El ensayo y el ensayista
Ensayar es al fin de cuentas mantenerse estoicamente en la pregunta, en la contradicción y en la paradoja, jamás un ensayo debería confundirse con una monografía o un “paper” científico, un ensayo es ante todo una inmensa de-mostración estilística, literaria y más aún poética. Es un intento de “literaturizar” los pensamientos, buscar la “verdad” pero desde la subjetividad de la palabra personal. Más que inquirir en lo definitivo, ensayar es “adentrarse”, perderse.
No hay otro que el gran inaugurador del ensayo moderno, incluso el inaugurador del término “Essais”, Michel de Montaigne. Es por esto que Martin Cerda, escritor chileno, asombra con su impecable libro “Ensayo sobre el Ensayo” el cual se lee con el atractivo de una mercancía desconocida , desde ahí recorre toda su historia, desde el citado “inventor” del término, pasando por Georg Lukács, Barthes, Walter Benjamin, Ernest Junger, Nietzsche, etc . Y, como el maestro de la vida, Montaigne, cada uno sujeto al conflicto y al dolor de su tiempo, cada uno haciendo de las lecturas un trampolín a nuevas miradas.
La tradición remonta a las glosas que los monjes medievales hacían de los textos antiguos, no sólo se trataba de escribir pequeños apuntes y subrayar las ideas importantes sino de, conscientemente o no, re-significar gracias a esas glosas el texto original. El ensayista es primero que nada un lector atento, pero no contento con esto, reseña, invoca y recrea, pero por su gran habilidad y estilo esta reseña adquiere cuerpo propio, adquiere belleza, en el ensayo el estilo toma una consideración de tal magnitud que es por eso que se acerca con mas esplendor mucho más a la literatura que a la “ciencia”.
Uno de los biógrafos de Borges no contento con la fama de gran escritor de este, comentó por ahí que quizás Borges fue el lector más grande de la historia de la humanidad. No es casualidad que el mismo Borges declarara siempre estar más orgulloso de los libros que leía que de los que escribía. Dejando a un lado la barroca humildad del escritor es cierto que Borges es una biblioteca, no por eso lo vamos a tildar de falto de ideas o de imaginación. El problema es que existe cierto público con una especie de prejuicio, propio de algunos espíritus holgazanes, que defienden su falta de lectura a la extraña valoración de una independencia del ímpetu propio, a la creencia que la intuición del mundo debe nacer de su relación individual, mezquina y arbitraria, al desagrado o miedo de adquirir “ideas ajenas” (como si las propias fueran realmente “propias”) y entonces llegan a la tendencia de quedarse en la mera opinión, en la simple doxa que se disfraza de humilde pero que es fuertemente arrogante, totalmente desarraigada de cualquier crítica y con temor a cualquier movilidad “externa”. Nada más alejado de la verdad de ese prejuicio del hombre medio, las ideas no se “acumulan”, ni se cargan como compartimentos estancos en un camión, las ideas más se parecen a esos cajones de niños que olvidados yacen en el cuarto y que al abrirlos nos deleitan con su riqueza histórica, ninguna idea es tan ajena y tan propia como se cree. El conocimiento no se acumula como una musculatura sino más bien se matiza en una nomenclatura. No hay excusa para que al fin y al cabo se “lea”, (además agregaría “saber que leer” ya que todo indica que la necesidad o el ahogo actual conduce al corto e ingenuo camino de la llamada literatura de auto-ayuda, aunque Cervantes parafraseando a Plinio el Joven dijo que cualquier libro -aún el más malo- deja algo).
Ni el trabajo más duro impide el leer, esto recuerda enseguida ese gran texto de Henry Miller llamado “La Lectura en el retrete” donde explica que para leer no se necesita necesariamente ser un burgués con un ocio gigante y pone su ejemplo personal así:
“Hay un tema relacionado con la lectura de libros que creo que vale la pena desarrollar porque implica un hábito que es muy generalizado y sobre el cual, que yo sepa, muy poco se ha escrito: me refiero a la lectura en el retrete. Siendo joven, en busca de un lugar seguro donde devorar los clásicos prohibidos, a veces acudía a refugiarme en el cuarto de baño. Desde esa época juvenil ya nunca volví a leer en el retrete. Cuando busco paz y quietud tomo el libro y me marcho al bosque. No conozco mejor lugar para leer un buen libro que las profundidades de la espesura. Con preferencia junto a un arroyo.
Inmediatamente escucho objeciones. ‘¡Pero no todos tenemos la fortuna de usted! Tenemos empleos, vamos al trabajo y regresamos de él en tranvías, autobuses y metros atestados; a duras penas tenemos un minuto que podamos llamar nuestro.’
Yo mismo fui “trabajador” hasta los treinta y tres años. Fue en este período temprano de mi vida cuando realicé la mayor parte de mis lecturas. Invariablemente leía en condiciones difíciles. Recuerdo que cierta vez me reprendieron al sorprenderme leyendo a Nietzsche, en vez de corregir el catálogo de pedidos por correo, que era entonces mi ocupación. Ahora que lo pienso comprendo que fue afortunado que me hayan despedido. ¿Acaso Nietzsche no fue mucho más importante en mi vida que el conocimiento del negocio de los pedidos por correo?”
Es por eso que el ensayista es primero que nada un lector, en el amplio sentido de la palabra, y a su vez aborda los más intensos temas que puede soportar la estilística de su tiempo. El Ensayo es en sí, una especie de autorretrato, tal como dice Montaigne: “así, lector, yo mismo soy la materia de mi libro” pero nos alerta con ese provocador ánimo oscuro de un sabio “paradojal” ya que su intención al escribir es también hacer “que otros digan lo que yo no puedo decir tan bien”. Es por esto que el Ensayo está a mitad de camino entre la subjetividad primaria de una creación literaria y el afuera, “que permanentemente nos está hablando” en suma, el ensayista se hace escritor porque su arte no es más que ese sencillo dilema que Montaigne tejía con ironía, eso que nos hace en el mayor de los casos “hablar de uno a través de los otros”.
One thought on “El ensayo y el ensayista”