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Nubes serenas

Ya pasaron treinta días exactos desde que saqué a Pericles, mi tierno gatito callejero, de su canastita acojinada con forro de terciopelo y lo metí a esa horrible jaula de acero reforzado que apenas le permitiría moverse a medio camino entre una postura cómoda sobre sus cuatro patitas y la posibilidad de echarse para descansar por completo. He intentado captar su expresión más triste aprovechando el reflejo de los pequeños barrotes metálicos en sus pupilas verdinegras pero sólo he conseguido una toma insípida que lo muestra observando al objetivo con un mohín de leve azoro, como si en la docilidad con que se había dejado encerrar estuviera cifrada la condición de un jueguito macabro. Me he dado cuenta de que Pericles no es muy inteligente.

En cuanto cerré la puertita con candado le tomé una foto que descargué a la PC para agregarle un pequeño texto:

“Encerré a Pericles en una jaula
donde no tiene nada de comer ni de beber.
Véanlo antes de que muera”.

Así, la imagen quedó lista para enviarla a Bajo Confesión, una página de Internet donde cualquier inadaptado decente con mucho tiempo libre puede cooperar con postales electrónicas en las que confíe al mundo su secretito más secretito o sólo quiera regodearse con un ramalazo de exhibicionismo perecedero que sólo permanece un mes en los archivos del sitio. Justo el tiempo que necesito para provocar el efecto que deseo y después me las arreglaré para componer un mensaje apropiado para la siguiente fotografía. Por ahora ha sido un honor compartir un espacio al lado de infelices que confiesan sentirse avergonzados de tener una familia que parece sacada de cualquier pintura de Botero, haber vaciado laxante en las bebidas del banquete nupcial de la boda de su amorcito platónico o simple y sencillamente estar enamorados de su hermana; sólo diré que lo único que me mueve es el anhelo de sentir un pinchazo de placer en la nuca, tan fugaz que apenas nos ha sorprendido cuando ya estamos pensando en la siguiente acometida.

Al día siguiente recibí por correo certificado un ejemplar de Vida en el pantano, la novela debut de mi tía Eugenia, la misma que dejé al cuidado de mamá cuando vine a enclaustrarme en este departamento de la capital tras recibir esa beca para estudiar una licenciatura de la que ya no recuerdo el nombre en la Universidad Nacional. El libro de marras era una verdadera desdicha en más de un sentido: se trataba de una edición de autor impresa por una sola página, lo que no era óbice para que una o varias hojas se fueran completamente en blanco cuando el lector menos lo esperara, la portada estaba hecha de un cartoncillo tan corriente que se esponjó una vez que toqué el libro después de lavarme las manos, el texto se hallaba plagado de errores pavorosos de sintaxis y concordancia y el tiraje, según constaba en el colofón, se había detenido en la cantidad onerosa de treinta y cinco ejemplares. En resumen, todo un capricho reclamando un poquito de afectuosa atención.

De pronto todo el tinglado me pareció tan conmovedor que sentí vergüenza de detenerme tanto tiempo en esos detalles técnicos y no haber empezado a leer cuanto antes esta historia estelarizada, a decir de la contraportada borrosa, por un personaje llamado Flor de Calabaza y que en palabras de mamá era el producto final de la pasión de la tía Eugenia por llevar al papel una síntesis de los mayores atributos de la gente que había conocido en toda su vida, y estaba preguntándome si entre este selecto grupo de notables nos consideraría a mamá y a mí, antes de doblar la primera página del libro, cuando sonó el timbre de mi teléfono en forma de banana.

-¿Diga?

-¡Cariño!, ¿cómo has estado?, bueno, antes que nada, ¿qué dicen esos parterres interiores?

-No sé, creo que cambiaré los tulipanes por rosas verdes, son más excéntricas, ¿no crees?

-Claro, claro, como sea, ahora dime, ¿cómo te trata la vida?

-Bien, mamá- No habían pasado diez segundos y ya me escocía la oreja.

-¿Qué tal la gente de por allá?, ¿es cierto que hay muchos extranjeros?

-Desde luego, mami, es la capital.

-Eso quiere decir que hay muchas drogas y violencia, ¿no?, ten mucho cuidado, tesoro, ¿sí?- Su voz nasal había empeorado últimamente, la congestión de la amargura, por descontado.

-No te preocupes, por favor, en eso habíamos quedado, ¿lo recuerdas?

-A propósito, ¿para cuando espero tu boleta de calificaciones del semestre pasado?, tu ti la quiere ver y yo me muero por presumírsela.

-Qué bueno que la mencionas, me acaba de llegar su novela, la desempaqué hace unos momentos.

– ¡Ay, qué maravilla, mi cielo!, ay, hazme el favor de leerla pronto, ¿sí?, ¿o tienes mucha tarea pendiente?, es que quiero tu opinión de profesionista, pues ya le he explicado a Eugenia que se apresuró con esa historia pero nunca entiende razones, sabes, pasando a otras cosas, a veces pienso que te tiene mucha envidia, es decir, que tu hayas podido hacer una carrera y todo eso…

-Bien, bien, la leeré, lo haré muy pronto, ¿de acuerdo?, ahora dime, ¿cómo has estado tú?

-Pues de aquí para allá, corazón, tristeando, tristeando, pero lo importante es que seguimos en pie. Tienes una familia muy trabajadora.

-Sí, como sea…

-Pero, a ver, otra cosa importante: quiero que me digas para cuando me vas a dar la noticia de que ya soy suegra, ¿eh, ¿eh?, y, jijijiji…- A estas alturas de la charla ya empezaba a animarme, a final de cuentas, eran siempre los mismos temas.

-Jejeje, buenas tardes, mamá- Empecé a apartar el auricular de mi cabeza pero no llegué muy lejos.

-Vaya, ya sé que no te gusta que aborde ese tema pero es sólo que tengo curiosidad, porque tú vales muchísimo y quisiera que todos sintieran y pensaran de ti lo mismo que yo.

-Eh, sí, leeré el libro cuanto antes.

-Ah, está bien, no dejes de llamarme.

-Adiós, entonces, mamá.

-Habla pronto, amor- Su voz se ahogó en el vacío del tubo y sentí un ligero mareo.

Una charla provinciana, ni más ni menos. El mayor aliciente de la vida en la gran ciudad es la soledad al alcance de cualquier estado de ánimo, asequible en cada rincón, y ya me había acostumbrado a recordar a mamá preparando un pastel o despertándome con un beso, lo que sin duda siempre ha sido mucho mejor que escuchar sus murmullos chillones hablándome de cosas mundanas. Por más racional que sea, en el fondo yo también tengo una esoteria personal y creo firmemente en que el jardín de fantasmagorías que hemos alimentados desde niños y en el que hay cabida para todas las sensaciones que aún no han sido nombradas va convirtiéndose conforme crecemos en un proveedor de un catálogo de momentos en los que se sintetizan nuestras razones de vivir, es decir, visiones y sensaciones que al unirse nos permiten hacer contacto con nosotros mismos y nos llevan a visualizar, fugazmente, por una sola vez y hasta nunca, el fundamento holístico por el que se nos concedió pisar este mundo y ver y sentir las cosas de la tierra. O al menos esa es la ocurrencia que desde hace poco he venido desarrollando.
Pensando en estas cosas, me dirigí a la cocina y luego de zamparme los restos de comida china que tenía desde el almuerzo de hacía dos días (o tal vez tres) me senté en el sofá, abrí el libro de la tía y empecé a leer.

Flor de Calabaza protagonizaba. Su vida había sido, claro está, un pantano de inconformidad y expectativas rotas hasta que conoció a Flor de Cempasúchitl, quien le dijo una tarde gris que su potencial era tan grande que no podía quedarse en su minúsculo pueblo a lamentarse por su suerte asfixiada por la certeza de sus talentos latentes avejentándose, de manera que, una mañana con un tenue olor a vainilla entre los matorrales, Flor de Cempasúchitl hizo una entrada espectacular a su casita y le sacó de ese mundo de gotas de sudor enterregado, le compró ropa, le arregló el pelo, le enseñó a lavarse detrás de las orejas y a jugar Monopoly y después de unas sesiones intensivas de cultura general le envió a declamar al Club Toastmasters un discurso acerca de la necesidad de pugnar por la abolición de los libros de texto de educación sexual para primaria, disfrutó de aplausos enardecidos, obtuvo una columna permanente en uno de los periódicos publicados por la Conferencia Cristiana del Sur y una tarjeta de crédito del Dinner’s Club que Flor de Cempasúchitl le regaló en su onomástico.

Sin embargo, Flor de Calabaza sentía una soledad que no podía alejar ni siquiera con los olores del servicio ilimitado a la habitación durante las giras europeas en las que Flor de Cempasúchitl dictaba conferencias sobre la conveniencia moral del método anticonceptivo Billings. No debía ser casual, pensaba Flor de Calabaza, que todos esos nuevos días aciagos se deslizaran bajo la comba tremendista de un cielo nublado, pero no se podía explicar el por qué y era entonces cuando la desesperación se instalaba en su vientre y pedía todo el menú del carrito de postres para bajar a repartirlo a los niños mendicantes que paseaban por la zona más acomodada de cada ciudad muchas veces mostrando una receta médica como si se tratara de su lustroso mandala personal y así fue que un día Flor de Calabaza se aburrió de tratar de encontrar su sitio sobre una alfombra voladora y exigió a Flor de Cempasúchitl regresar al país para continuar sus estudios con la esperanza de que las aguas recobraran su antiguo cauce estanco. Por supuesto, esto ya no fue posible, pues su vida, o al menos los cielos bajo los que transcurría, habían cambiado irreversiblemente: la claridad de la dulzura en la comida sofisticada le había hecho atender con más cuidado los sedimentos oscuros que el cielo le deparaba al volver a tocar la tierra triste y las paredes sucias de la escuela o de su vieja casa, y Flor de Cempasúchitl debió percatarse de ello pues Flor de Calabaza empezó a languidecer y pronto su ropa deslucía inquieta por saberse merecedora de algo mucho mejor que ese alicaído cuerpo que acababa de revelar su constitución humilde del tan llevado y traído “diamante en bruto” pregonado por Flor de Cempasúchitl en sus diálogos edificantes destinados a levantarle el humor.

[La tía es muy imaginativa, la pobre, seguro que sí.]

A pesar de estos signos alarmantes, Flor de Calabaza continuó su labor de intentar recomponer su vida cada vez más acotada mediante acercamientos a su comunidad perdida pero algo no terminaba de encajar debidamente, los niños pequeños retrocedían asqueados ante el tufo suavecito de su perfume tasado en euros, en la iglesia sufría en ocasiones el bochorno de decir cosas que no tenían lugar ahí y ser víctima de ojos y lenguas inquisidoras, a lo que Flor de Cempasúchitl le sugería que no hiciera caso en tanto que lo más recomendable sería que le acompañara a su periplo sudamericano en vista de que por esas latitudes debía haber muchos rústicos a quienes educar en las convenciones morales del Nuevo Orden Mundial, pero Flor de Calabaza, temiendo que el cielo de aquellas regiones estuviese aún más cargado de calor rencoroso le suplicó que le llevara a un clima mucho más favorable y lluvioso, si no era mucha la molestia.

[Pero la tía no le pone nunca nombre a esa ciudad pluvial, aunque conociéndola bien podría estar refiriéndose a alguna localidad del norte de Estados Unidos o tal vez Vancouver, sí, una ciudad como esa debería ser, claro, que a final de cuentas yo siempre leía los ejemplares de Vanidades que ella tiraba a la basura.]

Así, una madrugada en que las nubes empezaban a asomarse abotagadas cuales matronas hartas de sí mismas, Flor de Calabaza subió a un avión con rumbo a la que sería la bóveda celeste más oscura que vería en su existencia y, en una cruel paradoja al momento de sentir el terror ácido reverberando en su garganta al observar las nubes a punto de parir temperamentales tormentas eléctricas desde la ventana de su suite, ordenó a Flor de Cempasúchitl que desandaran todos los pasos y, si no le incomodaba demasiado, retrocedieran en el tiempo hasta el momento en que se conocieron o, como mínimo, ¡con un demonio!, que cerrara las cortinas y en medio de ese berrinche estaba cuando Flor de Té salió del baño y le dirigió una mirada asesina de reprobación.

[¿Que quién era Flor de Té?, bueno, pues, en uno de los no pocos saltos cuánticos con los que aderezó su novela, la tía jamás explicó su procedencia o relación con la vida de los personajes, pero yo sostengo la teoría de que Flor de Té, que sin duda tenía su atractivo, cómo no, ejercía de mano derecha o gurú de Flor de Cempasúchitl o incluso hasta de asistente de Flor de Calabaza y hasta después de un rato llegué a pensar que era una especie de agente de investigaciones privadas cuyos honorarios serían solventados por la comunidad del pueblo gracias a un pequeño impuesto que se habría autorizado sobre las tierras, el alcohol, las armas o los diezmos, qué sé yo, con la intención de conocer un poco de las correrías de Flor de Calabaza en el extranjero, bajo el temor de que pudiera estar haciendo cosas contrarias a la educación que se le había dado desde su más tierna infancia.]

Flor de Calabaza se paralizó ante el porte avasallante de Flor de Te pero recordó que ya nada podría impresionarle y se dejó llevar por el torrente de las nebulosas circunstancias durante un tiempo más permitiendo que Flor de Cempasúchitl y Flor de Té siguieran cada uno de sus movimientos para suscribir o cuestionar sus decisiones y nada de esto le representó ninguna incomodidad, más bien sentía un halo protector alrededor de su cuerpo notablemente más marchito y eso ni siquiera significó un alivio pues por entonces tenía ya la certidumbre de no necesitar protección ni tampoco emociones fuertes que pudieran horadar el hielo de su corazoncito involuntariamente introvertido, puesto que algo se había quebrado sin que hubiera forma de repararlo, mientras que Flor de Calabaza, de conferencia en conferencia, saludando mano tras mano de republicanos metodistas o de neonazis de piel morena se había ido convenciendo de ser un espectáculo decadente a causa de su rostro maltrecho por varios desencantos apeñuscados sobre el puente de nariz, sintiéndose un guiñol ambulante a punto de ser levantado por los aires apadrinados por un cielo de tonos violeta segundos antes de dictar las buenas noches.

[Ay, no, la tía no tiene compasión por la inteligencia de sus lectores, evidentemente no sabe cómo salir de esta.]

Un día, feliz coincidencia, Flor de Cempasúchitl y Flor de Té recibieron sendas invitaciones para impartir una charla centrada en la importancia de practicar la resistencia ciudadana pasiva encaminada a impedir la publicación y venta de literatura inconveniente casualmente en la ciudad capital del estado natal de Flor de Calabaza, quien pensó que era la oportunidad idónea para desaparecer definitivamente de las vidas de sus dos angelitos de la guarda y, obviamente, en un principio habría pensado en volver a su pueblo para desechar al instante esa opción considerando que lo único que quería era un lugar tranquilo dónde poner en orden sus pequeñas nuevas crisis existenciales que juntas y afanosas le habían perforado un pozo tan oscuro y de tiro tan profundo como para servir muy bien como pasaje a un tiempo anterior, que justo lo que Flor de Calabaza deseaba, de manera que una tarde de nubes azulosas a punto de venirse abajo sobre la impávida ciudad helada, se levantó de la cama, se calzó, se quito la chamarra que le había prestado Flor de Té, salió de su cuarto, cruzó el pasillo y la recepción del hotel, pasó indiferente entre el bullicio del estacionamiento, se internó en los arbustos que circundaban el parque público vecino, e inició su propia gira hacia lo desconocido por los lugares que, ella creía, nunca habían existido hasta ese preciso instante. Fin.

[Vaya, esto no puede ser el fin.]

Entonces acudió a mi mente lo mucho que me gustaba disfrutar la alegría de escandalizar, pues era obvio que la tía, con ese pequeño aborto de mala ortografía y peores conjugaciones, también estaba reclamando legítimamente un poquito de atención y admiración y al calor de estas reflexiones sentí un rayito de ternura iluminando mis entrañas que terminaron de caldearse al darme cuenta de que yo había hecho algo muy parecido al encerrar a mi Pericles en aquella jaula infernal y me alegré tanto al revivir el tacto de su pelaje cálido entre un ronroneo cariñoso después de sacarlo de ahí en cuanto hube tomado la foto que me vi en la necesidad de efectuar una hiperventilación para evitar que mi propio cielo atormentado nublara el sano equilibrio de mis órganos y mi sangre.

Me levanté tambaleante hacia el teléfono y ahora que lo pienso debí tardar un minuto o dos en conseguir marcar correctamente el número completo de mi casa.

-¿Bueno?

-¿Mamá?

-¡Amor mío!, hola de nuevo, ¿qué paso?- Mami parecía estar comiendo un pedazo de pan duro o bien ahogando algún quejido.

-Ya leí el libro.

-¿Qué?, ¿ya lo leíste, de verdad?

-Eso dije, ahora escúchame bien, porque quiero que le digas a mi tía Eugenia varias cosas.

-Pero claro que sí, lindura, soy toda oídos.

-Dile que la historia no tiene forma, aunque, eso sí, es bastante convencional, ridículamente vulgarona, los diálogos son antinaturales, mamá, carecen completamente de matices, mamá, los personajes son pueriles y parecen ser demasiado una fantasía muy privada inventada por ella misma para no ser leída por nadie más, ¿por qué hizo eso?, me aburrió, de veras…

-Bueno, amor, es su primera experiencia de ese tipo, y seguro que le falta mucho, de todas maneras, tiene que madurar y mejorará.

-Si tú lo dices está bien, pero es que de verdad me parece que esto es un asunto muy penoso, ¿eh?, a ver, dime, ¿quién le dio la idea de las ediciones de autor?

-No sé cómo se le habrá ocurrido, pero los libros se los imprimió el profesor Cástulo, tiene una pequeña imprenta en casa, una offtec, offset, o algo así, ¿no te acuerdas de él?, te dio clases en cuarto de primaria.

-Además los errores tanto de impresión como de estructura narrativa son escalofriantes, mami, en dos páginas los nombres se invierten, caray…, y lo peor de todo es que…

-Bueno, chiquibaby, tienes que entender que lo que pasa es que ella quería…

-¡Lo que pasa es que ella quiere llamar la atención como aquella vez que se fue a audicionar para Operación Triunfo y eso es todo lo que hay que decir!, no me digas que eso no es un lastre que no te ha pesado en el pecho todo este tiempo, porque a mí sí.- No lo podía creer, me había interrumpido, me había cancelado media frase en el momento en que acababa de tomar aliento. Qué desagradable.

-Está bien, mi vida, yo por eso te pedí tu opinión, porque tú podrías hacer un estudio imparcial que Eugenia analizaría en su propio provecho, y es que ¡si vieras lo contenta que está!, y yo estoy feliz por ella.

-Hasta luego, mamá, me comunico pronto, tal vez luego le dé una segunda revisión a la obra.

-¡Ay, sí!, por favor, te lo agradecería en el alma, ¿eh?

-Sí, mamá, adiós.

Clic.

En vista de mi necesidad declarada de atraer las miradas que estén dispuestas a conocer sólo la parte de mí que me interesa divulgar, creí pertinente mantener mi misma línea de tensión para quien quisiera aceptarme en la intimidad de sus pesadillas, así que me levanté corriendo, tomé a Vida en el pantano, coloqué el libro sobre el desayunador y lo fotografié con mi camarita digital, volví a conectarla a la PC, descargué la imagen y le agregué el único texto que encontré apropiado:

“Me he enamorado
de un personaje de ficción.
Con un amor tan intenso como el que
no creo poder ofrecerle
a nadie ni a nada.”

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