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Kawaii como óptica

Hay algo de perturbador en las imágenes kawaii, he escuchado. Tanto dulzor tendría que volverse inquietante después de observarla durante mucho tiempo. En lo personal, considero que las circunstancias nos han vuelto contra el fetiche de lo cursi por dos vías: la carga eminentemente sexual, parafílica, que la opinión pública ha asignado a la palabra “fetiche” y su familia, y la cercanía con la Brutalidad a través de todos los medios masivos. Sobre esto, si hay una crítica que debo hacerle a los mass media es su poca capacidad para compensar a sus públicos por la violencia cotidiana.

Diferentes escrituras de Kawaii

Esta violencia ha redundado en un rechazo constante por parte del público de todo aquello que es tierno y dulce. En otra oportunidad he abordado el fenómeno de la personificación (Jennifer Saul) pero, a despecho de la apariencia del texto, no lo he querido hacer desde la dimensión de la Academia sino de los sentimientos. Se me solicitaba una explicación de mis sentires y ahí estuvo, en relación con la potencial violación de la pureza de los contenidos del kawaii a manos de la crítica.

Volviendo sobre la degeneración mediática, considero que la educación sentimental brindada por las industrias culturales no ha dejado de insistir en los estereotipos de género, echando a andar una maquinaria ideológica (pongámonos nostálgicos y llamémosle así) contra la cursilería: esta es la ternura, como sentimiento puramente humano, devaluada, ensombrecida por la pátina del rol sexual.

Entonces, empezamos a cuidarnos por no parecer demasiado cursis. Sin embargo, cuando nos asomamos tras la máscara y dejamos que nuestro personal tratamiento de las ideas (ideología) se muestre más allá de las restricciones socialmente establecidas sobre la interacción, rozamos las fronteras de la cursilería, sin estar dispuestos a reconocerlo así. Ocurre cuando exaltamos las bondades del redondeo de centavos para nobles causas, cuando clamamos por la pena de muerte contra el maldito que secuestró, violó y mató a un pequeñín, cuando defendemos o denostamos el derecho de una jovencita al aborto o tan sólo cuando preparamos nuestro discurso navideño marinado en jerez.

Esos son momentos kawaii: permitimos que la pasión nos domine en un tiempo muerto libre de la autocensura contra el pudor, algo victoriano además, por mostrar nuestros sentimientos salvo que vengan espoleados por “una causa razonable”, que no es otra sino aquella que cuente, como en los casos arriba mencionados, con una aprobación pública mayoritaria. La lucha contra la cursilería, así, pasa por la consabida búsqueda del reconocimiento como un elemento compatible con la sociedad “mayor de edad”, por decirlo de alguna manera.

Dibujos que caben dentro del término 'kawaii'

Hay muchas formas de abordar teóricamente el fenómeno. Esta tarde, mientras elijo un wallpaper kawaii para mi nuevo monitor, decido escoger dos:

a) En la primera página de su Estética de la desaparición, Paul Virilio remarca el carácter literario del tiempo muerto haciendo la descripción de situaciones que interrumpen el habitual flujo de acontecimientos esperados. Una cuchara que sirva para rascarse la coronilla mientras la taza de café espera impaciente o un vendedor ambulante de globos irrumpiendo silencioso a una cátedra universitaria son dos ejemplos que parafrasean el postulado de Virilio acerca de la intervención de espacios. Esta se lleva a cabo mediante la inserción, recordémoslo, de mensajes contrarios simplemente “extraños” en un circuito de signos que operan en la construcción de una realidad, de un conjunto de elementos que se esperan integrados en una cadena de conductas e individuos.

b) Nos conviene seguir a Marc Augé para pensar en el tejido discursivo concreto (con la tesitura del que presenté en el tercer párrafo) para desmontar su concepción considerando el error de querer entender la inmanencia axiológica de la denuncia, lo mismo contra el kawaii que contra el desalmado que no quiso “redondear” a favor de una ONG que lucha contra el cáncer, como fundada en una noción estática, correcta, de la identidad. Es decir, el lugar de la crítica muchas veces devastadora contra lo cursi se ubica en la seguridad de la pertenencia a un nicho cultural. El ataque contra la dulzura empalagosa se revela como una sola ofensiva de guerras culturales con el objetivo de afianzar modelos de género que inciden incluso en cuestiones tales como la entonación al contestar el teléfono o la fuerza con la que se cepillan los dientes.

Intentando resumir ambos puntos es posible llegar al concepto de neotenia para alegar que la ternura es la sensación integradora en la que se unifican los momentos emotivos de la memoria. Es decir, ciertos acontecimientos y configuraciones coloridas nos inspiran al recuerdo, al ensueño, pero acaso esto no le cause gracia a nuestros interlocutores, compañeros o al feliz dueño de un objeto (así se trate de un ser vivo) que puede serlo de nuestros afectos.

Extendiéndome con mis dos puntos: un no-lugar es un compartimento estanco, una epifanía anclada en la memoria que esta ahí, latente, para el momento en que se le invoque. La urbanidad muchas veces nos impide dar pruebas de nuestros sentimientos. De nuestro potencial kawaiificador. La urbanidad entonces se vuelve incivil, estática en su inhumanidad, patana en su extrema buena educación, que es una variable que, per se, nada tiene que ver con las posibilidades del kawaii.

Regresando ahora con Virilio, vemos que el kawaii es una gran óptica (big optics) desde la que se apunta al tejido de intersubjetividades por las que cotidianamente se pierde el horizonte de aquello que se ha convenido como “realidad”.

Esta es la atomización del mensaje en sus múltiples significantes. Tanto que hacen obligada, para muchos, la pregunta: ¿es necesaria tanta azúcar?, anotando el valor del kawaii desde la acepción de la exageración, como si fuera algo fuera de lugar. Acaso fuera del espacio de los valores que establecen para un sólo individuo su idea de formalidad.

Volviendo al punto de partida, el kawaii es un reto a la formalidad de las interacciones que genera la definición de roles que puntúan conductas. ¿Es valido especular que es la clase de subjetividad inherente al debate entre mirada y visión? La pátina dulcísima del mundo del kawaii trasciende la noción oscura (de chocolate amargo para este caso, ¿no?) del kitsch militante denunciado por Milan Kundera en toda la sexta parte de La insoportable levedad del ser y se acerca a la ternura henchida de alegría con la que según Hermann Broch se vendían los bocetos (verkitschen) de los pasajes de Mónaco de finales del XIX, antes de los perros del futuro y del gas mostaza. Diseñados para disfrutar de un paisaja “aceptable” pero muy bien enfocado por la dicha de la inocencia inflamada por los bonitos colores y la luz que tanto abunda en la estética del kawaii, de la misma felicidad. Olvidemos a Kundera.

Gráfica sobre diferentes niveles de 'kawaii' (click para ver más grande)

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