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BATMAN

Era una soleada tarde de viernes. En el patio, de pie, Carlitos tenía la cara metida entre dos barras de la reja. Se le iban los ojos detrás de las manadas de chavas que entraban y salían de la universidad de enfrente. Todas ellas eran estudiantes y todas a él le parecían preciosas, las guapas y las feas. Pero ninguna lo miraba. Ni siquiera lo miraron cuando, tras cuatro horas de silencio franciscano y ávida observación, tuvo valor para lanzar un HEY y mostrar el dedo medio.
En la sala, sola, sentada en el sillón, con la barbilla encajada en el pecho y once latas de cerveza amontonadas a sus pies, Regina dormía. Sus caderas eran anchas, perfectas para el biológico acto de la reproducción, y sus piernas eran largas y torneadas, perfectas para ver quietas o andando. Una gran proporción de su peso corporal se debía a la grasa depositada en lugares prominentes, como las tetas y las nalgas. Y a pesar de esto no era considerada una muchacha atractiva. Sin embargo, era una felátrix extraordinaria. Por ello, conservaba el puesto de concubina en la casa del adinerado y viudo papá de Carlitos. Ahora tenía mucho calor. Y resolvió, tres horas atrás, empelotarse. Un hilillo de saliva le empezó a escurrir del labio inferior. En ese momento entró Carlitos. La contempló con ojos inmensos, brotados, asombrados. Fueron los ocho minutos más felices (y por felices cortos) de su corta biografía. Porque Regina no era una playmate, pero constituía la primera mujer que él veía al natural.
La bella durmiente de petatiux despertó. Abrió los ojos. Se apartó la melena del rostro para colocársela detrás de la oreja. Carlitos se fue acercando poco a poco. Aunque él no se excitaba sexualmente como lo hacía su progenitor, sí que sentía la necesidad imperiosa de tocar. Soltó su Batman y se mantuvo a un metro escaso de la encuerada. Ésta, a quien no parecía importarle dormir con las tetas y los genitales al aire sobre el sillón de la sala en una soleada tarde de viernes, enrojeció ante la cara que puso Carlitos, una cara de lobo al acecho de Caperucita. Carlitos no había dado un paso más, pero las manos se le habían crispado en dos puños amenazadores. Ella permaneció inmóvil. En ese instante apareció Carlos. Su reacción fue inmediata. Corrió a Carlitos de la sala, le destinó un tremendo grito y un empellón. Aquél trató de agacharse para recoger su Batman, lo que desesperó aún más a Carlos, quien le propinó una patada al juguete.
Cuando el niño desapareció escalera arriba, el animal que se llamaba a sí mismo hombre le aplicó una ojeada a Regina y se convenció de que se divertiría más con ella que solo. Se quitó la camisa. Se abrió paso entre las piernas reginianas. Se desabrochó el cinturón. Tenía cerca de cuarenta años y su cuerpo podría haber estado muy bien hacía décadas pero ya no había manera de saberlo. Se bajó al mismo tiempo pantalones y trusa. El pene surgió como un muñeco de resorte. Al punto la joven se cubrió la vulva con las dos manos.
—Carlos, no tengo ganas…
—¡Puta madre, tú nunca tienes ganas! Yo salgo todas las mañanas y me voy a enjaular en una oficina llena de idiotas y tú te pasas las veinticuatro horas del día echada y diciendo que no tienes ganas… ¡Yo debo de luchar por mi puesto hora tras hora, minuto tras minuto, mientras tú estás aquí haciéndote pendeja y tomándote mi cerveza y exhibiéndote como Dios te trajo al mundo delante de mi hijo!
—Carlos, no es malo que un niño de ocho años vea a una mujer desnuda. Es cuestión de explicarle, sin tabúes ni generando miedo o angustia, que…
Él la agarró por lo pelos de la nuca, por sorpresa, y le suministró un firme tirón. Regina no pudo esquivar los madrazos que la hicieron ver estrellitas y probar el sabor de su propia sangre.
—¡No me pegues! —exclamó.
El macho empezó a pellizcarle las tetas a dos manos, en torno a los pezones. Muy fuerte. Y la hembra se deshizo en lágrimas. Soltaba sollozos largos, de dolor, como cuando tenía trece años y, una noche, su papá apagó la luz. La habitación quedó a oscuras. Regina percibió bajó su cuerpo que el cochón cedía con el peso del viejo. El pánico la invadió en cuanto él consiguió bajarle las bragas más allá de las nalgas. Ahora se sentía igual, a los diecinueve años, y tomar conciencia de que su papá ya había muerto la hizo sentirse peor. Pero ahora decidió defenderse.
Carlos se alejó para impedir que lo alcanzaran aquellos dientes o/y aquellas uñas. Y entonces Regina logró escabullirse. Goteando rojo líquido de la nariz y de la boca, se dirigió presurosa hacia la cocina. Pensó en un sartén, pensó en un tenedor, pensó en un cuchillo.
Carlos se limitó a acostarse bocarriba en el sofá.
—¡¿Por qué tanto pedo para coger?! ¿Ya no te gusta mi verga?
La tenía tan tiesa que por un momento Regina creyó que las venas se iban a reventar. Luego la madreada encuerada suspiró profundamente. Se apoyó en el marco de la puerta abierta de la cocina y cruzó los brazos.
—Perdona, Carlos…, he sido una tonta… —dijo, más suave que una diarrea—. Ya no te enojes. Ven.—Se pasó la punta de la lengua por los hinchados labios, lo cual provocó que Carlos se fijara en ellos, y bajó la voz hasta convertirla en una caricia íntima que a él le erizó el vello de la nuca.— ¿Quieres que te la chupe?
Sólo un santo o un idiota le hubiera contestado que no.

Carlos gritó, se arrojó al suelo de la cocina y empezó a dar vueltas sobre sí mismo. Regina se levantó y escupió en el fregadero. Ahí quedaron esparcidos salivazos y pellejos sanguinolentos.
Carlos alcanzó un trapo y se envolvió el pene con él. Sentía las brocas del dolor agujerándole todo el cuerpo. Sobre todo ahí abajo. La sangre empezó a empapar el trapo.
—¡Regina, llama a una ambulancia!
Ella abrió el refrigerador.
—¿Qué quieres comer?
—Regina, por favor…
—Hay bistecs, jamón, queso, huevos…

Carlitos regresó a la sala y se sentó frente a la televisión. Se inclinó hacia delante y la encendió. Llegaba justo a tiempo para ver Batman.

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