Tonto
Lolo consultó su reloj de pulsera. Eran las diez diez de la noche. Ordenó estacionar la limosina en el garaje y se bajó corriendo de ella. Quería hacer con su esposa lo más espiritual y lo más carnal que un millonario septuagenario y una playmate veintiañera podían hacer juntos: unir sus cuerpos, enteros, y también entremezclar sus genitales. Las caricias siempre se apoderaban del pensamiento; el pensamiento siempre se enloquecía de caricias. El adinerado anciano y su joven esposa siempre hacían el amor con facilidad, con felicidad, con variaciones, apasionadamente. Al terminar, siempre, soltaban una carcajada de alegría y se volvían a acariciar largo rato. Después del largo rato volvían a hacer el amor. Pero ahora, para sorpresa del anciano, Lulú, aquella exuberante morena ojiverde, cuyo traje de Eva había vendido treinta millones de revistas del conejito e inspirado a cientos de barrosos adolescentes a amarse a sí mismos en sus cuartos, sólo quería dormir. Aunque su mirada destilaba el sabor grumoso y áspero de quienes han perdido la fe en los cuentos de hadas, daban ganas de pegarse un tiro en la sien para no tener que aguantar tanta belleza. Con cara de lobo al acecho de Caperucita, Lolo se acercó a esa anticipación del Paraíso que Dios había dejado aquí en la Tierra, e insistió. La tomó por la cintura y le lamió la oreja derecha. «¡Suéltame, por favor! —dijo ella—. ¡Hoy no, tengo mucho sueño!» Las palabras fueron contundentes. Al vejete le atravesaron todos y cada uno de los nervios. Se sintió humillado y furioso por no obrar según su capricho. Entonces imaginó la forma en que le pondría fin a sus instintos negados. Abrió decidido la ventana, saltó y se tiró. Lulú lanzó un aullido al verlo arrojarse al vacío. Su esposo acababa de matarse y era viuda ya. Si no el amor de su vida, él era al menos el único hombre con el que había podido formar una pareja. Presa de una intensa convulsión, sollozando como una niña desvalida, con los ojos desbordando lágrimas y la nariz destilando mocos aguados, se dejó caer en el suelo. Instantes más tarde, recordó que ellos se encontraban en la planta baja de la mansión; por lo tanto, él no podría haberse hecho mucho daño. Se levantó, fue a la ventana y miró. Sí, allá abajo, a escaso metro y medio y tiritando de frío, estaba el libidinoso viejo. Una sonrisa burlona se dibujó en el rostro de la opulenta chica. «Ven, tonto…»
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