucho era un borracho empedernido que murió hace ya dos años, y mi cucha, mi pobre cucha, aguantó todo lo que pudo y más, pero acabó cayendo escaleras abajo, huyendo de la enésima paliza del cabrón de mi cucho. Terminó postrada en una cama, comida, literalmente, por una tropa de llagas purulentas que le dejaron el cuerpo en carne viva y con una infección de mil pares de cojones, que la envió, con más pena que gloria, hacia el otro barrio. ¡Pobre vieja!
Pero todo eso forma parte del pasado. Ahora trabajo por mi cuenta. ¡Qué lejos quedan aquellos años, qué lejos…! Ya casi es la hora. He reconocido la matrícula del mercedes azul. Me levanto y voy camino del número treinta y ocho de esta misma calle.
Al llegar toco el timbre. Me recibe un impresionante dogo argentino de color negro, con cara de muy pocos amigos, que no deja de ladrar, moviendo el rabo de un lado para otro. Vuelvo a insistir con el dichoso timbre. Mientras espero, quito el seguro del fierro, sacándolo de la parte de atrás del cinto. Saco el silenciador y, con mucho disimulo, lo enrosco en mi parabellum. Son las mejores para el quemarropa y para el cuerpo a cuerpo. Al poco, lo veo aparecer. Confirmo el objetivo. Soy un buen fisonomista. Y me pagan para que lo sea, no me gusta cometer errores. Se acerca y, sin pensarlo, me abre la cancela de acero blanco, agarrando por el collar al dogo. Me mira y, sin mediar palabra, le pego un tiro certero al perro, justo en la cabeza, dejándolo fuera de juego. En el milisegundo siguiente, nuestros ojos se encuentran en el camino. Él ya lo sabe. Sabe que va a cargar la lápida al barrio de los acostados. Un tiro, dos, entre ceja y ceja. No tuvo tiempo de reaccionar, cayó de bruces junto a su can. Cerré la cancela y caminé calle abajo, dejando atrás aquella estremecedora escena.
Tengo que dejar este chicharrón. Pero es que no sé hacer otra cosa que dar gatillo y hacer cruces. Soy un sicario, un matón a sueldo.
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