Browse By

Nadie escribe historias románticas (Reproches de amor II)

Desde tu perspectiva siempre resultó muy fácil gritar a los perplejos que tu vida se acababa y que debías poner tus cosas en orden, que no pasarías de la siguiente semana y debías arreglar el asunto de las escrituras de la casa (ponerlas a mi nombre y olvidarte de tener que pagar la cuenta del gas) y comprar algún caro electrodoméstico en abonos; tu pragmatismo siempre me ha resultado inspirador, pues cuando sólo pensamos en las cosas que están ocurriendo en el momento presente nos olvidamos de nuestra imagen pero a mí, sin embargo y a tu pesar, me daña mucho ya no ser el centro de tus atenciones sólo porque te has concentrado en tu deliciosa fantasía del cáncer fulminante que invade tu cuerpo hasta usurpar tu respiración: “Ahora tengo que comer por dos”, me dices y veo con sopor cómo despachas media docena de huevos fritos, ocho tazas de Nescafé Dolca, tres pastelillos de manzana con glaseado y un plato de viejo tocino refrito y vuelto a freír en manteca de cerdo descongelada en el microondas, y la congoja y la vergüenza han aprendido a ocupar el mismo espacio a despecho de todas las leyes de la física del corazón, y no lo digo por la actual situación o el fulgor decadente hacia el que te (nos) has precipitado con paciencia primorosa, sino por las bellas tardes de jugo de piña y pies limpios que ahora han desaparecido tras nuestras ventanas condenadas por tablas de madera olorosas a madera; un cuento estúpido siempre podrá ser un buen pretexto para expresar con estilo cosas que no sentimos y yo he advertido que hay gente que piensa que he perdido muchas oportunidades para hacer cosas bellas, espejismos de alegría que se diluyen en una sopa de realidad.

¿Te acuerdas de aquella personita especial?, ¿esa que no podía salir al sol porque le sangraba la nariz y aseguraba que Pedro Infante murió de viejo cantando en un barecillo de Ciudad Satélite y que JFK y Jimmy Hoffa vivían de sus rentas en el subterráneo insonorizado del Golden Nugget Casino?, se me estruja el corazoncito cuando me acuerdo de la forma en que sus teorías conspiratorias, propias de los migrantes indocumentados, te saltaban las lágrimas eso se lo agradeceré mucho por siempre porque su espontaneidad era un hálito de frescor mañanero que te fortalecía los huesos pero, voluble como has sido toda tu vida, creía que cualquier cosa que pudiera decirte sobre la inconveniencia se estrellaría contra el revoloteo insensato, huracanado, de las maripositas en el estómago. Esa persona, como todas las otras, también se fue y entonces empezaste a querer llamar la atención con llantos de almohada (¿de qué sirve llorar si ningún desdichado nos escucha?) y lujuria hipocondríaca. Te gustaba sentir tu cuerpo arrugándose después de cinco horas en la bañera, las espinas de tu cactus diminuto en su macetita bric-a-brac (que dicen que estas minucias ayudan a prevenir los daños de la radiación si se les coloca sobre el monitor de la computadora) y la emoción de ver tu nombre resaltado en negritas en las secciones de cartas del público de los siete diarios de la ciudad, denunciando la publicidad, las películas, los vestuarios o los noticieros por igual, y tu pontificia opinión, la única valida en realidad, decretaba que la televisión entera se alimenta de la degeneración, sin tomar en cuenta que las perversiones nacen de la soledad y se tornan en crimen bajo la bota del resentimiento, y el que tu no te hubieses ocupado de ese asunto hasta entonces, cuando empezaste a enviar cartas con calcomanías de ranitas en el sobre, me ha hecho sostener hasta ahora la idea de que es imprescindible ser parte de ese gran pozo de detritus para alcanzar a descifrar las oscuras intenciones de cada semidesnudo frontal, cada barbarismo malsonante, cada escote generoso y cada gota de sangre multiplicada por la ignominiosa magia del fondo azul para poner sobre aviso a la ciudadanía inerme que, según decías entre sollozo y suspiro, debía despertar ayudada por  golpes espectaculares como los bombazos en las clínicas de planificación familiar o los mítines que lograste convocar alrededor de tu póster 20×24 de la Guadalupana impreso en China que se bamboleaba y enterregaba sobre tus pantorrillas cuando te dirigías al teatro de la ciudad para boicotear alguna obra de Edward Albee. Puro despecho. Todo lo que necesitas es amor. La gente que tiene amor en su vida ni siquiera siente apremio por abrir el periódico, las noticias importantes fluyen comprensivamente por sus cabezas de algodón como escenarios mal montados para acontecimientos que se repiten y se repetirán tales cuales sin que nadie, y especialmente ellos, pueda hacer nada al respecto. Lo digo en buen plan.

Cuando te niegas a aceptar una evidencia de tu caso clínico abres una parte de tu amargura hermética y junto con ella otra lata de ese refresco de uva que te provoca agruras marxistas-estalinistas en  las que te revelas en todo tu esplendor y esa charada de apego a la moral, la vida y la familia nuclear se desmorona bajo el soplo de una recriminación suplicante por un monstruo mesiánico que venga a sacarnos del marasmo y nos haga caminar bien cuadraditos por la senda de la rectitud.

(Un monstruo que nunca se bañe y prepare spaghetti con bolas de carne amasadas con sus propias manos chiclosas de costras y cuajarones, que pida tripas y café negro a las tres de la madrugada, que se guarde la cajetilla de Winston bajo la manga corta de su guayabera, que se blanquee dientes y manos, que sepa declamar a Machado, que se convierta en perro azul cuando los insurgentes entren a empellones a su palacio de bronce, que llore cuando se le muera el canario y que sepa tropezar con estilo ante las cámaras de televisión).

No puedo dejar de decirte que si insistes en tu actitud pesimista de cartón como castigo te vas a morir a los ciento veinte años en compañía de tus sirvientes más fieles, sean de la familia o no, y en el último acto de tu comedia del absurdo no serás capaz de entender que no valía la pena ni siquiera levantar el brazo para cambiar de canal, pues todos los colores electrónicos, sus rutinas y sus aventuras, palidecen ante tu abatimiento transfigurado en piedra preciosa hábilmente pulida. Quisiera que te relajaras desde ahora, nada me haría más feliz.

Erase una vez en Hawaii un chico que surfeaba todas las tardes remozando al sol crepuscular con el brío de su pasión por las olas y que se casó con una bella damita que amaba por igual los arrestos del océano ardoroso. Un día se percató de que su alborozo llegaba acompañado por congestión nasal y un poco de tos con expectoraciones escarlata, así que se dirigió al hospital a pedir una receta para algún fuerte antigripal y salió con un sobre Manila que guardaba las pruebas de un cáncer terminal. No había esperanzas, una semana, tal vez dos, ¡igual que tu!, ¿te fijaste? Abrumado, le contó la mala nueva a dos o tres personas y algún chistoso, quizá su propia esposa aterrada por no contar con un seguro de vida, fue a una pequeña estación televisiva y concertó un jugoso contrato para hacer que su marido protagonizara un reality show que narrara su triste vida desde el día en que enfermó hasta su entierro. Así de simples discurren las cosas, y me alegra saber que tu deprimente aunque cautivadora pose sea sólo producto de la decepción. Es un alivio. Pues aunque no lo creas allá afuera ocurren cosas terribles que obviamente a mí también me costó asimilar, no te avergüences por tu vida ni te agobies por el futuro: yo me di cuenta de que el mundo no es un planisferio sostenido por tres elefantes apoyados en el caparazón de una tortuga bonachona el día en que fui de paseo de estudios  con mi clase de sexto grado de la primaria a un laboratorio donde conservaban indolentemente todo tipo de muestras de células y tejidos y, como la agridulce cereza del pastel, un frasco de Nescafé Dolca que arrullaba en su interior a un feto que no pude contemplar en detalle porque se hallaba oculto por una pegatina que decía algo así como: “Feto femenino de tres meses, en la actualidad tendría diecisiete años de edad”. Ahí debe estar todavía, protegido de tu mal de amores por su cápsula del tiempo que nos obliga a reflexionar que no podemos saber hasta donde llegará nuestra desesperación por tocar el cielo, por acariciar un sueño que nunca termine entre la eternidad de un solo aliento, después de una vida de ausencia.

(En los pozos petroleros hay perlas más luminosas que dos corazones y en las bocas de los lobos nace un sol de enero. La tristeza es tan sólo un pretexto del ánfora rota, del papel quemado, del fierro hendido intentando atrapar tu corazón henchido; nada como el placer de la carne contemplando su euforia sangrante).

Leave a Reply

Your email address will not be published. Required fields are marked *