La princesa del viento
Sombría y desierta, quizás algo misteriosa; quien podría pensar que esa era la misma calle por la que transita tanta gente a horas no tan tempranas.
Hacía frío, era uno de esos días en los que puedes disimular el sueño con cualquier caricia de aire, siempre gélido. La estación estaba un poco alejada de mi casa, y aunque podía haber cogido el autobús para mi viaje sin rumbo, preferí ir en tren. Los trenes me llaman mucho la atención, no sé si es porque me recuerdan a mi infancia, cuando mi padre venía del trabajo con su mono de RENFE impregnado en un suave olor a grasa, a trabajo de buen jornalero, pero el caso es que me encanta usar este transporte, ver paisajes, el sonido chirriante de las vías, el semblante de los viajeros, tan pasivo y profundo, sin ningún estrés como en cualquier otro transporte público.
Subí al vagón como de costumbre, y como de costumbre, saludé al revisor y busqué mi asiento mientras meditaba como iría el día, si tendría algo de especial. Recuerdo que estaba bastante lleno, quizás porque era viernes, quizás porque había más gente que pensara como yo, con lo que tuve que sentarme al final. La calefacción adormecía mi necesidad por saborear el día y, poco a poco, se me iban cerrando los ojos; las puertas del tren se cerraron, el paisaje comenzó lentamente a moverse casi por voluntad propia, y aunque el arranque de los motores era ensordecedor, no conseguía asustar mi cansancio. Apoyé mi cabeza en la ventana, para poder notar las pequeñas vibraciones de tan solemne máquina, que junto con el vaivén del vagón, completaba el ambiente casi hogareño que a cualquier persona le gustaría encontrar a esas horas; y fuera… si, la vieja estación de tren se escondía entre las grandes montañas sureñas, y las montañas entre otras montañas, y los caminos y los pueblos entre grandes valles, y toda la inmensa acuarela que se dibujaba en el cristal, se escondía de vez en cuando en la oscuridad de los túneles, que despertaban tenues reflejos de las luces interiores, para que los pasajeros pudiésemos contemplar el rostro de las demás personas del vagón, sin la necesidad de tener que mirarlos directamente.
Volvió la luz, volvió el paisaje, volvió el forcejeo de mis párpados por disfrutar un segundo más del cielo ya rojizo, otro túnel… y la vi. Sólo fueron unos segundos en la oscuridad, pero un ángel iluminó mi corazón por completo. Fue el reflejo de una dama, justo en el asiento de enfrente, el que arrancó mi fatiga y despertó mis sentidos. Con la claridad volví a perder su reflejo. No me atrevía a dejar de mirar a la ventana y mirar hacia delante, ella podía haberse percatado de cómo la observé en el cristal, o peor aun, quizás ella no existía; quizás era mi imaginación, pues un rostro tan hermoso como ese es más propio de un delirio que de este mundo imperfecto. Aunque volvía a entrarme sueño, no quería quedarme dormido; giré la cabeza con temor, y conseguí ver parte de su cuerpo. Piel morena, suave, bajo un vestido blanco; no fui capaz de mirarle la cara. Con vergüenza mis ojos se tornaron de nuevo a la ventana, y para mi suerte el tren volvió a otro túnel.
De nuevo, ahí estaba: Unos ojos penetrantes me miraban con descaro, unos ojos tan profundos y negros que ni siquiera el reflejo era capaz de eliminar su intensidad. Profundos, dulces. Sonreía. Con una mueca infantil y juguetona me retaba a mantener su mirada.
La quise, desde el primer momento.
El reflejo volvió a perderse en el infinito, y sin pensarlo la miré directamente. El balanceo del tren, el incómodo vaivén de la luz en una bombilla cercana, el revisor, los pasajeros, mis problemas, todo desapareció para mí, todo menos ella. Aunque sus ardientes labios permanecían sellados, su semblante me hablaba dulcemente. Me reconoció, como yo la reconocí.
Sin ni siquiera haber hablado, nos dimos cuenta de cómo nos compenetrábamos; el estigma de Caín adornaba nuestros pensamientos, convirtiéndonos en íntimos reclusos de este mundo imperfecto, donde veíamos como los demás eran presos de su destino, de la tibia felicidad que sienten al cerrar los ojos para no mirar hacia si mismos, pero nosotros… ahora mi destino estaba sentado delante de mí, esperando mis caricias, y con su presencia, mis alas cobraban tanta fuerza que el mundo se volvía minúsculo al mirar bajo mis pies.
Si, desde el primer momento supe que ella era mi destino, mi condena, mi libertad. Aquí empezó todo.
Cogí su mano fuertemente, y aunque aún no habíamos hablado, nuestros labios ya eran compañeros.
Sobraron las palabras, nos besamos.
En el tercer vagón de un tren cualquiera, en una ciudad cualquiera de un país cualquiera, dos personas cualquiera rozaban el paraíso con la punta de sus dedos, convirtiéndose en dioses. Fueron sólo unos segundos, pero fue tan intenso que aún hoy, años después, no dejo de sentirlo. Despegó sus labios de miel y mientras yo recuperaba el sentido dijo:
– mi vida.
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