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Literatura contemporánea: queja abierta

Me enfrento a lo que comúnmente se llama “bloqueo de escritor”. Writer’s block. Ya he tenido antes este “padecimiento”. Ya lo he tenido, sin embargo, jamás le había puesto atención.

Pues resulta ser un fiasco, una mentira.

No existe un bloqueo por falta de creatividad. No existe una falta de creatividad. (Al menos en mi caso.) Lo que hay es falta de ganas. Lo que hay es asco a escribir. Lo que hay es cansancio.

Estoy cansado, desde hace tiempo, de la débil literatura que me envuelve. De los absurdísimos juegos verbales exagerados que guardan nada dentro de sí, aparte de genialidad recursiva. Del sometimiento verbal al verbo mismo, Uróboros lingüístico, que lleva a un mareante recorrido por el córtex humano. De la pasividad poética, presente en su “pureza” abstracta y retahíla de flexiones superhipervinculares. De la parquedad incolora de los personajes, sobre todo los protagonistas. De las excesivas literaturizaciones calóicas, reflejando a minorías entre minorías en la periferia, “representando” su “lenguaje” y “adhiriéndolo” al “conocimiento” “general”. De las tramas-sarcófago, las tramas piramidales, no sólo repletas de trampas cada vez más complejas que las anteriores, sino también de laberintos sin entrada ni salida, con cadáveres inaccesibles jamás mencionados. De la palabra “performance”.

Estoy harto, ya, tan pronto, de la literatura.

Harto.

Porque se hace como en Hollywood. Porque se piensa en CGI, THX, actores frente a una pantalla verde durante la totalidad de la filmación. Porque se piensa en Palmas y Osos y Conchas y Hugos, pero sobre todo Óscares. Porque se piensa en que la vea Clint Eastwood y Spielberg y Cuarón y Cronenberg. Porque se quiere conseguir a Scarlett Johansson y Eva Green para una fiesta en la mansión de Hugh Heffner. Por eso.

Diría que me decepcioné; más que eso: desperté. Y cuando lo hice… ni siquiera hablaré de dinosaurios: se acabó el efecto feromonal del enamoramiento físico. Empecé a ver, uno a uno, acentuados por la objetividad del desencantado, todos los poros abiertos y las canas y los granos y los dientes chuecos y los pelos mal rasurados y la grasa brillosa en la frente y las lonjas en la axila y todo lo que no la hace divina. Empecé a ver cómo deja medio crudos los huevos, cómo huele mal su aliento antes del desayuno, cómo atropella las erres cuando fuma, cómo sostiene sin delicadeza los vasos, cómo afirma toda sentencia repitiendo la última palabra dicha, cómo deja pelos en el jabón, cómo orina fuera de la taza de baño, cómo maltrata las cosas, cómo no se echa desodorante a veces, cómo se acaba siempre las tortillas de harina. Empecé a ver, pues, todos los detallitos negativos, y me di cuenta de que son tantos, y son tan molestos, que algo mayor está detrás de ellos, ocultándose entre nimiedades. Un defecto mayor. Lo encontré. El defecto madre. La pereza de los defectos literarios. La madre de todos los defectos perezosos de la literatura. Y cuando tuve ahí al defecto, frente a mí, me di cuenta que todos los detallitos cuentan, porque todos nacen de donde mismo. Corregir detallitos es inservible, inútil, porque aparecerá otro en su lugar, o porque son demasiados, y porque el detallote es todavía más pesado que todos juntos.

Llegué a la única conclusión: la literatura que me rodea es una mierda.

Y por “literatura” no me refiero al “producto”. No me refiero a los libros, ni a las revistas, ni a textos separados, ni a estilos, ni a etcéteras imaginables. Me refiero a ellos, pero ellos son, realmente, los detalles menores. Me refiero, primordialmente, a la fuente de donde se expelen vomitados todos los detalles. La fuente emética: los escritores.

Entiendo lo fácil que es dejarse absorber por una ideología tan seductora como la del “artista”. Lo entiendo bien. El “artista” “posmoderno” que capitaliza su “producto”. Lo entiendo, perfectamente. Ése que, más que formar un corpus emocional, se forma a sí mismo. Adquiere capas que le otorgan el éxito y el reconocimiento, la fama, y esas mismas capas son las que traspasa al papel cuando llega una capa nueva. Nunca queda desnudo. Vierte toda la superficie en otra superficie. Se entrega al engrosamiento de las capas externas de los demás. Participa en el intercambio de capas, dando un poco de la suya para recibir de otros tantos y poder transcribir a otras tantas obras para recibir otras tantas conmemoraciones. Lo entiendo perfectamente: gozo de una beca gubernamental.

Lo lamentable no es la mera comprensión del asunto; es la inmarudez, la corrupción de los valores infantiles para readaptarlos intermitentemente a la escala de la gula y la avaricia. Y no es que tache los pecados capitales, sino que reproche su equívoca aplicación en un campo que no puede hacer placer de ellos. Porque la literatura nos mata a todos los que la hacemos, y los que la deben recibir no la reciben porque no está existiendo.

Los escritores no están escribiendo; se están imaginando. Los escritores mexicanos se están preocupando por su imagen. Los escritores de México se están suicidando. Están suicidando la literatura. No escriben por motivos más allá del narcisismo, uno que se encierra dentro de su propio círculo. La esfera literaria no es permeable, y fuera de ella no se entiende ni refleja. El organismo busca su retroalimentación a base de sí misma y no del mundo que la contiene. Y el mundo que la contiene, macroesfera, ya no puede inyectar dentro cordura: se ha vuelto cancerígena. Se multiplican los escritores que sólo buscan ser leídos por otros escritores mayores, ancianos, consejos de “sabios” barbados que los aprueben y les cedan el asiento. La literatura ya no llega al mundo extraliterario, ya no impacta, ya no influye, porque ya no se escrbe sino desde dentro del mundo literario. Dejaron de existir los escritores con vocación, con pasión, con visión. Ya nadie se sumerge en su propia esquizofrenia para fragmentarse y evolucionar a la par que sus personajes. Ya nadie ama a la poesía. Ya nadie es capaz de externar su humanidad. Ya nadie puede sanar con el canto ni traducir los entes abstractos. ¿Dónde están los chamanes, los místicos, los sabios? México no sólo perdió toda su capacidad mágica, su mitología, sino que la olvidó por completo. Con tantos escritores dedicados a perfeccionar el uso creativo del teclado, el acomodo irracional de signos irracionales para transmitir ningún mensaje relevante sino el propio ego, mejor sería encobijar a la literatura mexicana de una vez.

Porque lo que se anhela es el statu quo del literato. Lo único que ha quedado es un respeto infundado al escritor, un ego colectivo carente de fundamento y razón. Los escritores: deidades. Como en el Olimpo, lo que más interesa es quitarle el trono supremo a Zeus, enzalsarse como el más poderoso tirano celestial. Pobres escritores, ¡no se dan cuenta que el mundo es ateo, analfabeto! Un ateísmo que devino de su propia prepotencia, de su propio olvido por la humanidad, de su propia negligencia hacia sus responsabilidades. Dejaron de ayudar a los hombres: éstos se valieron por su cuenta; ¿para qué erigirles más templos, para qué obsequiarles más vírgenes? Y, sin ver hacia abajo, hablan al aire, dictan al vacío. No se han dado cuenta de que están también en la superficie. Se han cegado por el exceso de licores y halagos. Pobres escritores. Pero más pobre literatura.

Si al menos el escritor reconociera su papel, si al menos entendiera que su oficio es tan noble y plebeyo como cualquier otro. Si al menos entendiera que se trata de un oficio. Escribir es como cualquier otra artesanía: carpintería, orfebrería, repujado; y también como cualquier otro oficio: curtidor, zapatero, plomero; como cualquier profesión: abogado, médico, arquitecto. De entenderse, el escritor dejaría de perder tiempo y se dedicaría a escribir. En vez, arma un rompecabezas ingenioso para que su novela revolucione los ya revolucionados cada diez minutos cánones literarios; forja sorprendentes revistas para que las mire de reojo Fernando Fernández, o Enrique Krauze; flexiona con destreza la eufonía de la lengua para abastecer un currículum en base a premios y becas. Sin una pasión que alimente a la literatura y una vocación por ejercerla, ésta, simplemente, no se está dando, no se deja de abortar.

Lo que México necesita es un genocidio.

Lo que México necesita es que sus escritores se amputen los dedos.

Y es, precisamente, porque ya estoy hasta la madre de toda la mierda que involucra los círculos literarios, los escritores, muchos mis amigos, que hago lo que todo buen mexicano sabe hacer: quejarse. Me quejo porque no tengo la madurez ni la sabiduría necesaria para guardar silencio. Me quejo, pero no para deslindarme de mis responsabilidades ni para pasar como foráneo al bando criticado. Me quejo porque el coraje acumulado ya es demasiado y me impide escribir. Me quejo para autoseñalarme y quedar marcado con una bandera. Me quejo para recibir las pedradas. Mis pedradas. Las que me pertenecen. Me quejo para aclarar que no voy a entrar al ralley de las lamidas de huevos. No pienso hacerme una carrera de escritor ni vivir de la fama. No pretendo escuchar una sola crítica proveniente de la esfera literaria, sea positiva o negativa. No tomaré conciencia de una jerarquía ni de clases “sociales” ni de peldaños ni de nada. Voy a tomar mi papel, lo voy a desempeñar, y ojalá muera de hambre.

Ojalá muera de hambre. Ojalá el alcohol se queme mis riñones y petrifique mi hígado. Ojalá el tabaco queme mis pulmones y manche mis dedos y me reduzca las encías y cuando no lo tenga lo busque entre colillas en el suelo para lamerles la ceniza. Ojalá se me pudran los ojos y no me queden más que cuencas engusanadas y mi nariz sea un brote de pelos y mis piernas dejen de servir. Ojalá pierda todo el cabello. Ojalá, al morir, de hambre, no tenga una sola carta de Jorge Volpi ni de sus ahijados. Entonces sabré, al morir, de hambre, que hice bien las cosas. Entonces, moriré sonriendo en un escupitajo sangriento.

Habré escrito desde mí; no para mí. Habré escrito por amor, amando; no para amor, no para ser amado. Habré escrito con fuerza, con toda mi fuerza, y por eso me habré consumido; no haber consumido mis escritos con fuerza para recibir una medalla.

Seguramente seguiré agarrando becas, ganando premios. Eso, no hay que confundirse, es para poder tomar, para poder drogarme, para poder desgastarme, poco a poco, suavemente, hasta morir de hambre.

Ojalá. Ojalá todos muriéramos de hambre.

Pobre literatura, pobrecita: ya nadie la quiere.

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