Lo que en 2004 entendía yo por “Industrias Culturales”
Entre todos los sofismas que suelen hilvanarse en los márgenes de la opresión social, ninguno es más jocoso que aquel que asegura algo así como “aunque todos somos iguales hay quienes son más iguales que otros”, y es que, efectivamente, los procesos de interacción social vuelven imposible la pretensión de instaurar una comunidad autosuficiente en legalidad y en productividad donde haya libertad y justicia para todos. Pero es por ello que debemos recordar que las utopías positivas de las que emanan las constituciones políticas de los pueblos modernos son inviables en tanto su esencia liberadora exige la evolución del ser humano hacia estadios superiores de excelencia intelectual e incluso física, de ahí su atractivo y la razón del potencial que son capaces de desarrollar en pos de una quimera nacional y, justo en el momento en que los propios signos de los tiempos hacen patente su improcedencia (llámese intrascendencia filosófica o simplemente caducidad), la reorganización de agentes sociales y aparatos de control crea una unidad de sistema en la que élite, masa, estructuras de control y circuitos de comunicación coercitiva delinean los roles que la sociedad habrá de poner en funcionamiento si es que desea su supervivencia entre el caos originado por la invalidación de los preceptos fundacionales cuyos basamentos de ignorancia y primitivismo anidarían naturalmente a todas las revoluciones futuras de las que ahora podemos partir para analizar el trasfondo de la nueva cultura abierta al cambio abrupto que en ocasiones hasta parece fomentar, y al desmantelamiento constante de todos los valores y tendencias encaminadas a reconstruir una línea de pensamiento arraigada artificialmente en la ortodoxia de antaño y que por su propia composición no son más que bombas de relojería precipitándose hacia su detonación al ritmo de las transformaciones sutiles pero definitivas que se presentan casi a diario.
La actualidad, tecnologizada y escéptica, no es capaz de admitir ningún retroceso político en aras de rancios conceptos para la preservación de cosas tan evidentemente pasadas de moda como la dignidad (sea cual sea el significado que se le dé a la palabra en los diversos estratos) y la tradición.
La sociedad queda dividida en grupos y la educación como ideal e instrumento es trastocada y se metamorfosea según los vaivenes inseguros de cada segmento que ejerce poder sobre los centros de enseñanza; la efectividad de la porra sobre los niños es sustituida por la sutileza de las metodologías pavlovianas mezcladas con técnicas de adoctrinamiento diseñadas por la ingeniería de Estado, la psicología conductista se revela de pronto como el tratamiento más efectivo para readaptar a los sujetos que por alguna fatalidad no han encajado con el modelo requerido por el Poder y la comunicación responde a un objetivo lógicamente generado por el establecimiento de la Agenda organizada según las reacciones prioritarias ante los acontecimientos que pueden redireccionarse como distractores o instrumentos de coacción, dándole forma a un circuito perverso en el que la misma ciencia de la comunicación se erige como elemento formal de una moda inspirada en el intercambio de información para la transformación de tendencias, ideología emergente, prácticas de consumo e incluso favorecido por el Estado.
El discurso del poder a través de los medios queda expresado en las muy diversas presentaciones con que se consume por los innumerables agentes sociales que intervienen en su transferencia y multiplicación.
Este punto es de importancia capital si se considera la naturaleza mimética del mensaje único que es decodificado en parte gracias al bagaje intelectual propio y, en planos específicos, por efecto de la ideología concomitante, pues los espacios de intercambio se vuelven tan estrechos como porosos cada vez, y este fenómeno facilita la creación de hibridaciones culturales que dan forma al espejismo de la uniformidad social sustentada en un campo de diferencias apenas perceptibles por la definición de Clase.
En realidad, los campos de distinción requieren una mediación sintética para no deshacer el mensaje primigenio y recomponerlo según sus particulares necesidades; es en este punto donde se plantean definitivamente las concepciones de Discurso e Inoculación, ejerciendo una influencia reguladora a través de los detalles, es decir, generalidades solidamente construidas y nociones de corrección política se conjugan para crear los patrones dominantes de la Industria cultural, pues aunque el teatro de operaciones de la alta geopolítica (organizadora y patrocinadora de cada manifestación artística y de todos los productos comunicativos) admite la prevalecencia de campos sociales de extensión indefinida, resulta intolerable pensar que cada interacción social entre estos espacios de distinción consiga la capacidad de fijar sus propias reglas de transferencia e inculturación, ya que ello pondría en serio peligro a la Autoridad Legitimadora (el Estado y la sinergia ideológico-corporativa que lo hace funcionar) y el escenario de interacción podría escindirse en millonésimas de unidades de producción de capital simbólico, con lo que la misma existencia de la matriz creadora de idea y reacción sería innecesaria.
He ahí la gran crítica que suele hacérsele a la obra de Bourdieu, ya que si las clases sociales no existen se hace indispensable repensar la convivencia entre miembros de una sociedad mediante los parámetros de movilidad vertical u horizontal (que no es precisamente una jerarquización) y desviar cada signo hacia todos los nichos del entramado social apostando a su posterior reconstrucción como la única vía para que la masa llegue a un estado de confusión que amerite una intervención totalitaria, y es que la capacidad de autorrepresentación juega por lo tanto un papel protagónico en la circulación del mensaje o del producto cultural, abriendo procesos de negociación extendidos ad nauseam hacia la mayor cantidad de agentes interactuando en los sectores más variados y numerosos posibles, poniendo a trabajar a esta homogeneidad al servicio de los reproductores principales de pensamiento político, aunque dirigiendo su representación de intereses particulares a la masa dispersa.
La cultura convencionalmente entendida como estructura dispuesta para la armonía social presentó hace un par de siglos una ruptura que empezó con una mayor flexibilidad en los criterios para asignar en la categoría de Arte a diversas expresiones creativas y que fue radicalizándose hasta hacer válido el imperativo romántico de la cultura alternativa orientada a la simplicidad como defensa ante la brutal injerencia que el capitalismo empezaba a bosquejar sobre la tradición local, ahora el sentido del gusto y la apreciación artística predominante sería el resultado de la transculturación de productos hibridazos desde las capitales de la nueva sociedad industrial y reciclarlos para agregar todavía otra faceta que encajara con el sentimiento regional y así universalizar una visión particular y colonial del mundo comprendido como un gran supermercado (Houllebecq dixit) ávido de enriquecerse de los movimiento frenéticos de agentes y paradigmas que ordenan cada espacio de diferenciación según una jerarquía peculiar y únicamente alterada por el comportamiento de la matriz discursiva que los ha creado.
Cada estructura vertical cifra el poder de sus relaciones en una doble y hasta triple moral que permite desdoblar las acciones de negociación geométricamente según los planos en que las relaciones humanas se desenvuelvan, de manera que en este circuito de codificaciones e inversiones de recursos simbólicos viciados la única forma de dar una articulación al poder administrado como una filosofía de competitividad es adaptar cada signo a un código en común.
Esta jerarquía es la encargada de derivar generalidades del medio y ejercitar con ellas el tejido de símbolos del que nacen las nuevas bases teóricas que delimitan la conciencia de clase, con lo que tenemos un escenario un tanto enmarañado en el que el espacio de capital económico pierde algo de su capacidad para reconstruir los matices totalizadotes de la cultura masiva ante el protagonismo de los divulgadotes del arte capitalizado, situación que permite, como un ingrediente esencial, la proliferación de grupúsculos asidos al mensaje tácito de la relación abierta de cada depósito de patrimonio cultural con la población entera para controlar desde ese alto precepto la repartición de ideas, producción artística, beneficios económicos y, muy especialmente, la delegación del poder de decisión sobre la experiencia democrática de los públicos que claman por su inclusión en sectores de producción y actividad legitimada que satisfagan sus necesidades inmediatas.
Tomando en cuenta este complicado engranaje de organizaciones y tomas de posición política, resulta impensable el espacio de transacciones simbólicas despojadas de filtros de exclusión que obliguen a las instituciones y grupos humanos a hacer circular s sus integrantes (la sociedad en su conjunto) en el nombre de un habitus perfectibles que haga posible la movilidad basada en el capital cultural y en la representatividad que los individuos sean capaces de vender convirtiendo las limitantes de su exclusión en un campo de ventajas para asegurar su inclusión en otro, entrando en un juego dialéctico que da sentido a la abstracción de un grupo exclusivo que necesita promover la falacia de una apertura total para así dotarse de un amplio espectro de opciones para elegir elementos acordes a su línea de pensamiento y así cerrar el círculo de un proceso más de transacción social que estimule la marcha de otros tantos sistemas de selección facultados para acelerar las incontables dinámicas del mapa de diferencias respondiendo a los volátiles requerimientos de la cultura hegemónica.
El malestar de la cultura es la combinación aglutinante y temporal de los desperfectos en la metamorfosis de los sintagmas modeladores de cada época hacia un estado de parálisis acicateado por la deformación de los valores estéticos a costa del dominio de un culteranismo de plástico compatible con la clase hegemónica cuyos reflejos se perciben incluso en la generación de entretenimiento popular, y haciendo un ejercicio de esquematización podemos iniciar el análisis de la depresión de la tradición original en el justo momento en que el mundo se dividió en dos imperios que dirigieron su vocación totalitaria por medio de sus agentes culturales convertidos en vehículos idóneos para la masificación de su propaganda con mayor o menor fortuna, dependiendo siempre de la capacidad de sus variados públicos cautivos para apropiarse del mensaje una vez que se hubieran identificado con el medio.
Cabe destacar que, una vez concluida esa competencia y extintas aquellas doctrinas radicales al menos en su versión más burda, queda la rotunda evidencia de que es el capital económico el que controla la génesis de los arquetipos definitorios del arte y la educación (desde los contenidos de los libros de texto gratuitos hasta la concesión estratégica del Premio Nobel) que habrán de permear el espíritu cada momento histórico por venir, sea una Edad de Oro (como las de los 20’s y 50’s) o una fase de transición (60’s o Y2K), lanzando a todo el capital cultural de cada nodo de transmisión de información a cotizar bajo las oscilaciones bursátiles de las políticas internas de la nueva sociedad de la información que ya ha sustituido en la formas a aquel concepto insidioso del Nuevo Orden Mundial que hizo que algunas de la más radicales organizaciones ideologizadas tanto por la extrema izquierda como por la derecha fascista se acantonaran en zonas neurálgicas de los Estados Unidos a principios de la década pasada, manufacturando alternativas de infotenimiento tan notables como Waco o la espectacular Oklahoma, un poco más tarde: humildes actos de resistencia civil que cubrieron con la sombra de la sospecha a la contracultura global que debió reposicionarse en campos de legitimación que les salvaran de la absoluta oscuridad underground a la que las cada vez más reaccionarias juventudes actuales sumieron en u descrédito no visto desde los felices años de la posguerra temprana.
Recordemos que la teoría de una industria cultural arranca de una tesis crítica que forma su episteme con las dispersiones de las experiencias culturales en la moderna sociedad de masas, lo que en palabras de Martín Barbero es, paradójicamente, la potencia de esa Unidad de Sistema que eliminó de una vez por todas el mito de un culturalismo heterodoxo para poner en historia la prueba rotunda, inobjetable, de que todas las expresiones creativas, tanto las películas de Cocteau como las de Bergman, los cuadros de Van Delft o Pollock por igual, son asimilaciones exitosas de un capital invertido, sirviéndose de la atrofia del vulgo para desarrollar una perspectiva analítica e imaginativa sobre su mundo, tal y como puede verse la proyección cinematográfica cuya dinámica obliga al espectador a digerir cada imagen en función de un argumento que debe cancelar la fantasía (limitando la acción a un microuniverso perfectamente contenido) para poder ser comprendido en los términos semióticos que su sinopsis propone, con lo que obtenemos una metáfora cotidiana de los ciclos de interpretación y duplicación del mensaje de los que hablamos con anterioridad.
Sin embargo, esta es también una analogía de la vida misma: la degradación de la cultura significó un traslado lógico del a erudición y la estética desde su función como herramientas de dominación hasta la dignidad de bálsamos puestos a disposición del público para hacerle llevadera una existencia insoportable, marcada por el abuso y la miseria, sufriendo la proyección de su sensibilidad a través de simples artificios que legitiman una realidad cosmética que oculta el horror más sutil para así evitar el choque de civilizaciones que pudiese conducir a una revolución capaz refundar una teoría de sistemas (Bartalanffy) ajena a la cosmogonía que todos hemos conocido y reconocemos como única. El recurso más directamente accesible para este propósito es la resublimación de la cultura, que desdeña el papel del arte en la psicología de la vida cotidiana de que se nutre para positivizarla, poniéndola a merced de la economía mercantil.
Sea una colección kitsch de suites barrocas en un disco compacto diseñado para su venta en megatiendas de autoservicio o una copia en pastel de un Kandinsky ofertado en una exposición improvisada sobre un crucero urbano, las señales de la influencia híbrida sobre la cultura pueden distinguirse tomando como base la influencia de los sectores de poder que se marcan desde las cúpulas de dominio cultural y a través de los circuitos de interacción sociopolítica que nosotros mismos creamos, pues la vida real es, en pocas palabras, una feria de mediaciones y relaciones negociadas en las que, como células de esta entidad orgánica, realizamos una renovación progresiva que traerá como consecuencia que dentro de un tiempo seamos individuos totalmente diferentes aplicando nuevos mecanismos de distinción en campos sociales inexorablemente trastornados, y es este panorama que las evidencias nos permiten visualizar desde ahora, lo que constituye el centro de los estudios de comunicación, cultura y hegemonía enfocados a la evolución de los procesos sociológicos que nos hacen conscientes de lo que pensamos y del trasfondo de nuestros actos y reacciones personales y gregarios, de nuestra personalidad definida por el mundo que nos rodea y el pensamiento que nos unifica.