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Borges murió en 1954

jorgeluisborges1Jorge Luis Borges murió en 1954 asesinado por un pésimo escritor que, mientras trabajaba en Séptimo Círculo, le mandó una propuesta para publicación: una detallada relación de los hechos de un asesinato que él había cometido y al que se refería como “un crimen súper-perfecto“.

Bioy Casares lo refiere como una broma que “impide aclarar el punto”, a lo que agrega que “cabría una novela policial”, diciendo de otro modo lo mismo que he dicho en el párrafo anterior: “llega la carta; el asesor, despectivo y con lápiz rojo; la insistencia del estúpido autor; la misteriosa y violenta muerte del asesor”.

Tengo dos horas con esos dos párrafos escritos. No sé a dónde quiero llegar. Pensaba escribir un texto en el que hablara de una muerte ficticia de Borges que no sería ficción sino realidad en otro plano de existencia. Argumentaría que toda ficción es realidad y que toda posibilidad se concreta, ampliando así el ramaje del Árbol de la Vida, concluyendo que en cada fin de cada rama, en cada cierre, hay realmente una apertura porque, al ser la totalidad de posibilidades un macrocosmos vivo, como en el cuerpo humano, donde cierra una arteria empieza una vena y ésta lleva de vuelta al corazón, y el corazón siempre está bombeando sangre que se nutre y es cada vez nueva sangre, y como esa sangre baña todo, hasta las paredes de las venas y las arterias y el corazón, cada ciclo es siempre expansivo.

No escribí el texto porque escribirlo era escribir muchos textos de Borges, incluso los que no escribió Borges que, en otro plano de existencia, son también escritos de Borges. Escribirlo era volver a escribir todo lo que ya he escrito. Escribirlo era volver a escribir el argumento de una de mis novelas inéditas, inconclusas. Escribirlo era volver a escribir varios ensayos que decidí nunca publicar. Escribirlo era volver a escribir todos los libros de Borges que he escrito a lo largo de mi larguísima vida.

Hoy platicaba con un profesor de estas cosas, de mí, sin que él supiera. Platicábamos de esos escritores que tienen una sola obra y que la deshacen en varias, que juegan con la estructura y, por ejemplo, de varias croniquitas chuscas seudosarcásticas arman una novela sin ilación que defienden con la gallardía del curador aludiendo a una fractalidad que no es tal, y que luego nos encontramos como poemario, pieza teatral, ensayo. Escritores que no escriben, sin oficio, que después del primer gol mantienen la pelota fuera de juego, cosa que hace que deteste tanto el futbol porque la mayoría de los partidos son así.

Me decía este profesor que retengo demasiado mis textos, y sé que es cierto: tengo: tres libros de cuentos que nunca he terminado, dos novelas que nunca he terminado, un libro de ensayos que nunca he terminado, un poemario que nunca he dicho que tengo porque… sí, nunca lo he terminado. Tengo, aparte, la cabeza llena de todo lo que nunca he terminado y que ni siquiera he empezado: tantos proyectos: una novela colectiva, un libro de cuentos colectivos, una obra metaliteraria en la que los personajes interactúan dentro de la dimensión colectiva sin que se sepa que son personajes. También tengo la idea de un día escribir un hipertexto eterno y anónimo en el que se inscriban todas las historias y universos que todos los que quieran escribir en él puedan crear hasta que se agote a sí mismo y genere nuevas ideas desde ahí mismo. Tengo todos los textos del mundo sin terminar, toda la inconclusión de la totalidad humana, mi totalidad, porque no he sabido pasar un solo acto del gerundio al pretérito.

Soy de los que empiezan las cosas y nunca las terminan porque nunca dejan de hacerlas: soy un escritor de una sola obra, un aforismo, que repite y repite y desglosa y extiende y focaliza desde todos los ángulos que va descubriendo (primero pensé que el mundo era plano, dos dimensiones, luego tres, luego cuatro, luego cinco, y los ángulos son cada vez más y más difíciles de abarcar). La diferencia, conmigo y los otros escritores, es que yo sé que esto me lleva a nada y, contrario a lo que diría en un momento menos confesional, llegar a nada es lo que el texto busca.

El texto busca el suicidio, pero si reincido en este tema vuelvo a escribir el texto de la semana pasada. Vuelvo a hablar de la muerte, porque me es imposible no decir lo que ya dije porque La Biblioteca de Babel que describe Borges está en mi cabeza, y está El aleph, y está El jardín de senderos que se bifurcan. Hablar de esto es repetir el argumento de mi último libro de cuentos, que es una novela y es un ensayo y un poema, y que es un plagio de Borges, de Los teólogos, de Funes el memorioso, de Deutsches Requiem, de Pierre Menard, autor del Quijote, de Examen de la obra de Herbert Quain, de todas las Crónicas de Bustos Domecq. Pero es que yo soy Borges y tengo derecho a ser autorreferencial: yo soy él tanto como soy todos los hombres y ninguno, y mis textos son todos los textos, incluso los que no he leído todavía y los que nunca voy a leer.

No lo digo yo, parafreseo lo que me dijo Borges anoche que lo vi en un sueño.

Estaba él acostado en un sofá, y la música que sonaba era como debía ser si él soñara, pero ninguna de estas palabras ni esta imagen me pertenecían, porque a mí me las dijo otra persona, alguien que lo había pensado antes que yo y que no existía hasta que yo me di cuenta de que estaba aquí. Ella era como ese pasado no-escrito que nunca fue pero que pensamos que no conocíamos. Ella era ninguna promesa de futuro vago a la que yo accedía tangencialmente sin saber. Ella era yo, parte fundamental de mí, desde su inexistencia, desde el presente conjunto que corre paralelo, indivisible e invisible. Entonces existió, se hizo, y desde que se hizo ya fue separada de mí, y por eso sus palabras y su imagen no me pertenecían cuando me las dio. Porque no me pertenecen es que son mías, y porque son mías es que yo puedo ahora hablar de ellas y de este sueño porque, aunque ella me asegure lo contrario, aunque ella se esforzara por demostrar lo contrario, yo no tengo ni puedo tener la certeza de que existe cuando no la veo existiendo, ni de que verdaderamente existió antes de que yo la “conociera”. Aquí con Borges, él fumaba y no era ciego, y me decía que todo estaba escrito, y mientras lo decía mi cabeza se desplegaba y ya eran tres cabezas: la mía desde la que yo veía sin poder verla, la mía desde dentro, y la mía que veía desde fuera viendo a Borges y a mis otras cabezas viéndose. La de dentro es la que me interesa: era una cúpula repleta de ventanas, con las paredes tapizadas de texto, texto que se iluminaba con la alternancia de la luz que entraba por las ventanas. El texto iluminado era el pensamiento, y se apagaba después de dicho, a lo que Borges se refería como “escritura”. También eran las tres cabezas infinitas de Borges, y yo también veía todo a la vez desde ellas.

Desperté.

Pensaba en la muerte, porque Borges me dijo que escribiera de su muerte. Me dijo que él había muerto en 1954, asesinado por un escritor malo al que le tachó y rechazó una obra que supuestamente no era ficción sino la descripción de un crimen súper-perfecto. Bioy no murió. Bioy vivió para plasmarlo en su diario.

Me dijo Borges que el Borges que escribió todo lo posterior ya no era Borges. Tampoco fue Borges quien escribió lo anterior, porque, entre otras muertes, alguna vez murió por culpa del cuchillo que su padre le dio de niño para defender su honor de los bravucones. También murió de sífilis, al perder su virginidad con una prostituta que también fue cosa de su padre. También murió antes de nacer, también por su padre. Borges me pidió que no escribiera de estas muertes porque su padre también había muerto antes de engendrarlo, lo mismo su madre y sus abuelos y hablar de ello sería demasiado confuso, que sólo escribiera sobre la de 1954, y eso hago ahora, sin remedio, porque después de todo no sé cómo negarle una petición así a alguien que significa tanto para mí.

Recordé el camino de Ra a la Duat, su lucha eterna con Apofis, la reconstrucción de Osiris, el renacer de Fénix. Todo habla de fuego y ceniza, de muerte y resurrección, de escritura.

Me llevé el Popol Vuh para leer camino al trabajo algunos fragmentos que me interesaban con relación a una interpretación de varios mitos desde una visión de la escritura. Una visión personal y arriesgada, sin fundamento. Entre la creación de la vida animal, la muerte de los hombres de palo, la memoria de la muerte de Hun Ahpú e Xbalanqué, y la descripción de los muertos que se hacen luz, concluí que los dioses no piden una alabanza hueca: piden la escritura, piden, porque son la palabra, la creación de la palabra con la palabra; que el sacrificio no es en pro del hombre, ni arbitrario ni reivindicante; el sacrificio es respeto, es la muerte que da vida, es la escritura; que no respetar, dañar por dañar, sin corazón, como esos hombres de palo incapaces de evocar, de escribir, trae consigo el olvido por todo lo que no se ama; que toda muerte, que es transmutación, es un cierre, que todo cierre en verdad es apertura; que incendiarse, arder en la piedra, el sacrificio, es la renovación; que toda la ceniza vuelve a hablar, y la oscuridad es la fundación para la luz, la iluminación; que es distinto lo que se ve bajo el Sol a lo que se ve bajo la Luna y las estrellas, porque son diferentes el Sol de la Luna y las estrellas; que la voz de la ceniza, la voz de los muertos, la voz es la luz, la luz es la escritura.

Ya no me sorprendí cuando, más tarde, pensando en esto, abrí otra vez “El aleph” como al azar, y fue La escritura del dios el texto que tenía enfrente. No lo recordaba, porque hacía muchos años no lo leía y, cuando lo leí entonces, por estar interesado en otro tipo de búsquedas, por abordar el libro con miramientos estructurales, no me percaté de la existencia del texto y menos de la contundencia de sus palabras. Me di cuenta de que hablaba de un momento de la conquista, alguna conquista, y que no entendí como de la región maya hasta que, de pronto, desde su prisión, Tzinacán recibe la iluminación, entiende la palabra, adopta la escritura, y ahí habla del Libro del Común, el Popol Vuh, de la creación del mundo, de los hombres de palo que fueron devorados y descuartizados y quemados por todos los seres que no respetaron al no saber evocarlos, alabarlos, al no escribir de ellos.

Entiendo la continuidad secreta de las cosas como sucedieron, como siempre ha sucedido en la historia. Entiendo que primero empecé a escribir, que esa escritura me llevó a que existiera Borges, que Borges me presentó a ella que me trajo el sueño de Borges, que el sueño de Borges generó al Popol Vuh, que el Popol Vuh escribió otro texto de Borges, que ese texto mató a Borges en 1954, que la muerte de Borges devino en este texto, y que este texto es previo a todos los textos existentes, al universo mismo, mas no a la palabra primordial que explícitamente enuncia todo y que es incomprensible para nosotros.

Puedo concluir aquí, sacrificar al texto y entregarlo como ceniza, cerrándolo circularmente con una frase que aluda a la completud eterna de todo lo escrito, porque todo lo escrito no es sino repetición de lo escrito primordialmente, como en Al-Qurán. Puedo decir que nada existe más allá, que la creación corresponde a una mimesis de la voluntad primigenia de existir y crear. Para decirlo debo aclarar primero que, en mi caso, en el de este texto, en todos los casos que encierra mi texto, la escritura no es arte, sino que el arte deriva de lo que la traducción del texto que lo contiene todo refleja, que el arte que nace de la escritura es la propagación explícita hacia el infinito de la imposibilidad de abarcar el infinito. No es paradójico decir que la línea que se enrolla y vuelve círculo pasa a ser esfera y pasa a ser un cronotopo y pasa a ser una dimensión y pasa a ser una congregación de expansiones de la línea conforme crece exponencialmente el número de planos en el que se manifiesta. Tampoco es paradoja decir que, como me dijo Borges al finalizar el sueño, la necesidad del texto de ser escrito, de volver a ser escrito, infinitas veces, siempre igual, de hablar de lo mismo incontables veces, como con Pierre Menard, es que antes de que yo lo diga nunca se ha dicho, así lo haya leído y escuchado incontables veces, así un lector sienta que lo ha leído y releído y escuchado incontables veces, porque antes de que yo lo diga no existe, como antes de escribirlo no existió este texto, ni el Popol Vuh, ni el sueño con Borges, ni ella que me contó de Borges soñando, ni la muerte de Borges en 1954 a manos de un pésimo escritor que le mandó una propuesta de publicación para una obra que decía no ser ficción sino un crimen súper-perfecto.

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