Borges y la lectura como pérdida original
Uno de los padecimientos más comunes de los pensadores contemporáneos es el estrabismo. Si se tiene oportunidad de ver fotografías de Sartre, de Cioran, de Wittgenstein, de Foucault, de Beckett, Eliot, Pound, podemos cerciorarnos de un pequeño desvío en la centralidad de la visión; uno de los ojos decide tomar un camino distinto, como si pareciera que buscaran una ruta alterna al orden habitual de la mirada frente a las cosas, como si uno de sus ojos quisiera ser partícipe del dinamismo lógico-racional-intuitivo que ocurre en sus mentes. Un desvío o un desvarío, físicamente se debe a un forzamiento que, de manera inconsciente, hacen con su mirada, de esos actos reflejos que nuestros procesos cognitivos hacen al momento de procesar información, transferidos al lenguaje gestual y/o corporal, cuando un pensamiento indaga sobre las palabras, las cosas, el mundo de los objetos, la materialidad, el tiempo, el orden, etc. Proceso que también se alude a una determinada reacción o acomodamiento perceptivo que ocurre con el proceso de lectura.
Por lo tanto, puede asumirse, desde cierto punto de vista, que los procesos de lectura que han llevado a cabo este tipo de personas –y me refiero ahora a lectura de textos—se da desde una postura que alude a un cierto acomodamiento de los sentidos. Dar por alto la coincidencia entre el cuerpo de pensamiento que han generado y la constante de dicho padecimiento, sería pasar por alto cuestiones que, en el orden cognitivo, pueden dar luz –al menos inicialmente—sobre el modo como un pensamiento filosófico-literario funciona. Si las resoluciones a problemáticas de orden epistemológico, de orden poético o de orden filosófico (si acaso se deban diferenciar), se dan en el marco de una conciencia que se halla, por así decirlo, alerta al flujo atemporal ininterrumpido de la realidad, debe admitirse también que dicho estado de alerta se da bajo condiciones que intentan reforzar la conexión original del sentido de la vista con los otros sentidos, así como de los otros sentidos con la vista.
Es como si el proceso de lectura de textos que estos pensadores realizan, se hubiera llevado a cabo con una constante alusión a lo que los otros sentidos pueden “asimilar”, de aquello que se encuentra materializado en las palabras impresas, como si estas esencias que en algún momento refieren al mundo físico, quisieran ser experimentadas bajo las mismas condiciones de la vista, una vista que, al mismo tiempo, tiene que descodificar lo que la palabra señala. Las imágenes se pretenden acomodar, en este dilema, como experiencias completadas por lo que los otros sentidos, en el ámbito de lo real, normalmente completan.
Jorge Luis Borges perdió la vista gradualmente, a mediados de su vida. No obstante, las fotografías demuestran la misma condición previamente señalada: un ojo “desviado”, distraído, fuera de la ruta, aventurándose al igual que sucede con los pensadores antes mencionados. El prodigio que se le ha atribuido a Borges desde el principio, siempre alude a su precoz condición de lector. Con el aprendizaje del inglés a temprana edad, lengua ajena a la cultura de su entorno, la sensación de extrañeza y de duda frente a la realidad física siempre lo acompañó, extrañeza agudizada por el hecho de que se sintió, desde la infancia, como alguien que no pertenecía a ese resto que “está allá afuera”. Consideró la escritura no tanto como vocación sino como “punto de vista” frente a la realidad, una manera de enfrentar la constante extrañeza de la misma, vistiendo al mundo exterior con las referencias que encontraba en los libros que lo acompañaron desde los primeros años de vida. He ahí el peso de su afirmación, de que el mundo es un libro. Lo que no existe en los libros, no existe.
¿Cómo existe el mundo en los libros? ¿Cuáles son sus condiciones o modos de operación? Un pensamiento tan nítidamente occidental como el de Borges, nos ofrece la oportunidad de ver, en realidad, cómo se construye el mundo a los ojos de la percepción sensible, en forma de libros, en forma de texto.
Demasiado romántico sería tomar como verdad indisoluble una afirmación tan borgiana, y a la vez tan clásica. Lo cierto es que el modo de operación de la realidad, del entorno, se da bajo condiciones que siempre se hallan en disputa con el modo como el pensamiento occidental ha “ordenado” este mundo. Aquel arrojo con el que sentimos el flujo del tiempo y los sucesos que la memoria suscribe en nosotros de manera misteriosa, sólo puede asirse, materializarse, tal y como Borges lo plantea: por medio de una inscripción que de fe de los hechos y su absurdo o siempre dudoso contenido. Sin embargo, ahí se encuentra la realidad, inasible, en un campo de percepción del cual siempre sentimos una cierta desconexión; apelamos a encontrarnos con las fuerzas de la experiencia, lo que el tacto, el olfato, la vista, el oído y el gusto, transfieren de manera ininterrumpida, y descubrimos que, en el transcurso de nuestro desarrollo como cultura, hay algo que se ha ido a pérdida. Dicha pérdida no es sólo lo que la memoria va vertiendo de nostalgia y melancolía; también se trata de una pérdida originaria: la de una percepción que se hallaba más “ordenada” o “situada” con el flujo de la naturaleza.
Evitando llegar a un plano de reflexión en el cual se planteen nociones holísticas sobre la sensibilidad y el contacto con la naturaleza, el propósito de este ensayo es identificar, en la obra de Borges –esto es, en el acto de inscripción a partir de un mundo experimentado a través del texto—una determinada noción de pérdida, en términos cognitivos, sobre cómo la relación entre lo que los sentidos transmiten y lo que hallan inscrito en la materialidad del texto, genera un punto de tensión, que puede verse representado en ciertos pasajes de su obra.
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Dicho punto de tensión, es el resultado de un sistema de percepción, que en alguna parte de nuestro desarrollo como cultura, vino a dar predominancia a lo visual, dejando, por así decirlo, en un plano un tanto oscurecido, aquellos elementos de la realidad circundante, que son vinculados por los otros sentidos. Lo visual-imagen y lo visual-palabra impresa producen un doble mecanismo de descodificación, el cual nos desconecta de un modo originario de percibir la realidad. Aquellas facultades existentes en una etapa previa a la invención de la escritura, pueden muy bien asumirse como de un carácter integrado, unitario si se quiere, que nacieron de un contacto distinto con el entorno: indiferenciados de la naturaleza, puede afirmarse que el modo como nosotros “leíamos” la realidad, vino a pérdida al momento que la escritura reemplazó el orden equilibrado de los sentidos, por uno que enfatizaba la labor de la descodificación, así como de la visualidad, como factores que le dan supremacía y diferenciación a la racionalidad humana con respecto a su entorno.
Debemos, por lo tanto, ingresar parcialmente al ámbito de la ciencia cognitiva, de manera que podamos ir descubriendo las relaciones entre el pensamiento, la lectura, y el modo como manifiesta estos momentos de tensión o pérdida originaria.
Para esto, quisiera integrar al análisis un estudio relacionado con el tema. Se trata de un ensayo escrito por Derrick De Kerckhove, actual director del Instituto MacLuhan, y que versa sobre el tema de los Orígenes de la Tragedia Griega. Hay ciertas alusiones que De Kerckhove hace en el ensayo que, como parte del planteamiento inicial, sustentan la idea de esa tensión originaria que se produce en el ámbito del pensamiento contemporáneo, que alude a una búsqueda por integrar lo que los sentidos, de alguna manera, han desintegrado. Al mismo tiempo, podremos descubrir que, en el análisis de este autor, encontramos una alegoría que hace eco con algunas imágenes contenidas en la obra de Borges; en particular, me referiré a un pasaje de su cuento “El Inmortal”.
La tesis central de De Kerckhove es que “la Tragedia Griega fue específicamente uno de los desarrollos del alfabeto fonético, y que su efecto fue el de transformar la vida sensorial de la comunidad Ateniense”†, donde el escenario servía como un templete para proyectar “los prototipos del hombre occidental como modelos para adquirir una conciencia privada”. Dicha conciencia privada, implicaba el desarrollo o adquisición de un sistema de códigos –diseñado por un sector de la sociedad griega, pero que a la vez es producto de otras escrituras más antiguas, principalmente la persa—que permitieran a los miembros de la comunidad, desarrollar habilidades que, en sus orígenes, no eran naturales.
Dichas habilidades giran en torno al pensamiento, y cómo este pudo moldearse hasta convertirlo en lo que hoy conocemos como pensamiento occidental. La capacidad para mantener la atención en algo fijo, la concentración, las facultades críticas y de abstracción, la manipulación del lenguaje a partir de un modelo codificado (separador de la elocución oral) que también permitió desarrollar habilidades de visualidad, transformando una visión periférica a una direccional centralizada, desde el planteamiento de De Kerckhove, encuentran su origen en el espectáculo de la Tragedia Griega, encaminada a generar una visión direccional y a privilegiar el aprendizaje y asimilación del alfabeto fonético.
Para comprobar lo anterior, De Kerckhove alude a la imagen de Prometeo Encadenado, como un reflejo visual de la condición a la que estaba siendo sometida la comunidad ateniense, en presencia de dicho espectáculo. Sitúa al público en un contexto de “inamovilidad”, desde el cual experimentaría el contenido de la obra, hallando a su vez referencias a lo que ocurría con sus procesos de percepción.
Más que un ritual religioso, el teatro griego nace como la conclusión natural por inscribir en la memoria de los pueblos aquello que se encontraba en un plano meramente oral. Coincide con la invención de un alfabeto y un “método” que permitiera registrar lo que la sociedad había acometido sólo en forma de mito o de relato oral. “El teatro”, nos dice De Kerckhove, “así como la poesía lírica y coral, aparecen con el nacimiento de una innovación más fundamental, el alfabeto fonético, la madre de todas las musas, como Esquilo la llamó en su Prometeo Encadenado”. Por otro lado, el teatro dependía de la escritura para su mejor evolución. Y el alfabeto fonético era el mejor recurso para lograrlo. Nos dice De Kerckhove:
La transcripción de cualquier tipo de escritura involucra un grado de abstracción que tiende a reproducir la experiencia de significado de manera un tanto desensorializada. Pero lo fonético tiene esta cualidad distintiva por encima de otras inscripciones y alfabetos: primero, representa no imágenes, sino sonidos, y segundo, representa todos los sonidos necesarios para la codificación de la comunicación oral. La principal propiedad del código fonético es que exige (y consecuentemente desarrolla) la habilidad de analizar secuencias y seguir un modo lineal.
La “oralidad” empleada en la experiencia del espectáculo teatral, estaba encaminada a que el público se fuera acostumbrando a estos modelos de comprensión y análisis, de atención a un modo codificado de percibir la realidad. Donde otras formas de inscripción establecen relaciones entre el significado y el significante (pensemos, por ejemplo, en un pictograma, o en la caligrafía china), el alfabeto griego establece la mediación de una combinación mental de fonemas que no tienen significado en sí mismas.
Sobre la base de estos reconocimientos, podemos afirmar que, en el marco de una sucesión de efectos de orden perceptivo, que se dan con el nacimiento de la escritura y del pensamiento occidental, hay una ruptura en torno al modo natural de percepción (que es más visceral, descontrolado, periférico, con parámetros de atención que cambiaban según las circunstancias) y, por lo tanto, una suerte de pérdida o tensión original, a la cual se alude la búsqueda integradora del pensamiento filosófico-poético-creativo de nuestros tiempos.
No queriendo asumir una especie de herencia genética que nos fue transmitida desde la antigüedad, debemos simplemente acudir a los modelos que se utilizan al inscribir a los niños en la lectura y la escritura, para dar cuenta de ello. En el desarrollo cognitivo de un niño, podemos observar los mismos tipos de relación con el entorno que tuvieron quienes, en aquella antigüedad, desarrollaban como modo natural de percepción.
Volviendo al modelo-reflejo que el autor encuentra en la imagen de Prometeo Encadenado, se plantea que, en el desarrollo de la obra, en los momentos donde se hace referencia a la tensión que produce el sometimiento a esta nueva percepción del entorno, ahora dirigida hacia la descodificación de lenguaje, el espectador experimenta una representación de lo que está viviendo: “encadenado” a su butaca, centrada su visión al frente del escenario, es partícipe de la ruptura que sufre Prometeo con respecto a su condición inicial de “liberador de conciencia” para la humanidad. Maniatado y postrado a la espera de su propio destino, Prometeo Encadenado se convertía en una imagen que aludía a los procesos cognitivos que estaba viviendo el espectador. Eran los orígenes no sólo de una cultura, sino de un modo de ordenar y conformar el mundo a ojos occidentales. La religiosidad que se le atribuye a la presentación de la tragedia, está vinculada a un estado de exaltación emocional que también puede vincularse a dicho proceso de ruptura.
Los sucesos posteriores al mito de Prometeo hablan de una cierta liberación, pero se da en el marco de una aceptación, de que esta “nueva naturaleza”, la que veía desde nuevos ojos, desde una mirada más circunscrita al modelo deseado por el proceso de integración, aplicado al introducir el alfabeto fonético y la posterior formación de un nuevo marco de percepción de la realidad –predominancia de lo visual como descodificador y a la vez de lector concentrado y analítico de su entorno—la civilización de occidente se visualizó al mismo tiempo como “liberada” de las restricciones que una conciencia más unida a la naturaleza le impedían seguir desarrollando sus capacidades mentales, bajo esa anterior perspectiva.
La imagen de Prometeo Encadenado, reitero, es la imagen de una tensión originaria, la de aquél que está siendo sometido a un nuevo modo de comprensión de la realidad, tensión que se vuelve pérdida y que, con el paso del tiempo, encontramos manifestaciones de desacomodo o desasosiego, en el desarrollo de la escritura. Lo que en la novela moderna comienza con la imagen, por ejemplo, de un Alonso Quijano enloquecido por las historias de caballerías, pasa por las rupturas decimonónicas que nacen con una autoconciencia de los procesos mentales, formalizada por obras como las de Flaubert, Zolá, el simbolismo en la poesía, y termina –o llega a un cierto grado de culminación modernista—con la búsqueda de una recuperación integrada de la memoria en Proust, el flujo del pensamiento en Joyce y, en el caso que nos compete, la visión más nítida de todo este proceso en Jorge Luis Borges.
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Borges presenta al lector –siempre figura emblemática para la creación de su obra—con una serie de claves que manifiestan un sentimiento de pérdida ante lo que la lectura obliga en términos perceptivos, de comprensión o recuperación de la realidad. Los temas principales de Borges –el infinito, el otro, el tiempo, la memoria, el libro-mundo—son una representación de este tipo de pérdida a la que me refiero.
Lo laberíntico, lo infinito, por ejemplo, alude, desde mi punto de vista, a ese marasmo de ideas que fluyen como totalidades en la mente, antes de ser acogidas desde una lógica que permita situarlas en categorías, órdenes, taxonomías, etc. Una determinada imagen de ese mundo “otro”, el mundo “no-libro”, ese que se arroja frente a nosotros, y del cual sólo contamos con los sentidos para poder asirlo, a pesar de nuestra habilidad inducida por situarla en un orden determinado, siempre será un laberinto infinito de sensaciones que se producen a nuestro alrededor. “El Jardín de los Senderos que se Bifurcan” es una representación de ese mapa visual que construye la mente de Borges, con respecto al mundo que, a través de los libros, manifiesta su única posibilidad de control, de sometimiento.
El tiempo, la memoria, se manifiestan en la nitidez con la que Borges refiere al instante sensorial de la lectura vivida –siempre aludiendo a sus obras predilectas, por ejemplo, las Mil y Una Noches—presentado al lector como una suerte de recreación o re-imaginación de ese personaje que vivió en el proceso de lectura, y que a la vez es él mismo. Leer implica leerse en una realidad y, aunque en la mente del lector se construya una imagen determinada del personaje o del entorno y las acciones que lo rodean, siempre hay una construcción mental que alude al mismo lector. Imaginarse a Ulises implica imaginarse a sí mismo en la aventura narrada. La memoria en Borges es una memoria de la lectura originaria.
Sin embargo, ¿cómo se observa Borges, específicamente, en el acto de leer? En una suerte de coincidencia borgiana, si se quiere, encuentro en un pasaje de El Inmortal una imagen indudablemente similar a la de Prometeo Encadenado.
Situémonos en la sección del cuento en la que su personaje se interna en esa arquitectura de formas y edificios irregulares, insólitos, que dan pie para que el lector visualice un entramado incómodo, asfixiante, que es la misma procesión de imágenes que la mente construye a partir de una noción conflictiva del entorno:
Un laberinto es una casa labrada para confundir a los hombres; su arquitectura, pródiga en simetrías, está subordinada a ese fin. En el palacio que imperfectamente exploré, la arquitectura carecía de fin. Abundaban el corredor sin salida, la alta ventana inalcanzable, la aparatosa puerta que daba a una celda o a un pozo, las increíbles escaleras inversas, con los peldaños y balaustrada hacia abajo. Otras, adheridas aéreamente al costado de un muro monumental, morían sin llegar a ninguna parte, al cabo de dos o tres giros, en la tiniebla superior de las cúpulas. Ignoro si todos los ejemplos que he enumerado son literales; sé que durante muchos años infestaron mis pesadillas; no puedo saber ya si tal o cual rasgo es una trascripción de la realidad o de las formas que desatinaron mis noches.
El texto transfiere un sentimiento de desasosiego, que bien puede asumirse como un estado de conciencia, tensionado por el desprendimiento originario que resulta de una conexión menos integrada de los sentidos. Aquello que se experimenta de manera confusa, pesadillezca, intraducible (detalle que refiere Borges en varias de sus ficciones, esa sensación de “no poder describir la sensación”). La línea final de la cita puede leerse, desde la perspectiva de nuestro análisis, de la siguiente manera: “no puedo saber ya si la realidad puede ser completamente transcrita por este recurso tensionante llamado escritura”. El desatino que siente en torno a las formas es una respuesta posible a esta condición.
Conforme vamos atravesando, junto con el personaje, los pasadizos imposibles que conducen a la Ciudad de los Inmortales, hay constantes alusiones a este proceso tensionante y de pérdida, donde la intensidad de la realidad sólo puede traducirse en texto de manera incompleta, confusa, laberíntica, en un infinito fluir de tiempo y de sensaciones incapaces de ser sometidas por el orden escritural y/o de lenguaje: “No quiero describirla; un caos de palabras heterogéneas, un cuerpo de tigre o de toro, en el que pulularan monstruosamente, conjugados y odiándose, dientes, órganos y cabezas, pueden (tal vez) ser imágenes aproximativas”.
Ahora bien, leamos el pasaje que nos compromete, de algún modo, con la imagen de Prometeo Encadenado, unos cuantos pasos antes que la cita anterior:
Al desenredarme por fin de esa pesadilla, me vi tirado y maniatado en un oblongo nicho de piedra, no mayor que una sepultura común, superficialmente excavado en el agrio declive de una montaña. Los lados eran húmedos, antes pulidos por el tiempo que por la industria. Sentí en el pecho un doloroso latido, sentí que me abrasaba la sed. Me asomé y grité débilmente. Al pie de la montaña se dilataba sin rumor un arroyo impuro, entorpecido por escombros y arena; en la opuesta margen resplandecía (bajo el último sol o bajo el primero) la evidente Ciudad de los Inmortales. Vi muros, arcos, frontispicios y foros: el fundamento era una meseta de piedra. Un centenar de nichos irregulares, análogos al mío, surcaban la montaña y el valle.
En este pasaje, podemos dar cuenta de cómo Borges se imagina en la misma condición de un Prometeo Encadenado, maniatado en un nicho del cual no puede desprenderse; al pie de la montaña, una suerte de “arroyo del conocimiento”, desde la cual se bebe para que el hombre se sitúe en el plano de la inmortalidad. La ciudad, una meseta que acomodaba nichos irregulares, desde los cuales uno puede imaginar que otros sujetos en su misma circunstancia, se encontraban sujetos al trance, en la tensión originaria producida por una mente “fijada” o acomodada a una visión inscrita del mundo.
Asimismo, atribuye a estos personajes, estos trogloditas, dioses antiguos, la construcción de esta “Ciudad de los Inmortales”: el universo de la inscripción, de la huella, origen de un desprendimiento originario, con el cual el pensamiento se desconecta de su condición, digámosle “primigenia”, e ingresa a una humanidad definida por su condición de pensar:
Con las reliquias de su ruina erigieron, en el mismo lugar, la desatinada ciudad que yo recorrí: suerte de parodia o reverso y también templo de los dioses irracionales que manejan el mundo y de los que nada sabemos, salvo que no se parecen al hombre. Aquella fundación fue el último símbolo a que condescendieron los Inmortales; marca una etapa en que, juzgando que toda empresa es vana, determinaron vivir en el pensamiento, en la pura especulación. Erigieron la fábrica, la olvidaron y fueron a morar en las cuevas. Absortos, casi no percibían el mundo físico.
“Vivir en el pensamiento” es vivir absortos en lo que los sentidos, dislocados de su condición originaria, transfieren al orden de la lectura. Se deja de percibir el mundo físico tal cual es, como una larga sucesión de sensaciones y efectos que la naturaleza produce como espectáculo original, y se alude a un modelo, a un método, a una forma particular, inducida, de percibir el mundo. Tratar de buscar esa conexión originaria que los sentidos ejercían en su contacto más inmediato con el tiempo, el espacio y sus vicisitudes, produce una sensación de pérdida, de desasosiego, que a través de la escritura, sólo puede traducirse como pesadillezco, infinito, laberíntico, interminable. La mirada acude gestualmente al interior de su pensamiento, busca integrarlo todo. Lo que queda como resultado de esa empresa, es una mirada en perpetuo desvío.
foto: revista pajaro de fuego nro 16 jun 1979, vía Wikimedia.