Tu mirada hacia la bahía
Cecilia y Diego llevaban treinta y cinco minutos de viaje hacia una bahía. Cecilia, con su mirada temerosa, disfrutaba de la caída de la noche observando el paisaje llano del camino hacia la costa. El lugar era seco, sin montañas y una leve brisa marina chocaba contra la piel.
-¿Cuántos minutos faltan para llegar a la playa? –preguntó Cecilia a Diego.
-Ya falta poco, no más de diez –respondió Diego, mientras manejaba.
-Cuando salimos comentaste que no tardaríamos en llegar –con cara de enfado se quejó Cecilia, y agregó– espero que en la playa exista algún espectáculo que dé mayor emotividad a nuestro paseo.
De pronto encontrarse con el murmullo de las olas, con la huida de la brisa marina tropezando con más fuerza contra la piel y a lo lejos una pequeña embarcación tratando de atrapar peces para el almuerzo. El reflejo de la luz nocturna daba color al mar. Algunas cabañas rodeaban el lugar. Ciertas voces de personas que se divertían.
-Voy a traer un poco de leña para una fogata –dijo Diego cuando soltaba la cintura de Cecilia y con voz romántica le comentó– pon atención en las aguas porque pueden aparecer algunos delfines a lo lejos.
La mirada apacible de Cecilia al instante se instaló en la bahía. Su intuición dictaba la dirección en donde se realizaría la escena excepcional. Las palabras del viento hacían danza en su corazón: pronto escucharás el canto de un delfín. En espera de la magia de la naturaleza, Cecilia recordó aquel abril lleno de flores y una rara niebla cuando dio el primer beso a su gran amor: Diego.
El canto de un delfín se escuchó a lo lejos. Pero ninguno apareció.
-Es el concierto que me prometió Diego –fueron las palabras de Cecilia.
Diego una noche había dicho a Cecilia que llegaría el día en el cual ella escucharía un lejano murmullo que la llevaría, como la marea a los barcos que naufragan, hacia un cielo infinito y desconocido. Ella despegó de la arena, todo era oscuro, con una sola vez que escuchó al delfín, imaginó a éste enfrente regalándole un largo concierto.
La imaginación de Cecilia quitó los muros y la llevó a extraños lugares. En realidad, ella estaba sentada en la arena, con la mirada puesta en el mar y la luna en su paseo nocturno. Una lágrima de Cecilia lentamente fue atraída por la gravedad y caminó hacia el mar en busca de los delfines. Con una caricia de Diego, despertó de su sueño.
-¿Por qué lloras? –preguntó Diego.
-Me bajaste de mi nube. Exploraba colinas nunca antes vistas. Los ríos eran de agua clara y obedecían al planeta que les daba coordenadas –contestó Cecilia.
-Cuánto hubiese deseado haber visto esa lágrima que derramaste de alegría para retratarla en alguna de mis canciones -dijo Diego antes de besarla.
Los enamorados prendieron la fogata que arrojó hacia el cielo señales para mostrar a los dioses el calor que ofrece a la rutina su cariño. Diego sacó de su funda la guitarra y cantó las primeras canciones que le escribió a Cecilia para enamorarla, después sonaron las que contaban la historia de su amor.
Repentinamente Cecilia, que no había quitado la vista de la bahía, se levantó para ver como cinco delfines saltaban en el mar. Diego dejó sobre la arena la guitarra para abrazarla. Cecilia estaba emocionada, sonreía y señalaba cada una de las acciones de los delfines. La mirada de Diego no estaba en la bahía, recorría toda la figura de Cecilia: sus movimientos, su boca, sus ojos, sus manos y su piel. La poca gente que estaba en la playa también disfrutaba de la fantasía regalada por la naturaleza.
La bahía se quedó sin sus protagonistas. Las otras personas salieron de la playa. La pequeña embarcación hacía una hora que terminó su trabajo. Sólo se quedaron Cecilia y Diego. La fogata a punto de consumir toda la leña. La luna rojiza en algunos minutos desaparecería.
En la arena, Diego adaptó una canción de un trovador de esos rumbos en un cuarteto, era un poema para Cecilia:
“No pude pausar a la luna en su caída,
a esa uña menguante en su rojo caer;
no pude pausar a tu lágrima en caída,
se fue a nadar a la bahía, tras los delfines correr”.
Llegó el momento de correr hacia el auto. Había que regresar a casa antes de que el sol se apareciera en la bahía. En el viaje de retorno Cecilia seguía en su nube: los delfines danzaban y cantaban sin fin.
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