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La sombra y el verso: una reseña de “Entre la crueldad y la pared”, de Carlos Quintero

Existen diversas percepciones de lo oscuro: oscuridad para dormir y tal vez soñar, oscuridad para aguzar el oído y la mente y poder asegurarnos de que nuestro espíritu se encuentra a salvo de los destellos de la angustia luminiscente que podemos tocar con tan sólo salir de nuestro personal claustro. Nuestras maniobras en la penumbra tienen gusto a absoluta redención.

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Quizá hoy más que nunca es posible pensar en los rincones oscuros de nuestra condición de humanos ya no como el cubil predilecto de nuestras pasiones contrahechas sino como la resistencia elemental de la sensibilidad frente al dolor que es gritado y escupido por cada ser vivo pero también por los objetos felizmente inanimados a los que nombramos para transferirles un poco de nuestras confusión, de nuestro doloroso pasmo por la vida más llevadera que no acaba de ponerse a nuestro alcance, por los mundos mejores que parecen pertenecer solo a las fantasías ambiciosas que alimentadas lo mismo ante la visión de las personas que amamos o anhelamos que durante una sesión de insomnio en el fondo del pozo negro que se materializa al apagar la lámpara de noche; las ideas que hacemos circular, para luego hacerlas callar, en ese espacio suspendido en el tiempo, en todos los tiempos, surgen para poner en escena la tortura de los sueños felices mezclados con las pesadillas que nos llevan a la vigilia para ponernos de cabeza y dejarnos aún más cansados: hay quién trata de olvidarse de esta ordalía realizando su vida normal, tratando de domar a su alma mientras camina y trabaja, y hay quién escribe poesía…Carlos Quintero ha asumido la responsabilidad de darle identidad pictórica a sus temores y congojas y de concederle una textura cada vez más sensual a sus cariños más entrañables gracias a su necia pasión por sacarle ventaja al horror haciéndole una jugada traicionera y llena de esperanza al invocar a sus versos llenos de las imágenes sagradas de su vida cotidiana, de la única oportunidad que tiene para reconciliar al mundo con su musicalidad perdida y que él ha recuperado en el camino por identificar su propia voz, no la que usa todos los días para comunicarse con su gente ni expresar su estado de animo, sino la verdadera, la que solo tiene cabida en las paginas donde su autor nos invita a gritos para que compartamos con él su desesperación amorosa que lo ha convertido en murciélago ebrio y en Zaratustra consumido hasta el último aliento por los suspiros reprimidos, en un mundo apenas calcado en sepia que su sensibilidad desconoce y el lector debe avanzar por las siguientes páginas bajo la advertencia de que un poema es una imagen cuyos contrastes son tan delicadamente poderosos como para deslumbrar a la razón, lo que en el caso de la presente obra asegura nuevamente la validez de las palabras de Walt Whitman cuando decimos que “quien toca a este libro toca a un hombre”, y lo más peligroso y magnífico de todo es que estamos frente a un hombre apasionado.

Tal parece que la obra de los autores de nuestro tiempo es, en resumen, la crónica de la autodestrucción precedida por la caída del alma, la decadencia de todos los sueños como consecuencia de la degradación del espíritu, pero nuestro autor sabe que la vía más rápida y enriquecedora al mismo tiempo, es la exploración de ese interior, descuidado antes que olvidado, practicando una disección panorámica de sus fantasmagorías latentes hechas carne, lodo, hierba, sangre, llanto y pieles palpitantes que aceleran los latidos del horror erigido en maquinaria catártica que estas poesías descubren para sublimar los deseos más recónditos de la conciencia, que son también los de cada lector en tanto alma sensible templada al fuego lento.

Carlos no es ajeno a ello pues su oficio literario ha evolucionado trasegando ese proceso, sabe que sus cantos y poesías son testimonio del crecimiento de su espíritu libre, de ese espíritu que captura imágenes imposibles, sana las epifanías despostilladas, protege a la naturaleza brutal de los versos vivos de los manierismos vanos de la realidad más evidente y apuesta claramente por el futuro mediante la alquimia preciosa de la gélida muerte transmutada en el amor esplendente de un poeta que ha conocido a la belleza en sus expresiones más espeluznantes y que justo por eso se sabe listo para amarnos a todos nosotros.

Este libro es la certificación de ese acto amoroso que Carlos Quintero protagoniza a cada momento, su fuego y su elocuencia son la garantía de la larga vida que nos queda por descubrir, desde ahora patrocinada por una tronante voz poética que nos rescata de la furia para aterrizarnos en el suave tálamo de la dulzura, escenario en el que se suceden apocalipsis eróticos y revelaciones épicas por igual, y nos salva de la erosión de los sentimientos para orillarnos a hacer valer nuestros sueños a fuerza de articular los suyos en un trozo de papel.

Estos poemas son la prueba fehaciente y rotunda de que las cosas buenas ocurren, como venganza implacable contra los heraldos negros vociferantes con los que Carlos lucha para después sincretizarlos en sus aullidos hechos canción y así revelarlos como el reflejo de todos los que nos convertimos en sus hermanos cuando abrimos este libro, en el que fluyen los miedos y las alegrías página tras página, sostenidos por la recia claridad de un alma de alto voltaje. Y que venga el último poema, si es que hemos de seguir viviendo.

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