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Solipsismo medicado

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Mientras observa las paredes de su cuarto, Javier se pone a pensar en que nunca ha colgado un cuadro en su vida. La imágenes pictóricas le parecen aburridas, digno tributo a un pasado pequeñoburgués que cree olvidado, pero que siempre encuentra una forma de resurgir. Las 3 am, siempre se despierta a la misma hora desde que tiene uso de razón, ya sea por mera costumbre o por los gritos que escuchaba de su padrastro, sólo que ahora en vez de que su madre lo consuele con un vaso de leche tibia y un cuento, se reconforta con otro tipo de tranquilizantes. Se aventura a la cocina arrastrando un pijama viejo de payasos que ahora le queda dos tallas más grande, camina taciturno por un pasillo ancho y largo dando pasos cortos pero rápidos. Empuja la puerta de la cocina y busca entre las puertas de la alacena un menú eficaz para sobrellevar la noche: se topa con su dios en ampolletas inyectables: Medazolam, 2ml. Busca más al fondo hasta que colecta Tafil 0.35 mg, Lexotán 5mg y el muy recomendado Valium 15mg. Examina entre los dedos se sus pies buscando un espacio propicio para la inyección, sin querer tira unas cuantas gotas sobre sus piernas, nota que el payaso que recibió un poco de Medazolam parece estar feliz. Toma la padecería de pastillas acompañado de un ligero trago de anís. Las ingiere una por una con la intención de caer tendido en la alfombra de su sala para no volver a despertar, esperando que alguien recuerde que vive ahí, descubra su cuerpo y se tome la molestia de darle un funeral digno. Hay muertos que no quieren morir, Javier es uno de ellos. Se deja caer hasta que se da cuenta que sigue vivo, se arrastra hacia la esquina de su sala, tira de las persianas negras de su ventana sólo para ver que sigue siendo de noche. Su cóctel no rindió frutos. Se sienta en su sofá para observar la ciudad desde lo alto de su departamento ¿por qué no me tiro por el balcón? Ha de ser más fácil, todos pensarían que fue una muerte accidental, lástima que le tengo miedo a las alturas, un verdadero miedo.

Siente un cosquilleo en su brazo izquierdo, sus dedos se mueven al compás de unas sirenas que acaba de escuchar, su mano se mente entre sus pantalones y comienza a sobar su pene, está seco, escupe una amistosa cantidad de saliva para esparcirla sobre la cabeza, frota lenta y eficazmente. Intenta recordar algo para mantener la erección, quiere pensar en la vecina del 4to piso pero sólo se le vienen a la cabeza un par de perros que vio coger en la calle. Se asusta e intenta concentrarse, encima del tablero de ajedrez nota que hay una postal de Suecia, la adorna una hermosa mujer rubia que le recuerda a la monja de su primaria, la monjita Martina, siempre de buenas, la única mujer satisfecha de estar casada con Jesús y vivir una vida de castidad. Se frota pensando en ella, imaginándose su figura tras un hábito pesado de poliéster setentero, en su mente es distinta a como la recordaba en su infancia, su cabellera rubia parece de fuego, quema a los perros que comparten la fantasía, manteniendo un gesto compasivo en su mirada. Le sonríe y dice al oído: Pecado. La ignora, ella sigue montándolo con los cadáveres humeantes a su costado. Huele a quemado, se detiene un momento para comprobar que no es en su casa, se asoma por la ventana para ver que una moto se estrelló justo frente a su edificio. Escucha un eco en su casa: una voz fría susurra entre gemidos pecado, pecado. Intenta ignorarla, se vuelve a acomodar en el sillón, en cuanto intenta tocar su pene nota que ya no está ahí se levanta asustado, se pone a buscarlo frenéticamente por el suelo como si fuera desprendible. Te dije que era pecado, le recuerda la voz, el grita ¿Qué? Un coro de voces pequeñas repiten en coro pecado, pecado. Los payasos saltan de su pijama, son grises con cabellera anaranjada y trajes opacos. Tienen colmillos brillantes que no tardan en encajarse en su carne, no dejan espacio sin lesión, quiere gritar más el mismo dolor no lo deja. Entre las sombras aparece su monja de cabellera flamígera, con el traje roído por las décadas, mostrando su vientre y un seno muerto que cuelga por mera costumbre de su pecho. Ella se acerca a purgarle de sus deslices, parece que va a darle un beso, abre su boca y lo invade con un aroma a azufre. Suena el despertador, Javier amanece en el suelo acostado encima de su brazo, intenta moverlo pero esta tan falto de sangre que no quiere responder. Se levanta soporífero y camina hacia la cocina, es de madrugada, el mundo parece despertar pero a él le vale un carajo. Empuja la puerta del la cocina y busca entre las puertas de la alacena un menú eficaz para sobrellevar el día: se topa con su dios en ampolletas inyectables: Medazolam, 4ml. Tafil 0.55 mg, Lexotán 8mg y el muy recomendado Valium 35mg. A ver si ahora no falla.

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