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Sonrisa de Naranja Amarga

antes publicado en El sueño de las palabras

2º Premio Certamen Mujeres Creadoras del Ayuntamiento de Baena. Año 2007.

Miró por la ventana, los desnudos árboles decían adiós a un otoño cada vez mas vencido por las garras del invierno. Esperaba como cada día la visita de Eugenia, aún faltaba media hora pero le gustaba verla llegar desde la ventana. Siempre afanada, corriendo, despeinada, tan desastrada.

Eugenia tenía unos brazos cortos pero fuertes, capaces de moverlo de la silla a la cama sin necesidad de ayuda. Claro que el cuerpo de Genaro era ligero como almohada de plumas, los largos años de enfermedad le habían dejado postrado en la cama y se habían llevado mas de veinte kilos de su enclenque cuerpo. Al principio depender de alguien para sus quehaceres más básicos le enervaba, la vergüenza le embargaba cada vez que lo llevaban al baño o le limpiaban sus excrementos.

Todo cambió cuando le asignaron a Eugenia, aquella mujer de cara colorada, bruta como ella sola y buena como el pan de pueblo. Desde el primer día hacía su trabajo con tanta dedicación como indiferencia, parecía no sentir nada, ni asco, ni pena. Realizaba sus tareas de una forme tan aséptica y metódica, que Genaro dejó de sentirse un pobre inválido para pasar a ser el objetivo profesional de Eugenia.

Las sonrisas abiertas de la mujer se alternaban con momentos de melancolía que Genaro no alcanzaba a explicarse, hasta que un mañana, precisamente un lunes,  Eugenia llegó con un ojo morado, malamente disimulado por un parche de maquillaje barato. El anciano no preguntó y ella solo dijo, la maldita puerta del armario. Aquel día apenas cruzaron palabras, pero el hombre pudo observar que sus movimientos eran más lentos, como si le pesara el alma.

Desde aquel momento la miró con otros ojos, se detuvo en cada una de sus cicatrices, tenía varias en el rostro, aquel rostro rojizo que parecía dibujado a compás tal era su redondez, esos ojos inmensos, negros como una noche sin estrellas, nariz chata y boca pequeña, encogida, surcada de finas arrugas. ¿Cuántos años tendría?, más de una vez estuvo tentado de preguntárselo, pero temía la respuesta. Treinta y cinco. Lo dijo un día, mientras fregaba el suelo de la cocina, treinta y cinco años y cinco hijos. No esta mal, dijo con sonrisa de naranja amarga.

– Se acerca el invierno- dijo Genaro iniciando una conversación que se hacia de rogar, era lunes y Eugenia volvía a tener moratones.
– Maldito sea el invierno- masculló la mujer con odio lejano.
– ¿No te gusta?
– Nada, hace frío, llueve, el tráfico se complica. Las lavadoras no se secan, los niños enferman, ¿quiere que siga?
– No, no por favor- exclamó Genaro con una amplia sonrisa, había logrado sacar a Eugenia de su ensimismamiento- pero el invierno también tiene cosas buenas, las navidades, el año nuevo. Un año nuevo es siempre una caja de sorpresas, dispuesta a ser abierta.
– Mis años son todos iguales, al menos desde que me casé y me puse a parir como  una coneja- había amargura en su voz, aunque lo dijo entre sonoras carcajadas.
– Sabes un día te contare una historia muy graciosa que oí en uno de los pueblos en los que estuve como maestro. Va de hijos también.
– Cuéntemela hoy Don Genaro, que me vendrá bien reírme un poco, sus historias me entretienen tanto.

El anciano inició el relato:

“Hace muchos años en el pueblo en cuestión vivía un matrimonio que no podía tener hijos. Todos los inviernos desde que se casaron, en la noche de Nochevieja el marido, arriero de profesión y la mujer, que ejercía de matrona, ironías del destino, pedían a Dios con gran fervor que la primavera les trajera el anuncio de un hijo. Pero los años pasaban y el cuerpo de la matrona permanecía seco y enjuto como vara de olivo”.

Genaro tomó un poco de agua, Eugenia le miraba atentamente, esperando el relato, mientras limaba sus uñas, después cortaría las de los pies. No es que disfrutara con su trabajo, al principio lo odiaba, pero desde que conoció a don Genaro la tarea le era más grata. Tan amable y considerado, se notaba que era un hombre con cultura, no como su marido, aquel ser sin alma, borracho empedernido,  que le hacía la vida imposible.

“Los vecinos comentaban que Serafina, así se llamaba la mujer, estaba seca, pero ella veía a sus tres hermanas todas casadas y con niños sanos y hermosos, la que menos tenía tres, y se preguntaba si realmente sería ella la culpable. Sus pocos conocimientos de medicina, adquiridos de su madre, matrona también y de algunos libros que había podido conseguir, le indicaban que no siempre la mujer era la responsable, que en muchas ocasiones era el hombre. Así se lo hizo saber a su marido, pero Paco montó en cólera y estuvo más de una semana sin hablarle. Cómo osaba dudar de su hombría. Serafina, herida en su orgullo, tramó un plan para dar un escarmiento a su marido y de paso cumplir su ansiado deseo de ser madre”

– Don Genaro me tengo que ir, mire que hora es ya, llegarán los niños del colegio y anoche no preparé la comida, pero quiero que mañana siga con su historia, estoy en ascuas.

– Anda vete ya, mañana seguiremos- dijo el anciano riendo- y no me llames don Genaro, te lo he dicho mil veces.

Genaro no sabía que hacer, Eugenia era una mujer maltratada, eso no le cabía duda,  muchos eran los signos que lo evidenciaban. Quizás debería hablar con la trabajadora social que se la había recomendado, pero ¿serviría de algo?. Ella lo negaría, igual que se lo negaba a él con su silencio. ¿Y si se enfadaba y la perdía? El ya no podría vivir sin Eugenia, no podría soportar tener que enseñar su viejo culo a otra jovencita con mascarilla o dejar sus pellejos al aire delante de la mirada compadecida de alguna beata revenida. Así que callaba, aunque cada lunes se le rompiera el alma al ver los oscuros cardenales en sus brazos, en sus piernas o en su cara. Apretaba los puños y callaba. Después trataba de arrancarle una sonrisa contándole alguna de  las historias que había atesorado durante sus años de maestro de pueblo.

Llegó el martes, tras una noche lluviosa que había dejado plagada de charcos toda la ciudad, pero Eugenia no se quejó. Volvía a estar seria, envuelta en un halo de tristeza, dejó el impermeable en la percha y se dirigió a la cocina sin apenas decir palabra. Genaro, preocupado, la siguió manejando con agilidad la silla de ruedas. La observó mientras dejaba la compra sobre el mármol de la encimera. Si la miras bien, pensó, no es fea. Cuando sonríe una luz ilumina su cara y llena de vida sus ojos de carbón. Seguramente alguna vez fue bella, antes de que los kilos de más se llevaran la curva de la cintura y rellenaran el óvalo de su cara. Antes de que el arado de la tristeza trazara surcos indelebles en  su rostro.

“Con el invierno llegó la Pascua y el Año Nuevo, como los anteriores el matrimonio se preparó para pedir la dicha de un hijo, pero Serafina, que ya tenía bien atados los cabos de su plan. Le dijo a su marido que durante muchos años el Señor no había atendido sus súplicas y que en esta ocasión se lo pedirían al Diablo. Paco intentó resistirse, era hombre temeroso de Dios, pero sucumbió ante las lágrimas de su mujer y acabó aceptando.

Esta vez la primavera si les trajo el anuncio de una vida nueva, el plano vientre de la matrona fue perdiendo su recta línea, sus caderas ensanchando y el pecho rebosaba por el escote. No cabía lugar a dudas, estaba embarazada. A finales de septiembre, nació un hermoso niño con el cabello color zanahoria. Pero ni el extraño color del pelo enturbió la alegría del arriero, que por aquel entonces ni siquiera recordaba  la pasada Nochevieja en  que hizo su petición al Diablo.”

La historia logró captar la atención de Eugenia y borrar por un momento su expresión de tristeza, Genaro se sintió feliz, pero ¿por qué tenía tantos remordimientos, de donde habían salido aquellos gusanos de culpa que lo devoraban por dentro?. El no podía hacer nada más. ¿No podía?

– Para entender lo que viene, tienes que ponerte en situación Eugenia, estamos hablando de hace mas de setenta años, la gente era muy inculta y muy crédula. Las apariciones de los difuntos, demonios o santos estaban a la orden del día y todos daban por hecho que eran ciertas.
– No creo que haya cambiado tanto la cosa, rió Eugenia, mucha gente sigue siendo así y si no que se lo pregunten a los adivinos de la tele, que se están forrando.
– Sí, tienes razón tampoco hemos evolucionado mucho los españoles, dijo riendo el anciano.

“Un día Paco había salido de madrugada, le esperaba un largo camino, así que preparó sus mulas, cargó la mercancía y se dirigió hacia la ciudad. Al pasar por el puente no pudo evitar encontrarse con la extraña figura que le esperaba al final. Estaba amaneciendo pero las sombras todavía dominaban el estrecho paso. A pesar de ello pudo distinguir que llevaba una capa roja que ocultaba su cuerpo, una despeinada pelambrera rojiza cubría su cabeza.

– Paco tenemos una deuda pendiente- la voz sonó ronca y distorsionada.
– Una deuda?, tartamudeo el arriero
– Si, yo te di un hijo y tu a mi no me has dado nada.
– ¿Quién eres?
– Tu lo sabes bien, no quieras engañarte
– ¿El demonio?- la cara de Paco estaba ahora blanca como la cal.
– Tu lo has dicho, jajajajaj, ves como lo sabías. Te dí un niño sano y hermoso. Y tu ¿qué me has dado a cambio?
– ¿Qué quieres mi… mi alma?
– Tu alma la tendré de todas formas, quiero algo más. Quiero a tu mujer.”

Eugenia miraba atentamente al anciano, le había tomado un gran cariño, aunque se cuidaba mucho de demostrárselo, sabía que aquel viejo cascarrabias odiaba las carantoñas y cualquier gesto que pudiera parecer de lástima. A veces sentía ganas de abrazarlo, de estrujar sus tristes huesos y llorar sobre su hombro, hasta anegar su camisa en un mar de lágrimas contenidas. Pero ni lo rozaba, ni un gesto de cariño, ni un beso de adiós cuando se marchaba, solo una mirada cómplice y un hasta mañana manido.

“El pobre Paco estaba tan asustado que accedió a todas las pretensiones del extraño personaje, no le importó sacrificar a su mujer, a fin de cuentas era ella la que había tenido la idea de invocarlo. Así fue como se convirtió en un cornudo consentido. Todos los viernes por la noche, el pretendido demonio entraba en su casa y yacía con su mujer. Mientras el arriero se comía las uñas en la cocina, meciendo con furia la cuna de su hermoso vástago. Los inviernos se sucedieron y las primaveras volvían a traer señales de embarazo. La matrona extrañamente feliz, engordaba y paría hermosos niños, todos pelirrojos, que correteaban alegres por la casa. El pobre Paco se iba encogiendo, llevaba una pesada carga, el secreto de que aquellos niños, aparentemente dulces e inocentes, eran engendros del mismísimo diablo”.

Genaro se detuvo, bebió un poco de agua y pensó que él también había hecho un pacto con el diablo, callaba a cambio de mantener su cómoda posición, para no perder a Eugenia, no podía prescindir de sus cuidados, de aquella mano áspera que a veces cogía la suya en un gesto que parecía descuidado pero que estaba perfectamente estudiado, pensado hasta el mínimo detalle, para que no revistiera ni un atisbo de compasión o lástima.

– Y ¿cómo acabó la historia?- los ojos, dos pozos negros, de la mujer se clavaron en el alma de Genaro. Junto al derecho una flor morada volvía a delatar su tragedia diaria.
– Ahora te cuento, no seas impaciente mujer- contestó con aire de intriga.

“El arriero, que soportaba su desgracia a base de vinos, pasaba gran parte de su tiempo  en el bar del Tuerto. Un día, con más alcohol que sangre en las venas, descargó su pesada carga con el tabernero. El Tuerto, que no era precisamente un crédulo, hombre viajado y desengañado de la vida,  se dio cuenta que había gato encerrado y sin decir nada a Paco decidió investigar por su cuenta. El siguiente viernes esperó apostado en el camino a que el supuesto demonio abandonara la casa del arriero. Después lo siguió, envuelto en la negrura de la noche hasta el pueblo vecino, viéndolo entrar en la herrería ya desprovisto de su capa roja. Sus sospechas se habían confirmado.”

– ¿Entonces no era el diablo?, dijo Eugenia un tanto desencantada.
– No, no lo era, sólo era un herrero pelirrojo- se rio Genaro
– Y que hizo el tabernero, ¿lo contó todo?
– Hizo algo peor, pero no te lo contaré hoy, tendrás que esperar a mañana.
– Pero mañana no vendré, es fiesta, Año Nuevo, ¿no lo recuerda?

¿Por qué no le contó el final?,  quizás porque le gustaba ver el brillo que la expectación le daba a sus ojos. O simplemente porque no sabría que hablar con ella cuando se acabara la narración, de nuevo volverían los silencios. Así que la dejó que protestara, maldijera y se metiera con todos sus antepasados por no acabar la dichosa historia.  No le contó como el tabernero se aprovechó de la situación, chantajeando a la pareja de adúlteros, cuando ya no pudo sacarles más fue difundiendo la historia en su taberna, hasta que fue por todos conocida, convirtiendo al pobre arriero en el hazmerreír del pueblo.

Llegó el año nuevo, lleno de nuevas promesas que serán nuevamente incumplidas, Genaro espera tras los cristales empañados del balcón. Son las diez y Eugenia aún no ha llegado. Es lunes. Las once. El viejo mueve nerviosamente la silla de ruedas. No sabe que hacer. El teléfono esta sobre la mesita. Lo coge, marca el número ansioso, nadie contesta. Se asoma de nuevo al balcón, unos finos copos de nieve ensucian el paisaje. De repente el timbre, siempre llama antes de entrar. Pero hoy no entra. No es ella. Genaro abre la puerta, se encuentra con la mirada esquiva de Elisa, la trabajadora social. Eugenia está muerta, las palabras se derraman por la estancia, llenan de polvo gris los muebles, un polvo que se desprende y envuelve la habitación en una niebla espesa. Genaro ya no ve nada.

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