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Golpeando a Sam Worthington

Tengo mucho tiempo queriendo ser paralítico. No sé bien cuándo empezó, lo más seguro que, así como un pensamiento recurrente y serio, hace unos dos meses. Para efectos literarios omitiré esa mención y recurriré al siempre útil cliché de referenciar esa etapa de la infancia de la que no tenemos más que imágenes vagas y en sepia en vez de memoria. A mi modo de recordar así es en sí toda la memoria: imágenes vagas, entrecortadas, una sobre otra: todos bailando el robot en una cena de navidad, yo con sombrero y en calzones. Lo del sepia sí es una invención de la nostalgia porque desde que hay fotografías hemos asociado el pasado con la borrosa imagen quemada por la luz. Quién sabe cómo recordaban antes, tal vez en un estilo de pintura de una o dos generaciones anteriores a la propia. Como sea, el sepia llegó para quedarse, y así quiero hablar de mis recuerdos de infancia. Para efectos literarios, reafirmo, diré que tal vez la idea de ser paralítico es a causa de tener una abuela en silla de ruedas desde hace unos quince años. Un buen comienzo. Digamos que empezó en 1995, cuando el dólar costaba como seis o siete pesos; Saddam, Fujimori y Menem se reelegían; morían Selena, Pugliese, Deleuze y Ende; lanzaban Neon Genesis Evangelion y Windows 95; Michael Jackson todavía era negro y estaba vivo; etcétera.

Mi abuela era militar. Como el judaísmo que corre en mi sangre, la herencia bélica se transmite; la diferencia: del padre a los hijos: la sangre militar corre por los conductos deferentes. Mi abuela fue a la guerra: todas las batallas de mi bisabuelo, aquella en la que perdió la pierna cuando lo tumbaron de la moto, la otra en la que perdió los dientes con una ojiva de granada, la de cuando incendió no me acuerdo cuál iglesia, todas las vivió mi abuela antes de ella misma quedarse paralítica. A diferencia del judaísmo que corre en mi sangre, el militarismo me fue ejercido como educación y es por eso que ahora escribo.

A los cuatro años marchaba, todas las mañanas, a las siete de la mañana, después de una hora de ejercicios de rutina y un despertar con trompeta en el oído. Izaba bandera. Talaba madera. Lavaba el zócalo. Después desayunaba.

—Es el método —decía mi abuela—, para escribir hay que tener método. Hay que embarrarse en la rutina para que, cuando llegue el momento, uno se deprima lo suficiente. Si no, todo lo que escriba será pura basura propagandista.

Al acabar el desayuno iba a la escuela, donde aprendía nada pero me peleaba con todos los niños. Cuando volvía a la casa mi abuela me daba con un palo: cinco veces por cada moretón nuevo, luego me curaba con árnica. “Es el método”, resonaba detrás de mis ojos, en las nalgas peladas que ardían, en ninguna lágrima que caía porque yo no lloraba. “Es el método”, entendía.

Cuando mi abuela se quedó paralítica yo ya estaba rodeado de exmilitares en sillas de ruedas. Había más de una en la casa y siempre una estaba desocupada. Me subía. Movía las llantas. Me imaginaba brincando en una banqueta, levantando la silla por los aros de las ruedas con la pura fuerza de mis brazos musculosos. Mi abuela decía que no me sentara, que le opacaba el corazón.

—Es como si me golpearas —decía mi abuela—, como si golpearas a un paralítico.

A veces así me siento cuando escribo: paralítico golpeado. Sentado en una silla de ruedas que no es mi silla de escritorio con ruedas debajo, sino una silla de ruedas, porque no puedo mover las piernas, no puedo caminar, no puedo usar mis genitales. Soy tan vulnerable, soy un conejo ’bout to get proper fucked. Estoy con la cabeza abierta, el cerebro expuesto y todo lo que hay dentro mana libre como se ven los rayos en las nubes, brincando de cúmulo a cúmulo, esparciéndose por el cielo, rajando árboles al fecundar la tierra. Me siento débil, me siento presente, vestido de negro en medio de un campo nevado como un ideal blanco para tiro. “Soy un paralítico, soy un pinche paralítico recibiendo todos estos putazos: ya perdí cinco dientes y aparte dos de ellos tres veces, ya ni puedo contar las veces que me he tenido que rajar el párpado para seguir viendo, para seguir escribiendo, para seguir aguantando golpe tras golpe directo.” Y siempre he querido ser un paralítico, ¿no? Siempre he querido recibir los golpes de la vida y perder la movilidad para siempre, terminar como Stephen Hawking, sobre todo por sus doce doctorados honoris causa.

“Es como si golpearas a un paralítico…”, resuena en mis rodillas adoloridas, detrás de mis testículos hinchados, de mis años de hemorroides en gestación. Soy como el rayo, y el rayo no sale de las nubes, no fecunda a la tierra: la tierra lo dispara, la tierra se abre y lo catapulta al cielo, el rayo se dispersa en las nubes. “Es como si golpearas a un paralítico”, pero tú eres el puño: yo soy la patada frontal al vientre, yo soy el disparo a contrarreloj que abre la cabeza. Escribir es como golpear a un paralítico: el acto más brutal y crudo de humanidad, el acometimiento en reversa a lo acontecido.

Todos los que escribimos tenemos un punching bag incapacitado y lo usamos para crear esos momentos de mayor despliegue, de mayor honradez, de mayor asimetría, de mayor polarización; el resto del tiempo golpeamos cimientos o niños raquíticos, ancianos, mujeres embarazadas: cruel, pero nada del otro mundo. ¿Quién no le ha dado alguna vez un gancho directo al ombligo de botón de una dieciochoañera cargando un producto de ocho meses? Todos, aunque sea una vez, aunque sea imaginariamente. Y sé que es paradójico, pero hasta eso que nuestros ensillados son más resistentes y hasta aguantan más que una persona sana y “normal”. La cosa está en escoger muy bien a su paralítico, damas y caballeros, en seleccionarlo, en meticulosamente retirarlo de la realidad colectiva y apropiárselo. Muchos, en este siglo, habrán elegido a Stephen Hawking, otros a Christopher Reeve; no faltarán quienes opten por los lisiados de ficción y, aseguro, Charles Xavier es uno de los más solicitados. Yo por mucho tiempo tuve a mi abuela porque, hay que decirlo, algo que hace mejor al paralítico para ser golpeado es que la sangre militar corra por sus venas.

Pero mi abuela ya está muy vieja y ha perdido toda voluntad de seguir viviendo. Mi abuela no soportaría más de dos golpizas, cuando mucho, y yo necesito torturar diario. Por el bien común le otorgué la jubilación y ahora puede retomar, en sus ratos de ocio, que son todos, esa depresión que la aleje de la escritura de propaganda que fue toda la de su juventud. Ni siquiera sé cuántos premios de poesía tiene, ni importa: se ha quemado lo suficiente para no tener más que acidez porque toda la azúcar le corre por sus diabéticas venas. Entonces era natural que buscara a una persona que se le pareciera para reemplazarla, una figura que cumpliera el rol de matriarca, militar y paralítico, que me causara la misma situación de cariño y desprecio como para todos los días, a las seis de la mañana, engarrotarle con mi kendo shinai (竹刀) en la frente y apuntalarlo después en el vientre hasta derribarlo de la cama y barrer con su cuerpo, saki-gawa (先皮) como aguja clavada al pubis y fungiendo como palo de escoba; a patadas en el culo insensible tirarlo a un pozo, brincar yo dentro cayéndole en el pecho, arrodillándome en su plexo solar para castigar de más cerca su rostro, puño a puño, hasta tirarle todos los dientes; así, por varias horas, a diferentes horas del día, siempre curando con árnica después del despliegue de brutalidad. Es más que evidente que mi paralítico debe ser muy resistente, inquebrantable.

Elegí a Sam Worthington no como Sam Worthington, sino como el paralítico que es Sam Worthington en Avatar. Exmilitar. Inquebrantable. Gringo del futuro. El espécimen perfecto. Lo elegí el domingo pasado cuando mi tío, acomodando un póster en su pared, un póster de Avatar que estaba antes en el cuarto de mi abuela, dijo, mientras le daba con el puño para que el teip se adhiriera bien a la pared, “estoy golpeando a Sam Worthington“. Le dije que eso era un buen nombre para un texto, “Golpeando a Sam Worthington”, aunque no sabía de qué trataría. Yo, sentado en una silla de ruedas eléctrica, hablando de Stephen Hawking, pensando que siempre he querido ser paralítico, no me daba cuenta, no asociaba, todo a mi alrededor ni mi situación escritural: había estado, el último mes o dos, descargando mi furia contra una bolsa de carne que ya no tenía cómo presentarme oposición: devenía laxo, uniforme, descafeinado.

Hice la primera prueba esa misma noche, ya en mi casa, en el sótano. Colgaba del techo con una cadena, de las muñecas, con las piernas sin tocar el suelo y como trapos. El resto de su cuerpo estaba rígido, tensionándose para olvidar el momento. Me acerqué acomodando bien entre los dedos mis nudillos de metal, ladeando el cuello para que tronara como tormenta eléctrica, escupiendo al suelo, sonriendo. Hay que hacer así estas cosas, hay que entrar en papel. Le dije, mientras le tocaba una mejilla, que no era personal, que era mi trabajo y nada más, y entonces me escupió, como era debido, y así dimos paso al “si esto iba a ser desagradable ahora lo será peor, créeme que no quería recurrir a tanto pero no me dejas alternativa”. El primer golpe fue en la boca del estómago. El segundo en el costado derecho. Soy ambidextro, puedo golpear tan bien con cualquier brazo como con el otro. El tercero fue directo al bazo. Justo antes del cuarto escribí la primera frase y noté la diferencia frente a lo que había estado escribiendo con las últimas golpizas infructíferas a mi abuela en sus últimas. “El cielo es un cadáver de ámbar mal pintado” contra “Yo le leía las nubes toda la tarde”. La diferencia tal vez no sea notoria para quien no me conozca mucho, para quien haya leído poco de lo que escribo; no así para mí, que soy mi único lector y reconozco mis variaciones de estilo y puedo emitir juicios críticos tales como “se nota que en la escritura de este texto Rafael Zamudio tardó varios días; en el párrafo siete, después del cuarto punto y seguido, el ritmo cambia drásticamente y el cambio es distinto a lo que sucede, por ejemplo, en la última oración del párrafo seis: es evidente como en el del párrafo siete ya había descansado la construcción del texto y, por ende, el cambio de ritmo no es natural sino premeditado: el artificio resalta ya no como un mecanismo inherente al texto mismo, como en el caso de ‘Flores bajo el lago’, sino como una proyección consciente de la velocidad giratoria del planeta y eso, a mi parecer, carece de contundencia” o “pocas veces en pocos autores, como en Rafael Zamudio, la influencia de Yosano Akiko se conjuga con la de Danilo Kiš sin que resulte, en la colisión, un oxímoron autoanulante; y, aún en menos ocasiones, como en el caso de Rafael Zamudio, esta relación orbital sucede sin que jamás se haya leído un solo texto ni se sepa quiénes son esos autores”; o sea, que conozco tan mal yo mismo lo que escribo que cualquier cosa se vale, pero queda detrás ese fondo sensitivo desde el que levanto la mano derecha mientras con la izquierda en forma de cuchara jalo hacia mí la pila de monedas al ritmo de “¡Lotería!” Está de más decirlo, pero lo hago de cualquier modo: al enterrarle la rodilla arriba del cartílago tiroides en un movimiento volador de Muay Thai, la última frase, “nunca vienen los grillos a lavarnos la mugre acumulada en medio de los dedos de los pies”, cerraba una verdadera obra maestra. Natural: no pienso publicarla ni volver a mencionarla en mi vida, ni citar más de las dos frases ya mencionadas: el mundo no está preparado para semejante literatura.

Mientras escribo estas cosas, impublicables, escribo también desde mis heridas. Serán los libros que publique y corran con la suerte que deban correr, que probablemente sea pasar desapercibidos. A mi editor, o a mi esposa, preferiblemente a mi editor que será mi esposa, le dejaré todos los otros manuscritos y le diré, en mi lecho de muerte, si no morimos juntos, al mismo tiempo, que se deshaga de ellos y jamás los publique. Como buen editor y buena esposa entenderá que pretendí todo lo contrario pero que, para esgrimir el mito de que fui un hombre austero y de baja autoestima que consideraba mi arte como un adefesio cualquiera de mi psique insana, le di esa última frase para que empezara así mi biografía, una de las tantas que no habré escrito yo mismo con seudónimo (sin contar múltiples autobiografías de todo tipo), y asegurarle a nuestra descendencia, pobre, distante, falta de orgullo, el futuro saludable y pudiente que jamás sería en vida.

Quizá sea este texto la única evidencia y el único momento en el que mencione que tengo ahora mismo a Sam Worthington listo para ser golpeado, aquí a mi lado, amordazado y desnudo en una silla de madera y junto a él, en una mesita de metal, presumiblemente aluminio, sendos objetos especialmente diseñados para extirparle, en el enrojecimiento de la piel, la fractura del hueso, el hinchamiento del párpado, el sangrado interno, los mejores textos que escribiré y que nadie que viva ahora llegará a leer. Precisamente porque nadie leerá este texto, nadie notará, como he planeado, mi existencia hasta que sea demasiado tarde, hasta que mi confesión se pierda en las bromas del tiempo y las curiosidades de la ficción especulativa, es que lo digo ahora y así me aseguro, desde el pasado, cuando sea anciano, cuando entregue esos papeles secretos a mi editor que será mi esposa, que lo dije y si nadie se enteró no es ya mi problema pues, terminando con otro cliché con fines literarios, sobre advertencia no hay engaño.

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