Caminar de noche
Hay pocas cosas como caminar de noche. Que los pies se fundan con las sombras. Abrir bien los ojos para que la pupila tenga más espacio y absorber los reflejos en el concreto. La noche es más fresca e íntima (y como toda intimidad, peligrosa). Quizá por evolución somos seres diurnos, pero si las ciudades no tuvieran la necesidad de ser habitadas y caminadas por la noche no habría luces en ellas.
Empecé a caminar a los quince años. Salía de la preparatoria y me quedaba hasta tarde. Leía muchas novelas de picaresca en las que los personajes caminaban de noche y tomaban decisiones, hablaban con vagabundos y se perdían, a dos calles de donde debían estar, bajo lluvia y frío, bajo un puente, en un establo, una bodega, un zaguán. Los perros les ladraban y ellos corrían, evadían a asaltantes o eran golpeados junto a una pila de estiércol donde la caída antes del sol resonaba como un elemento crítico de la narrativa. Salía de la escuela cuando empezaba el atardecer. Varias veces caminé hasta mi casa, tres o cuatro horas, pensando sin lograr hacerlo con tanto esmero como para olvidar mi rumbo. Después era mi memoria de caballo la que me llevaba a cuesta de mí mismo hasta donde fuera, y en algún punto caminar se volvía algo mecánico, un fuelle para que el pensamiento se activara por sí mismo y mi cuerpo siguiera su propio rumbo, decidiera sin el resto de mí si volvíamos a la casa o a algún lugar a esperar la mañana, una banqueta en un parque o bajo un coche o una cantina.
Lo hacía solo porque no encontraba quién quisiera acompañarme. En verdad nunca pregunté. En las novelas los personajes caminaban en silencio, en un diálogo mental que en todo caso se hubiera bañado de juicios externos. Y esos personajes, me di cuenta, no querían opiniones ajenas. Yo no es que las quisiera, sino que a veces me hubiera gustado tener con quien compartir mi imaginario nocturno, darle una voz a una narración que cuando llegaba a mi casa ya no podía transcribir. Pasaron los años. Caminé por Tijuana, Bogotá, San Francisco, Morelia, Guadalajara, San Diego, Los Ángeles, la Ciudad de México y muchos pueblos. Me sentía más seguro en los bordes de la Doctores que en esos pequeños lugares de dos manzanas, en los que la noche se vuelve densa y el canto de los sapos una cámara de estertores lejanos. Caminé en la carretera, oriné mirando la Vía Láctea y las vías de trenes que hace tiempo no pasan. Hubo un poblado cerca de un estero en el que las luciérnagas timbraban sin que pudiera verlas, y un cangrejo que brillaba bajo la luna bailaba frente a mí, amenazando el caucho de mis suelas con sus manos afiladas. Coyotes. Malandros que al acercarse me tuvieron miedo. Perros de gruesos dientes desnudos. Vagabundos que me llamaron Alfonso, Mauricio, Octavio. Solo, a veces en línea recta y otras pendulante, con frío y con calor, a la orilla del mar y descalzo.
Hasta hace muy poco no pensaba conocer a otros que lo hicieran conmigo, otros con los que verter palabras hacia la discreción de la noche. Palabras con ritmo de pasos alertas, con las que la ciudad entera se volviera un sendero de asociaciones verbales. He transcrito muchas de esas conversaciones, y en los últimos dos meses ya no me es posible caminar largas horas yo solo. No porque me canse, sino porque mis pensamientos se quedan ahí en la nada de la memoria rápida que se desvanece con la primera imagen, y así cuando vuelvo sólo tengo viñetas de la oscuridad para apoyarme. Quizá resuelvo mis cosas personales, pero preferiría entender mejor el nudo de una historia que no termina de escribirse. Cuando camino en la noche con alguien más no necesito contarle de mi historia para que esto suceda, tampoco lo que se dijo en sí se convirtió en parte de la historia. Sólo pasa que llego de vuelta, en la mañana, y me duermo. Cuando despierto jalo hacia mí el cuaderno: la trama se ha resuelto. Es más, cuando camino con alguien ni siquiera tienen que ser horas: a veces caminar con alguien al metro es suficiente. Es peligroso, me dicen, pero creo que es más escribir de noche.
Tuve insomnio durante veinte años. O eso creía. Leía hasta medianoche, a veces más, y pocas veces no escribí después de eso. Escribía por horas, varias historias, mis diarios, correos. Esperaba al canto de los pájaros para acostarme, guardar cuadernos, libros y computadora (es un decir, los tiraba por ahí como fuera en mi mesa de noche, que no era sino una caja verde de plástico llena de enciclopedias), y dar vueltas en la cama, con una voz narrando en mi mente el dolor de mis músculos. Asociaba las noches en las que llegaba demasiado cansado para escribir con una buena jornada de sueño y le daba a la caminata el valor de desprendimiento mental sin saber exactamente que, aunque ayudaba, era el no escribir la fuente de silencio. La historia se gestaba en algún barranco de mi mente, lejos de mi atención, sin que me diera cuenta, y surgía durante el sueño sin desprenderme del descanso. No fue hasta que entendí esto que empecé a caminar cada noche, por mi barrio en Tijuana, pensando en mis problemas personales y en esas cosas que no podía escribir. Tenía que entregar una novela en ese tiempo. Mi corazón era una red de ganglios enquistados. Empecé a acostarme temprano y a escribir por las mañanas, como había leído que hacía Burroughs ya en su vejez. Nunca terminé la novela. A la mitad me di cuenta de que no quería escribirla.
Cuando llegué a la Ciudad de México seguí caminando. La seguridad de mi barrio me incitó a no perder esa costumbre. Pero también empecé a caminar de día. Durante el primer mes caminé más de la mitad de mi tiempo despierto, horas diarias, hasta que me reventé las plantas en cuatro enormes ampollas llenas de sangre oscura. Perdí diez kilos. Las heridas se volvieron callos. Pese al cansancio y el desprendimiento de mi cuerpo no me sentía agotado. Llegaba por las noches y escribía. Dormía. Despertaba y escribía. Caminaba. Escribía. Caminaba. Escribía. Dormía. Debí decirlo en presente. Sigo perdiendo abdomen, ganando pierna. Entre más camino siento que más me acerco a mi humanidad, al nomadismo, que mi cuerpo cumple su función de animal erguido (alguna vez leí que somos el animal capaz de desplazarse mayores distancias con menor consumo de energía gracias a nuestra posición en dos patas, no sé si es verdad porque no me interesa saberlo). Me siento como esos amigos ciclistas o corredores que dicen que sólo cuando el dolor impregna el cuerpo pueden ver con claridad. Pero a mí no me basta un dolor veloz y agudo, necesito el cansancio que sólo las horas causan, que cruja la cadera y la espalda. Por eso sigo de pie en el metro después de dos noches al hilo, y caminamos juntos a las seis de la mañana con el amanecer sobre un puente.
Sé que hoy no voy a dormir por escribir esto. Hoy casi no caminé. La lluvia en la mañana me hizo devolverme, y hace rato la urgencia de volver a teclear una historia y después esto me lavó el cansancio del fin de semana. Terminaré de escribir esto y agarraré un libro, tal vez el más gordo de los que estoy leyendo, leeré durante dos o tres horas, unas cien páginas. Y después seguiré sin poder dormir, hasta muy tarde, hasta que los pájaros canten, pensando en cuándo volverá a suceder. La respuesta no llegará nunca. Esperaré con impaciencia. Mi memoria de caballo volverá a cruzar las calles nocturnas hasta que el sol me reviente en la puerta verde de mi edificio, y caiga desvencijado en mi colchón, hasta que la sangre se desgaste en mis pies y me borre las palabras de la superficie, hasta que mi piel huela a brisa y luna, tal vez la próxima semana, o mañana, o quizá hoy mismo.
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