Patíbulo
A Daniel Alberto Oliva Soto
La realidad es una pedrada en la cabeza.
¿Qué historia imaginaria y sangrienta,
qué mareo, qué roca rodante,
qué culpa
es nuestra cicatriz?
Dijimos adiós después de tiempo,
Nunca tuvimos urgencia.
Y también nos adoptaron como a hijos
las penas, ésta,
mientras la muerte, ella sola,
repartía herencias,
nos arrastraba hasta aquí
con engaños.
Hemos sentido cómo nos araña,
y cómo da pasos de araña
en su pared fría,
embalsama los colores
como un pintor
que huye a pintar olvido
dando pasos de araña,
últimos pasos.
Somos estatua inclinada, hecha de olvido.
Somos el cardumen que cerró las tardes
cuando quiso,
un asfalto brillando
en sus últimos minutos.
Ya vemos nuestras manos:
capulinas a punto de ahorcarnos,
de subir a nuestras cabezas
como a un hongo
con recuerdos adentro,
con dosis de dulcísimo veneno.
Somos eso, la recurrente caída,
la historia y sus espectros,
el reflector
que sacude sombras con su ventolera;
somos quienes miran en el cielo
un retrato de familia,
somos la multitud que se detiene
a respirar y confabula,
manipula órbitas, somos polvo
y en polvo
nos convertiremos.
Porque no entendemos
qué quiere cazar el viento,
qué pretende la luna
al descansar en nuestros hombros
casi
como una amiga.
Estamos habitando las sombras
que nos tocan,
tragándonos su aire,
robándoles lo negro.
Sabemos hacia dónde miran las cosas
cuando se les da la espalda.
De noche la caminata Siempre
nos llevó al extravío;
nuestra sombra es terreno prohibido
que la muerte, cercana, pisotea.
No es fácil
entrar en una habitación oscura
y acostumbrarse a los objetos,
no lo es Dios mío, no lo es.
Dejemos de interrogar puertas,
de simular o creer
que alguien las abre,
que tiene para nosotros
una entrada inútil, o peor,
una salida.
Se hizo ruina nuestra heredad,
ahora
nos advierte que la noche finaliza,
no volveremos a ser luz en la enramada,
no volveremos a la región
y sus caminos
porque estamos piedra adentro,
muy adentro, tanto
que ya vemos, oímos, el afuera.
Es hora de que se suicide la noche,
y llegue el día
con una de sus muertes
a liquidar la angustia.
Debió ser nuestra imaginación,
nuestra fragilidad,
la que dio esa estocada de matador ebrio,
la que hizo correr
hacia nosotros mismos a la sangre;
debió ser, claro que sí,
esa anotación de culpa,
la que hace el criminal
después de bruñir su revólver,
después de guiñar el ojo
en la soledad
de su torre.
No hay duda que el azar
es una ráfaga incógnita
que desuella a lo aparente,
y no hay duda que nada
fue como hoy se recuerda.
Fue en alguna playa
cuando subía la marea
y la espuma era un destello
que temblaron los secretos,
allí estaba la marea
con su energía,
rumorosa, ahuyentándonos,
con el lenguaje del que pasa.
Pero nosotros, tan tercos, tan valientes,
no levamos anclas,
no huimos a tiempo,
Nunca tuvimos urgencia.
Al llegar aquí,
dejamos atrás las coincidencias,
nuestro sitio de apariciones,
las torres, sus grietas,
la hora en que caímos.
Nada impidió que la luz huyera, y antes
nos cortara
como una sierra eléctrica
que corta el hielo.
Porque nos cansamos de agitar pañuelos,
de contar piedras
como a hombres o joyas,
de decir la verdad
con bocas de río,
ah,
la verdad
tiene muchos caminos.
Y alguien nos dijo que no,
no estamos aquí
para quedarnos.
Fueron sus últimas palabras.
Y nos preguntamos
¿cómo es posible tanta oscuridad,
tanta sombra desatada?
Y fuimos
como un dios muerto,
fuimos trueno,
tela rasgada,
boca en la tierra,
fuimos lamento.
Y entendimos
que el tiempo
no se hospeda,
que todo es encierro.
Y por qué el silencio
nos habló de escrituras,
y por qué desapareció
para siempre
al cerrar la puerta,
y nos dejó solos,
en nuestra heredad de piedras,
y le dio cuerda a otro reloj,
en otro sitio,
con otro olvido,
y nos dejó aquí
inmóviles,
sufriendo
con la misma,
la mismísima soledad
del patíbulo.