El viejo mar
Mi bisabuelo murió en la Cristera después de fusilar a un sacerdote. Frente a diez hombres que miraban sus fusiles máuser, inmóviles al contemplar la Gracia Divina —la Gracia: un hombre perforado por dos descargas del pelotón de fusilamiento, veinte balas 7x57mm, arrodillado y con los ojos abiertos, implorando al cielo, murmurando un Padre Nuestro— se acercó a quemarropa, desenfundó su revólver Smith & Weson, amartilló sin tragar saliva, descansó el cañón en el cráneo que rezaba, apretó despacio el gatillo, sin prisa, y ordenó que colgaran al cadáver de un poste en la plaza central del pueblo.
Era un pueblo de Zacatecas, un pueblo que no tiene nombre.
Un pueblo con una capilla.
En esa capilla se encerró, se tomó tres botellas de vino de consagración que cruzaron su garganta como caballos rabiando espuma, desenfundó su revólver Smith & Weson, amartilló a medias dos, tres veces, tembloroso, hasta lograrlo una cuarta, descansó el cañón sobre su cráneo que lloraba, apretó el gatillo a prisa y sin alivio y no volvió a decir palabra. Su cuerpo flojo se desplazó unos centímetros en la silla del confesionario, como quien duerme una terrible borrachera. Sus ojos se mantuvieron llorosos y abiertos.
Llorosos y abiertos, como los usaría el resto de su vida, hasta sus ochenta y siete años, cuando entré a su habitación y lo vi muerto. El lado izquierdo de su cabeza apoyado en su almohada con funda de seda, empapado todo del rojo de su sangre cerebral, y un boquete que había reemplazado el lado derecho de su cabeza por donde salió la bala después de licuar todo su pensamiento y su memoria. Su padre se había suicidado como él no pudo, durante la Revolución, después de haberle dado el tiro de gracia a un caudillo que nació del campo fértil e incierto.
Su vida la vivió recordando. Siempre volvía a ese momento en el que no pudo jalar el gatillo, ese momento en el que se negó la muerte para volver a su esposa, ese momento en el que murió por no haber muerto.
Mi bisabuelo escribió muchas veces ese mismo instante. La primera vez fue a los dos días del suceso, en una carta a mi bisabuela, en la que le contaba varias veces cómo había dado el tiro de gracia al sacerdote y cómo después había intentado matarse en la capilla, fracasando porque sabía que tenía que volver a ella, porque ella estaba embarazada de mi abuela. Después escribió una novela. Un poema épico. Varios cuentos en los que siempre había un fusilamiento. Sin saberlo, mi bisabuelo reescribía su pasado, fragmentando en cada nueva historia su propia memoria.
Sin saberlo mi bisabuelo quebró sus recuerdos, uno a uno, y los reemplazó todos con uno solo: su suicidio. Muchos años antes de morir, mi bisabuelo había muerto en su pasado, un pasado que se mantuvo presente como un escape imaginario.
Es difícil pensar en un escritor que tuviera un pretérito cristalino, así como mi bisabuelo no lo tuvo. En la mayoría de los casos hay fantasmas, fantasmas que aúllan desde todos los rincones del alma, que envuelven a uno con su velo de sal espesa, que obligan a encender la luz para desviar la atención de la oscuridad propia. Estos escritores no duermen hasta que no amanece, temerosos de que la noche torne eterna y los aplaste. Entonces la escritura tiene un rol vital, y es por eso que nace con ese impulso brioso, como caballos rabiando espuma: para levantar una polvareda y disgregar al pasado y formar así una mitología, un nuevo bloque de recuerdos, una verdad satisfactoria sobre el origen más íntimo.
Proust escribió su pasado para no perderlo, para entregarlo, para volverlo real y edificar alrededor de él un universo en el que circulara el mundo que lo había escrito a él, antes, a lo largo de toda su vida. Dejó de importar qué tanto fue real y qué tanto ficción: para la mayoría, esa es la vida de Proust, la de sus conocidos, la de Francia en su época.
Quien escribe para inventar su pasado escribe para ocultar sus recuerdos. El escritor vive a través de lo que escribe lo que de otro modo no podría vivir. Quizá el narrador sea entre todos el más psicótico al crear un mundo entero de acción posible, una dimensión paralela en la que (en el momento de la escritura) es una cantidad de voces, de ojos, de oídos, de pieles, de muebles, de corrientes de viento, de brisas, de alientos metafísicos. Narrar, en el momento de la escritura, es esquizofrenia pura, es la fractura absoluta del yo, el desglose paradójico de las contradicciones propias. En ese momento el narrador vive los actos tiránicos de un dictador, la sensación de despliegue de un vaso al quebrarse en minúsculas partículas de cristal, el rubor frondoso que provoca la aparición del amante a una mujer frívola, la ira sanguínea que hierve en la lengua del pueblo oprimido, los retumbos de la metralla, la carne desgajada por el plomo y el sable, los ríos de infértil muerte, la desesperación azorada, el miedo gris, la alegría fugaz, el color de la tierra después de la lluvia. Lo vive todo. Está en todo. Es todo. En su memoria las imágenes escritas transmutan de la ficción a la realidad, volviéndose la experiencia propia.
El escritor deviene una máscara resonante. Detrás de ella, todas las voces.
Mi bisabuelo sólo nos contaba historias de la guerra. Sin saberlo, se adueñó de una parte de su pasado y la volvió absoluta. Lo que siguió a eso, sus hijos, sus nietos, sus bisnietos, fueron momentos vividos en segundo plano, vividos como una historia alterna a esa otra historia, a ese otro pasado en el que él no siguió viviendo. Contaba, por ejemplo, que por culpa del soldado González recibió una bala en el omóplato que lo tiró de la fiebre por dos semanas; una ojiva de granada, en otra ocasión, le atravesó la boca como un caballo rabiando espuma, atravesando de mejilla a mejilla, partiéndole la quijada, tumbándole todos los dientes y parte de la encía; después, perdió la movilidad de una pierna (usó bastón hasta su muerte) por culpa de un caballo que, iracundo, se desbocó y le aplastó el muslo derecho con una potente impresión de sus cascos delanteros. Nadie lo escuchaba, salvo yo y mis hermanos, muy pequeños entonces para entender qué nos contaba realmente: que él no vivía con nosotros la mayor parte del tiempo, porque la mayor parte del tiempo tenía más de cincuenta años muerto.
Escribir entonces es vital: mantiene al entramado del universo, el universo personal, estable. La distancia con la realidad es sólo subjetiva, pues la realidad no es otra cosa que un consenso, una convención social, en donde lo que la mayoría percibe se acepta como parte de un sistema para propiciar el funcionamiento de una colectividad amplia, y lo que no es percibido por la mayoría se desecha o neutraliza bajo las etiquetas de lo irreal, lo ficticio, la fantasía, lo imaginario. Sin embargo, toda la construcción del entorno, todo lo percibido, es creado a partir de la imaginación. Es imposible definir qué tanto de lo que se percibe es realmente compartido por los otros. Es imposible asegurar que algo tan simple como un color sea visto igual por todos los que lo reconocen como tal. Es imposible hacer un cuadro objetivo sobre el dolor, porque la amplitud del espectro sensorial y las diferencias entre sensibilidad nerviosa y psicológica de una a otra persona son tan variables y únicas como lo son, entre esas personas, sus mismos ojos. Y aún así intentamos, establecemos un patrón, una media, el consenso entre todos los que podemos aportar algo. Intentamos, y en ese proceso de selección y discriminación la memoria funge un rol vital: nunca hablamos de lo que está sucediendo, sino de lo que ya fue, así acabe de suceder hace un instante. Muchas veces, por instinto, alteramos esos recuerdos mínimamente para salir beneficiados. La escritura no es diferente.
Anaïs Nin dejó un mundo testimonio con su pasado y el de otros en los registros de sus diarios por medio de sus emociones desnudas, de sus pensamientos cotidianos, de sus deslices, de sus juicios, de sus visiones. Por más apegada que fuera su escritura a los hechos, vemos en ella no la falta de subjetividad que se adjudica a la realidad, sino toda la carga subjetiva que se imprime en su escritura por medio de su percepción particular. No importa qué tan real haya sido lo que sucede en sus diarios, sino cómo ella lo vive individualmente, cómo ella juzga y piensa y retrata, por ejemplo, a un Henry Miller infantil, envidioso, cuasi autista e incapaz de funcionar fuera del mundo de la ficción.
Entonces no siempre se trata de cimientos, de nada verdaderamente esencial, sino de instantes catárticos que cierran un capítulo para abrir otro. Sin estos momentos, en la memoria, la vida tiene una ilación continua y plana, en la que todo sucede hasta un punto justo antes del clímax de un capítulo. Sin estos momentos no se deja de ser quien se es, pero sí se es un yo incierto y desconocido para sí mismo, un yo sin bordes, sin asperezas, sin abismos.
La tarde antes de su muerte, mi bisabuelo me llevó a la playa. Caminamos por todo el malecón hasta encontrar una banca. Nos sentamos y, sin dejar de mirar al mar, me dijo que esa era mi herencia. Con sus ojos llorosos me contó que su mirada y la mía eran idénticas, algo que rara vez pasa en la vida, porque ambos veníamos del océano y él nos habitaba en la mirada. Me dijo que yo volvería, sin importar en quién me convirtiera al partir. Me dijo que, como esas olas, yo volvería a la playa para filtrarme en la arena como espuma fértil pero incierta. Me llevó a mi casa y él se fue a la suya. Esa noche, después de decirle a mi bisabuela que ya había saldado todas sus deudas y que le dejaba una herencia limpia y honesta, se pegó un tiro con su revólver y no cerró los ojos. El mar no se replegó hasta que no se hizo ceniza. Yo tenía, entonces, trece años.
Empecé a escribir después de la muerte de mi bisabuelo, buscando en la escritura algo que me ayudara a disolver mis propios fantasmas. Heredada de una manera salvaje, como caballos rabiando espuma, mi escritura siempre fue autobiográfica en un sentido muy cercano al de la escritura de mi bisabuelo. Escribí, siempre, buscando esos puntos de quiebre en mis recuerdos, esos momentos borrosos, fértiles pero inciertos. Escribí, siempre, buscando esa oportunidad de rehacer mis recuerdos de una manera en la que vivir no se convirtiera en un tormento, en una oleada salina y espesa que me robara el aliento por las noches. Escribí para poder dormir, para poder volver a despertar, para salvaguardar mi pensamiento.
La escritura hace eso. Protege. Mantiene a los tejidos sólidos y resistentes.
Escribir es entender la armonía universal y componer adentro de ella. Escribir es tener una caja de partituras que, cada vez que se abre, presenta una hoja aleatoria. Se lee la partitura y se interpreta la música, haciendo variaciones, improvisando y alternando según el grado de técnica y talento. Mucho talento hace a un escritor interesante, así tenga poca técnica, interesante pero rasposo, quebradizo, inconsistente en veces. Mucha práctica y poco talento hacen a un escritor delicado y armonioso, pero falto de originalidad y fuerza más allá de lo que la misma partitura traiga consigo. Se requiere de trabajo preciso y constante para crecer la técnica, y el doble o el triple de vivencias para crecer el talento. Un escritor con ambas cosas es un genio, un virtuoso, ya sea en potencia y encaminado o en toda su facultad, sólido y trascendente. La imaginación es la herramienta esencial para llegar a ello. La memoria. El recuerdo. La necesidad de mejorar el pasado para mejorar el presente.
Vila-Matas parte de su pasado para hablar de su presente y del proceso de escritura, y por medio de sus motivos y de sus reflexiones que giran como reguiletes forja un mundo en el que las coincidencias y los encuentros fortuitos acompasan una armonía mayor, un designio detrás del caos y del absurdo, una vida fundada por el estilo. En su escritura es el estilo, y no la trama (“la trama es una vulgaridad burguesa”, cita apócrifamente a Nabokov), lo que determina el curso de la vida, del universo, a través de la memoria rehecha y mejorada, convertida en recuerdo legendario. Una transmutación del “pretérito imperfecto” al perfecto, ya no en sentido gramatical sino en el sentido de la experiencia.
Quien escribe así sana a sí mismo, sana a quienes lo leen. La escritura se vuelve un puente entre la realidad áspera y a veces insuficiente, y un lugar que no existe pero que es posible, un lugar en el que se gestan los motores del pensamiento, los motores que mantienen al mundo estable, que mantienen a la realidad como una dimensión algo habitable.
El pasado se va transformando poco a poco con cada texto nuevo, sumándose todo lo escrito a la memoria, a lo vivido, a los recuerdos, y enriqueciendo por medio de esas experiencias metafísicas a quien escribe.
Todas las fracturas se rellenan, y el escritor es en sí mismo un ente barroco que se satura, que va replegando al vacío en su interior hasta desaparecerlo por completo y, como una iglesia erigida a través de los siglos, a su muerte, no es sino la ilusión de que todo eso se construyó en un mismo año, en un mismo instante, en una sola vida. Como una iglesia formada en etapas, no es hasta que muere que el escritor sana todas sus heridas, disuelve todos sus fantasmas, estabiliza su memoria, y la forja de la que redujo los minerales crudos de su vida en arte desaparece del mapa. Entonces deja de importar qué pasó y qué no, qué fue real y qué ficción, porque entonces se entiende que, así se haya vivido sólo con la imaginación, todo fue vivido en el acto de la escritura. La memoria se convierte en el pasado colectivo, y pasa de ser algo subjetivo a formar parte del consenso, parte de la realidad colectiva. Como con la iglesia que, cuando la vemos, no nos damos cuenta de que tardó tres siglos en ser completada, ese pasado se lee como una realidad lineal cuando ninguna realidad es sino un espiral que se encaja sobre sí mismo para expandirse y volverse a hacer.
Mi bisabuelo escribía con un pasado ficticio para darse un lugar dentro de su propia escritura, para vivir y recordar por medio de sus personajes lo que no le era permitido vivir ni recordar afuera de ellos. Escribió sobre un pasado que, mientras pensó que había vivido, no sabía que estaba escribiendo como una posibilidad alterna para sobrevivir a su propia incapacidad para vivir coherentemente dentro del entramado de la realidad colectiva.
Las cosas se cuentan, así, cuando es el momento de contarlas.
Cinco años después de que murió mi bisabuelo, encamada y contando sus últimos minutos, mi bisabuela me llamó a su habitación y me contó, tras pedirme que cerrara la puerta, que esa noche ella sabía que él se mataría y que ella se acostó con la cabeza bajo la almohada para no escuchar el disparo, con la cabeza bien apretada bajo la almohada, esperando el rugido como el de un caballo desbocado rabiando espuma del revólver Smith & Weson de mi bisabuelo. Yo apenas había cumplido dieciocho años y ella, saludando ya a la muerte que esperaba sentada con paciencia en una silla al fondo de la habitación, me contó sin prisa sobre mi bisabuelo y la Guerra Cristera, sobre la bala que se demoró más de cincuenta años en cruzarle el cráneo y en borrar la memoria que no había sido depurada, sobre la deuda que él mantuvo con el océano y que no saldó hasta esa tarde de mis fértiles pero inciertos trece años, cuando renunció a sus recuerdos y me heredó la necesidad de volver como una marejada, como espuma a filtrarme en la arena, con los ojos cerrados, la necesidad de volver a mi pasado, a la escritura.
Así estaba frente al viejo mar, sin atreverme a sumergir ni la planta de los pies bajo su espuma costera, temeroso de romper mi promesa de no volver a escribir nunca más. El cielo encarnado de nubes salinas y oscuras se reflejaba en mi frente cubierta de brisa. Me quité los zapatos, pesados como un revólver Smith & Weson, y caminé hasta donde la arena húmeda se ensanchaba bajo mí. De niño siempre quise saber qué tan profunda era, y como hacía en mi infancia enterré poco a poco mis pies, escarbando con los dedos, levantando los talones para sumergirlos como topos de agua. Había vivido rodeado del mismo océano, sin embargo las corrientes frías del Pacífico no se sentían tan heladas como recordaba ahora, en esa misma playa, hacía muchos años. El mar nunca volvió a ser tan frío.
El mar es infinito, sus olas nunca son las mismas aunque siempre vuelva y se vuelva a ir. Así también es la escritura, y en ese día no pude postergarla más tiempo. Me senté en el muro de tierra donde termina el malecón, como doce años antes, saqué mi cuaderno, y miré al mar hasta que el oleaje se convirtió en ruido de cascos, relinchos y truenos. Escribí, otra vez, sobre mis recuerdos, sobre mi vida, sobre mi bisabuelo. Escribí hasta el anochecer, y después fui a un café que no conocía a seguir escribiendo bajo la luz de un quinqué eléctrico. Esa fue la última tarde en que escuché a los caballos rabiando espuma, desbocándose contra las olas que rompían más allá del horizonte, en ultramar.
Me despedí del océano, como había hecho mi bisabuelo hacía más de doce años, la tarde en que el Pacífico fue más frío que ninguna otra tarde, sintiéndome por primera vez pleno de haber saldado mi deuda con él, por haber vuelto aún sin haber sabido por qué antes de volver a verlo. Me despedí diciendo “hasta luego, viejo mar, nos volveremos a ver aunque ya no seas el mismo”.