Azul era el mar
Recuerdo que quedamos a las ocho de la tarde, pero aunque no suelo ser nada puntual, ese día los nervios negociaron con mi habitual parsimonia para llegar incluso con unos minutos de antelación.
Me senté en la orilla a esperar, con el propósito de esconder el terrible sonido que producían los nervios en mi estómago, con el murmullo de las olas. El mar estaba tan limpio, que las sombras de las nubes mimetizaban a los peces que translucían en el fondo del océano, para poder jugar con ellos. El aroma salino y húmedo del agua, me golpeaba el rostro con cada batida de las olas, intentando ahuyentar al frío que desde hacía poco, me amenazaba para que me pusiese la camiseta.
–Son las ocho y veinte –pensé consternado. Mi cerebro trabajaba con horror para encontrar una explicación de por qué aún no había venido: “quizá su amiga me dijo la verdad, y piensa dejarme; o quizá sólo se le ha olvidado que hemos quedado”. Una ola con más fuerza que las anteriores, consiguió rozarme con su espuma los dedos de los pies, erizándome la piel de todo el cuerpo.
Perdí un segundo la visión del mar para poder ponerme la camiseta, y cuando abrí los ojos, mi mano ya tenía una compañera acariciándola. –Perdón por el retraso – dijo, mientras se acomodaba a mi lado. Mi cuerpo, en contra de lo que esperaba, no perdió el nerviosismo que había ido coleccionando en todo este tiempo de espera, sino que lo mantenía y mimaba como si acaso me estuviese haciendo favor. La miré con un poco de temor y deseo, para así poder templar mi corazón que como un salvaje ariete golpeaba en mi tórax adolescente, acostumbrado ya a más de un contratiempo en estas lidias; pero la sonrisa rota y pagana que asomaba en su rostro, consiguió endosar la estocada perfecta a mi músculo vital, demostrándome no solo que todo había acabado, sino que quizás, ni siquiera existió un comienzo.
–Carlos yo…
– No hace falta que digas nada –mascullé rápidamente con valentía, con toda la valentía que puede aportar un ego herido de orgullo; pues no quería ver como eso labios, con los que ella había recolectado infantiles y tullidos besos de un quinceañero adolescente, se corrompieran con débiles mentiras, ensayadas posiblemente ante un espejo.
Una ola traidora rompió cerca de nosotros para morir en nuestras manos todavía unidas, sepultándolas en la arena, y transmitiendo una magia al momento que nadie había pedido, pues no se merecía. La ironía de la situación me arrancó cierta sonrisa, demostrando con ello, el terrible orgullo de mal perdedor, que ahora me estaba poseyendo.
–¿Amigos? –me imploró, con una mezcla de ilusión, y en mayor parte, de culpabilidad. La mire a los ojos, manteniéndole esa mirada que semanas atrás me hubiese parecido tan cristalina y transparente como el mar de Valencia, pero que ahora cobraba un extraño color mate, del que ni las lágrimas que ahora brotaban de sus azules ojos, eran capaces de escapar.
–¿Amigos? –volvió a sugerir, creyendo que quizá no la había escuchado. El sol se escondía entre el lejano horizonte, aportando un tono cobrizo al mar, un color apagado a la arena, y una vorágine de tinieblas a mi corazón inerte.
Sin despegar los labios me levanté de su lado, y comencé a andar solo.
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