La historia jamás contada
TRIQUITRACATRAC, hace aquella maquinita maravillosa: signos para varios idiomas, letra normal y cursiva, tipo especial para TITULARES, persiana correctora, centrado automático, selector de teclado, tabulador decimal y un etcétera estimulante y nutrido. Ah, pero lo más espectacular es, sin duda, la Memoria. Esto de escribir un texto y, mediante la previa y sucesiva presión de dos suaves teclas, poder incorporarlo a la memoria electrónica, es algo casi milagroso. Escribir para ser, para eludir la muerte. Recordar es como vivir, dejar que las letras ondulen en la superficie de la pantalla en otro acto de frenesí, no por menos lejano más personal e íntimo. Meditar las frases, acomodarlas y embellecerlas. Lamer la vulva del sustantivo, apretujar los senos del verbo, frotar el clítoris del adjetivo hasta oírle mascullar: «Sí, sí, así… Sigue, sigue…». Montar al adverbio y acariciarle las nalgas al artículo y besar el cuello del pronombre y continuar haciéndole el amor a cada oración, volteándola, ensanchándola, vejándola. Herir la superficie de la pantalla y ver cómo brota la sangre del encuentro, la sangre del dolor. TRIQUITRACATRAC.
Tú, Clark Kent, en efecto, el viejo periodista, vives otra vez dentro de ti todas las imágenes que ya rememoras borrosamente y no sabes si pensar que son fieles a como pasaron, o si se trata de una invención total de tu mente que te traiciona o, mejor dicho, de los años que te habías habituado a poder lo que nadie más puede. Por eso has titubeado en contar esta autobiografía desde el mismo segundo en que tomaste la decisión de hacerlo: si en primera persona, como es lo habitual, o en tercera persona para tener el chance de alejarte de ella, o así como lo estás haciendo, en segunda persona del singular. Sin embargo, de cualquier forma, reconoces que has caído inevitablemente en la autocompasión, en la justificación, en algún tipo de análisis profundo al que siempre te habías negado en redondo. Además, llegaste al final y ni siquiera comprendes si en realidad éste es el final.
Presionas las teclas consabidas y de inmediato se inicia otro milagro. El papel comienza a poblarse de elegantes caracteres. La casette impresora va y viene, sin tomarse una tregua, y así extraes esta hoja. Luego la empalmas en el reverso del ciento de cuartillas que hay sobre el escritorio.
Al llevarte un cigarrillo a la boca, la mano presta a colocarlo maquinalmente, al ir a quedar entre los labios, los pulmones previamente listos a absorber el humo, lees todo esto que has escrito difícilmente, entre dudas y victorias, tachando, enmendando, agregando; todo este disparate naciendo por magia de tu creación o de tus reminiscencias; toda esta historia, desarrollada en noches de insomnio, germinando poco a poco como maravillosa semilla. En el momento que terminas el análisis, suspiras.
Cada uno de los cambios de opinión representa un acontecimiento tremendo. Ya sea la exaltación de la idea genial, el autor brillante que recibe entusiasmado a Honey Bunny, apuntes en mano, «déjame que te lea esto, es lo mejor que he escrito en mi vida», ya sea el naufragio en la más profunda depresión, «Dios mío, así nunca voy a llegar a ningún sitio, soy incapaz de hacer nada, llevo ya dos años con esta maldita autobiografía y no me sirve ni una línea, ni una miserable palabra, ni una idea, de todas cuantas he parido». Y la consecuencia son espantosos intentos de suicidio. El día de las pastillas, el día que te aproximaste al balcón en la silla de ruedas y forcejeabas con la barandilla en un intento patético de morir. Se mudaron a una casa baja. Y entonces lo intentaste con la navaja de afeitar, cortándote las venas, cuatro rasguños ridículos y sangre hasta los codos.
De pronto, Honey Bunny vuelve a casa arrastrando consigo un interminable rosario de afrentas y golpes bajos. Tú la esperas en el dormitorio, donde cada resquicio de luz se encuentra cubierto de penumbra, encorvado sobre el tocador como si llevaras un caparazón sobre la espalda, eliminando con un lápiz varios párrafos que consideras son inservibles en esta hoja. Y el detalle preocupa a Honey Bunny porque tú sólo te refugias en la revisión exhaustiva cuando no puedes soportar la soledad. No hay problema cuando te emborrachas. En el momento que te hinchas de ron (oscuridad líquida que deforma la imagen de los libros, adormila la realidad y suelta de su encierro a la fantasía) es porque has elegido el camino que te conduce a ti mismo, con el ron, tu veneno predilecto, te buscas y te encuentras o no te encuentras, te enamoras de ti mismo o te detestas, discutes o dialogas, pero estás en terreno seguro enterándote de que naciste solo, vives solo y morirás solo como todos los seres humanos, y encajando la noticia con más o menos deportividad. El que se zambulle en la intensa corrección de estilo, en cambio, es el que busca compañía desesperadamente, aunque sea de papel, el que echa de menos las dos piernas que tenía antes de entrar al escondite subterráneo de Lex Luthor que estaba construido con kriptonita, el que se compadece de la pérdida total de sus superpoderes, el que no puede soportar solo la soledad a la que se cree condenado.
—¡Honey! —exclamas, dejando a este papel sobre el tocador, como dando a entender que no lo necesitas ahora que ella ha regresado. Los presagios son mucho peores si el héroe que ha sido derrotado recibe a su concubina con grandes aspavientos y voces estentóreas—. ¡Ayúdame, por favor! Ayúdame, si no me ayudas, si no es por ti, yo…
Ella te abraza, te arrulla, te besa la frente con infinita ternura.
—Soy un imbécil —admites—. Lo sé. Lo reconozco. Vivo de ti. Soy incapaz de valerme por mí mismo, soy incapaz de escribir nada positivo. Te padroteo…
La alusión desentierra la procedencia de la muchacha: !!! HONEY BUNNY, TRIGUEÑA, 23 AÑOS, OJIVERDE, ALTA (1-71), CUERPAZO (100-62-92), CARITA PRECIOSA, INDEPENDIENTE, ¡PERMITO TODO! HOTELES, DOMICILIOS. 04455 5430-89-31. La conejita de manos cariñosas y piernas dóciles que, tras desentenderse de su disfraz con contoneos propios de serpiente, estuvo dedicada en cuerpo y alma a otorgarle una muerte chiquita (la más intensa manera de celebrar la vida) al viejo tullido que correspondió no con rosas, ni con estrellas, ni con afrodisiacos billetes, sino con la más simple, sincera y cautivadora de las galanterías, que fue un ramo tupido de historias del hombre más súper de todos los tiempos. Con un aire distante, como quien no quiere la cosa, como si no te dieras cuenta de la dimensión absorbente de los recuerdos que narrabas, atrapabas a Honey Bunny, la hipnotizabas con una infinidad de revelaciones extraordinarias, le ponías los ojos cuadrados y, cuando querías y era necesario, rompías el encanto con una repentina llorera que la hacía volver a prestarte su vagina como secante de lágrimas.
Honey Bunny siempre ha sido una hembra de esas que viven convencidas de que el coito es la solución a todos los males y de que, con el coito, puede satisfacer todos sus deseos, pero no es mucho más puta que las otras putas. Yo diría que es generosa, que tiene un corazón más grande que sus tetas. No puedo decir que sea perfecta porque late un punto de histeria helada y sin retorno en su sonrisa de dientes amarillentos, llena de caries, pero le sobra sentido del humor y no le faltan las ganas de gustar y de entretener y de complacer, y es verdad que se enamoró de ti, que purga culpas obsequiándote su dinero, haciéndose tu esclava, soportando tus caprichos e intemperancias.
—Ayúdame, Honey —suplicas con la cabeza apoyada en su hombro derecho—. ¿Me ayudarás?
—Claro que sí. Sabes que siempre podrás contar conmigo. No te preocupes, Clark. La ignorancia de tu trabajo es su mayor gloria. Tu autobiografía se tocará con repugnancia, como alguien que toca algo que puede explotar. Olvídate de los críticos… ¡Críticos! Examinan desde todos los puntos de vista menos del esencial. Es como si un naturista, al describir el género equino, empezase a dar lata acerca de las herraduras.
—¿Cómo me ayudarás?
Honey Bunny no sabe qué decir y no dice nada. Y tú, iracundo, la miras fijamente con ojos vidriados, semivisibles, y ella se enciende como una pira, con un fuego azuloso, sucio, mortecino.
Un aullido de dolor sale de la muchacha, quien trata, durante unos segundos, de quitarse la ropa; desesperada, cae al suelo; su piel arde, se desflora con la combustión de la que brota un humo pestilente.
Cuando la carne chamuscada se derrite y los huesos asoman entre burbujas, te limitas a desnudar los dientes, pero no es una sonrisa. Pareces muy peligroso. Eres peligroso. Sí, han empezado a regresar tus superpoderes.