Sinfonía con una gota de agua
Congenio muy bien con los grifos. Me agrada observarlos. Casi siempre hay esa gotita que cae de ellos como si llorasen lánguidamente. Abajo, en el agua estancada, la gotita va a perderse y a fundirse en una líquida totalidad suprema. Y hay un sonido preciso, que es al mismo tiempo dos o tres sonidos diferentes; todos con un ritmo que parece interminable. Es el sonido de la caída de la gotita en el agua, que se asemeja en gran parte al de los cubos de hielo dentro de un vaso de vidrio o al de las notas agudas de las teclas de marimba. Ese retintín parece hipnotizarme y cada vez que me acuesto a ojearme con el techo de mi cuarto, su eco me inquieta y me incita a creer que en la constancia (¿o en el desahogo?) están las soluciones a muchas de las complicaciones humanas. Luego me río un poco. Entiendo que tengo poca calidad humana para abordar temáticas de tales índoles. Sí, me río.
Pero no es sólo esto. Esas gotitas evocan en mi mente situaciones en extremo tristes y angustiosas. Su caída es simplemente inevitable; hay algo de fatal en el suceso. Y luego pierden su identidad y su individualidad por completo, convirtiéndose en agua estancada en una pila con dos lavaderos, por ejemplo. ¡Fueron gotas por tan corto tiempo que ni siquiera lo supieron! Frente al mar nadie exclama: ¡Qué lindos esos millardos de gotitas juntas! ¡Vamos a nadar un rato a donde las gotitas se juntaron! (Luego ninguno se refiere a ellas como lo que son, ni las llaman por su nombre. Acuden, para colmo, a lo peyorativo y así «gotera» resulta ser el hecho de no poder tener un techo decente y esa incomodidad de tener charquitos en el suelo en algunas partes de la casa).
Y las gotitas siguen cayendo, sin pena ni gloria, destinadas al calor de un colectivo de índole marítima; mientras el grifo llora esperando a que yo me levante de la silla y lo tome de la cabeza y lo haga vomitar un chorro de agua, para que se desahogue de una vez por todas. A veces, repleto de interés en fantasía, me debato entre dos identidades: ya no sé si ser grifo o ser gota de grifo. Lo que sí es cierto es que si alguien apareciese de pronto y se tomase la molestia de abrir el grifo, mi catarsis sería más virtuosa que una catarata; y, sin duda, importunaría a más de uno, pero todo acabaría (y de esto pocos se habrán percatado) si alguien más inteligente se atreviese a cerrarlo. Hasta la fecha, ese alguien sigue brillando por su ausencia.