Memorias
Desde lo más recóndito de mis recuerdos infantiles y hasta esta fecha que por enésima vez ronda el final de los tiempos, mi padre ha tenido una única y casi religiosa afición por los automóviles, la cual nunca pude disfrutar tanto como el.
Recuerdo que mi padre con más energía que tacto me arrastraba de la mano por parajes metálicos de olor añejo y dulzón (después descubriría que en realidad era grasa común) entre tanto cascajo y fierro retorcido hubiese sido el paraíso para cualquier aventurero de corazón como yo, pero por lo riesgoso del terreno siempre fui confinado a la pequeña oficina del taller, dónde guardaban sucios asientos, cajas abarrotadas, cartones, panfletos, refacciones y en ocasiones un sucio televisor, pero para mi asombro en ese lugar encontraría algo más.
Y es que con gran curiosidad y cierta inocencia ahí fué tomando forma la gran devoción hacía lo casi perfecto que es el cuerpo de una mujer, observar temeroso y casi a escondidas aquellos posters descoloridos con mujeres semi desnudas posando de maneras inusuales, incluso para mi suerte en alguna ocasión algún pezón salió a recibirme con los ojos grandes como espejos envolviéndome en una mística nueva, en en esa época dónde todavía los niños eramos niños y la televisión no nos había alienado tanto, acceder a esas imágenes casi oníricas era por demás escandaloso y aterrador.
Repasar con la vista los torneados pechos de una mujer de papel, en aquella época provocaba ningún cambio físico en mi, era más bien como adentrarse en un laberinto de más dudas que satisfacciones, era coquetear con lo prohibido, un atisbo al desconocido mundo de la belleza femenina a su máximo esplendor.
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