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Grandes inicios

Dentro del Decálogo del perfecto cuentista propuesto por Horacio Quiroga, el punto cinco nos aconseja: “No empieces a escribir sin saber desde la primera línea adónde vas. En un cuento bien logrado las tres primeras palabras tienen casi la misma importancia que las tres últimas”.

Yo concuerdo especialmente con este consejo, y pienso que sobre todo la primera oración de nuestra narrativa debe enganchar de tal manera al lector que le sea imposible dejar de leer hasta el final. ¿Cómo podemos lograr esto?

Un buen inicio debe llenarnos la cabeza con dudas que queremos desesperadamente responder. Para poner un ejemplo simple, tomemos el inicio de la reciente novela de José Saramago, “Las intermitencias de la muerte”:

Al día siguiente no murió nadie.

¿Al día siguiente de qué? ¿Nadie de quiénes? ¿Por qué no murió nadie? ¿Por qué tendría que morir alguien? Todas estas dudas podrían aparecer en la mente del hipotético lector. Es una frase directa, sin rodeos, que apunta hacia el final desde la primera palabra. Es un excelente inicio.

Yo aconsejo a todo escritor que recién comience, que ponga especial atención a las primeras palabras de sus textos, que son el gancho por el cual ganarán más lectores.

A continuación, algunas frases de inicio de diferentes novelas y cuentos:

El hombre pisó algo blancuzco, y en seguida sintió la mordedura en el pie.
Horacio Quiroga, “A la deriva.”

¡Diles que no me maten, Justino! Anda, vete a decirles eso. Que por caridad. Así diles. Diles que lo hagan por caridad.
Juan Rulfo, “¡Diles que no me maten!”

Acuérdate de Urbano Gómez, hijo de don Urbano, nieto de Dimas, aquel que dirigía las pastorelas y que murió recitando el “rezonga ángel maldito” cuando la época de la infuencia.
Juan Rulfo, “Acuérdate.”

En mi primera infancia mi padre me dio un consejo que, desde entonces, no ha cesado de darme vuelta por la cabeza.
F. Scott Fitzgerald, “El gran Gatsby.”

Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo.
Gabriel García Márquez, “Cien años de soledad.”

Gregorio Samsa, al despertarse esa mañana después de un sobresaltado sueño, se halló sobre su cama convertido en un repugnante bicho.
Franz Kafka, “La metamorfosis.”

El señor y la señora Dursley, que vivían en el número 4 de Pivet Drive, estaban orgullosos de decir que eran completamente normales, muchas gracias.
J.K. Rowling, “Harry Potter y la piedra filosofal.”

Lo primero que advirtió la comadrona en Michael K cuando lo ayudó a salir del vientre de su madre y entrar en el mundo fue su labio leporino.
J.M. Coetzee, “Vida y época de Michael K.”

En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor.
Miguel de Cervantes Saavedra, “El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha.”

¿Qué tienen en común todos estas frases, aparte de que inician algunas de las narraciones más populares y/o respetadas de todos los tiempos?

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