Distintos tipos de fascinaciones
1. Sobre la fascinante nostalgia
Seguiremos bebiendo los días como si no pasara nada, pero de pronto, un silencio, como de corriente sanguínea, de mirada de gitana, de puro reposando en un cenicero, de puerta de madera en bodega abandonada, que nos ayuda a hacer remixes de nostalgia. Sobre todo porque el silencio no es silencio aunque es silencioso, y por lo tanto sus ruidos son más nítidos, son ruidos de imágenes:
Carritos chocones a los trece años en magic mountain.
El olor de una pijama.
Cómo los días tenían sabores peculiares.
Conversaciones a media luz en la recámara de los respiros profundos.
El recuerdo del ladrido del perro en la casa de atrás.
Quizá también ver las cosas desde la perspectiva de una esquina donde te encuentras sentado, viendo las cosas pasar, como si nada, tus ojos una cámara inexpresiva pero igualmente indómita.
Las construcciones de ideas malformadas en medio de la plática con los amigos. Siempre corre una canción que hace contrapunto y reafirma las imágenes idiotas e improvisadas.
Recostarse en las piernas de una mujer, masaje de cabellos opcional. Sentirse como si foto, postal o escena íntima de película checoslovaca.
Los lapsos de silencio en las salas de cine, cuando la película de pronto deja de tener sonidos. Es cuando te reconoces en medio de la hipnotización.
Una buena carcajada, de esas que duran mucho tiempo, y que los gestos de tus amigos te ayudan a proseguir con la risa; puedes ver cómo se reconstruye la idea chistosa en sus rostros.
Un buen beso. De esos buenos, inconsecuentes. De esos que son para siempre.
2. Sobre la fascinación por nuestros relatos
Es sólo el día de ayer que me di cuenta de lo estúpidamente “hoy” que puede ser la vida. Lo enteramente presente que pueden resultar las cosas. Pero eso no le resta silencios y ruidos estrepitosos al correr de las horas. Los merodeos de un perro alrededor de una bolsa de basura, el titubeo de una señora en un corredor de supermercado, y las decisiones de un mecánico a las once de la mañana de un sábado cualquiera, son momentos tan ineludibles de la existencia como aquellas “grandes decisiones” que consideramos en momentos igual de inconsecuentes.
No hay bombos y platillos detrás de aquellas decisiones que supuestamente “cambian el curso de tu vida”. Ya no vivimos en esa noción de presente decisivo, que ni siquiera tengo la menor idea de cuándo surgió. Lo que ocurre simplemente ocurre. Y ya.
Es por eso que la recuperación del relato puede resultar interesante. Porque esos giros de tuerca que suceden inconsecuentemente, se tallan, pulen y graban en las superficies de la memoria con un “sentido” determinado. Es un sentido arbitrario, pero no deja de ser interesante. Siempre y cuando uno se aleje del pathos, de toda carga emotiva o dramatizada. El alejamiento de tales construcciones es una de las cosas que más me gustan de nuestro tiempo, el actual, el tiempo de hoy.
Si se midiera esto a partir de un artefacto moderno –en este caso, el cine– pudiéramos identificar el rompimiento de tales construcciones en la manera como el cine fue transformando el carácter de las historias que cuenta.
En algún momento llegué a pensar que la gente del pasado hablaba como los diálogos de las películas antiguas. Que efectivamente, había personas que hablaban como Humphrey Bogart en Casablanca, que padres e hijos tenían discusiones igual de cargadas que las que tuvo James Dean con su padre en una de las escenas de East of Eden, cuando éste llega con un fajo de billetes, para demostrar su valor como persona frente a un padre que jamás reconocía sus logros. Si hacemos a un lado el dramatismo visual de la escena (los billetes derramándose en el pecho del padre) y nos concentramos en el intercambio de frases entre ellos, podemos tener una idea de lo que quiero dar a entender.
No usamos, creo que no hemos usado, el tipo de lenguaje que se usaba en el cine para discurrir en torno al drama humano. Evidentemente. Pero me llama la atención cómo, con el paso del tiempo, el cine comenzó a advertir la necesidad no de construir ese tipo de artificios de discurso, sino de imitar la verdadera franqueza –psicológica, lacónica, meramente gestual– con la que manifestamos toda una serie de sensaciones, pensamientos, “grand statements”, y que van conformando los momentos de todos modos igual de construidos, artificiales (en el mejor de los casos simbólicos), de nuestra vida diaria. Agradezcamos el antecedente del cinema verité, pero también la metanarrativa que surgió como elemento revelador de que, en realidad, el mundo no está conformado de personas que hablan como personajes de Jane Austen.
La vida no se enmarca. No hay jump cuts que recorran la infinidad de sensaciones que se producen en un momento determinado. No hay cámara felliniesca que se detenga en los rostros de una familia sentada en la mesa del festejo. Tampoco se acerca al rostro del padre, el cual, dispuesto a decir aquellas frases que en su mente se quedarán grabadas por siempre en la historia de la familia, construye un discurso que, como diría Shakespeare, no es nada más que sonido y furia, no significa nada. Todos podemos sentir el momento en que ese momento deja de tener un sentido emocional. Dura cinco segundos, máximo.
Sin embargo, tenemos la construcción narrativa que puede surgir de dicho momento. Hoy día pueden conformarse de maneras mucho más interesantes que aquellos modelos armados por la narrativa del siglo XIX, hoy por hoy el modelo que sigue rigiendo la novelización de nuestras vidas.
3. Sobre la fascinante transgresión
No hay peor transgresión que la vida misma, en su correr desmedido, en su modo de operar por los escondrijos de la realidad. Una mujer amamanta a su bebito recién nacido. Dos pintores, en lugares distintos del planeta, están frente a un lienzo. Alguien enciende un fósforo. Ninguna persona suspira en una ciudad, en un lapso de nanosegundos. Hace dos segundos, podía escucharse un orgasmo detrás de la pared de un cuarto de motel. Cantidades enormes de niños abren una lata de coca cola. Alguien llora, alguien clama por la supervivencia de las especies, alguien arguye en contra de lo que considera un punto de vista erróneo. En cierta región de la memoria, X piensa en Y, recuerda un momento que creían, ambos, olvidado. Un desodorante inunda el espacio de una sala de estar. Un pescado se enganchó al anzuelo. A una señora le faltan dos centavos para completar el total que marca la caja registradora. Alguien muere, alguien es pensado como resucitado en el rostro de un desconocido. Se sigue al desconocido furtivamente, hasta que se construye una historia. El tiempo se detiene. Pero luego recomienza. Continúa la transgresión.
4. Petite fascinations
Quisiera encontrar la verdad de las cosas en el lunar que se encuentra enseguida del ombligo de una mujer. O en las maneras como cada caricia es la inscripción efímera que de la piel pasa a la voz que pregunta “¿por qué ahí, por qué la caricia ahí? ¿por qué los labios reposan ahí?”. Quisiera encontrar la verdad en el color de pintura en las uñas de los pies, o quizás en un suspiro, o en los patrones débiles que dejan como marca los calzoncillos en sus caderas, las marcas de rímel en el hombro de la camisa blanca, la mordida en el cuello: huellas que nos hablan de la verdad. Quisiera encontrar la verdad en la manera como los cuerpos se entrelazan, disponen en la confusión de las piernas y los brazos y el aliento compartido y las miradas pasajeras y el recorrer de los dedos la naturaleza incierta, confusa, de la verdad. Me he encontrado con la verdad en distintas ocasiones. Por lo regular, sucede a las tres de la mañana. Las luces de los autos bailan alrededor de la recámara, se filtran por las persianas, ascienden como gigantes perdidos momentáneamente en la noche. De pronto ella, de pronto él, de pronto todo. De pronto… no hay absolutamente nada qué decir. Y esa es la verdad.
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