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“El jardín de la Señora Murakami” (Mario Bellatin)

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Lo mejor de Mario Bellatin (México, 1960) no es su feliz empecinamiento en convertirse en nuestro Mishima mexicano sino en la obra consecuente que apoya con brío esta pretensión. Fiel lector de Tanizaki, gusta de los montajes entre luces y sombras en amplios espacios helados (y abigarrados) como las conciencias de sus personajes. Su amoralidad no es desconcertante porque los que lo leemos le conocemos su vocación de esteta y por eso le perdonamos su complacencia: los lectores patológicos que creemos que por eso ya estamos listos para aspirar a convertirnos en lectores sabemos que la ambición es lo único y que todas las mañanas debemos desayunar egos revueltos para poder soportar la realidad. Bellatin la ha soportado. Aquí sigue luego de un intento de suicidio y, para nuestra alegría, escribiendo, y siempre hacindolo con la simplicidad estilística que debe guardar para su propio ser todo aquel que, después de leer demasiada (es un decir: NUNCA es suficiente…) literatura japonesa decide que ya está preparado para extender su mundo interior cerrado infinito como una ceremonia del té al plano de la recomposición de sus sensaciones favoritas a través del papel: el lector es lo de menos, nada como releer lo compuesto y viajar al instante al mundo que es mejor que este porque lo ha inspirado la pasión de la sombra, las nociones estéticas de la era Heian desde donde el autor recupera la esencia de un japonisme primigenio vuelto posmoderno. O neomedieval.

 

Las fantasías totales que Bellatin desarrolló en los albores de su carrera con Canon perpetuo, Salón de belleza o la impecable Damas chinas, en las que deplegaba los momenticos, las migajitas cronotópicas que a la brevedad podían destruir a una persona (siempre personaje, pues aquel vocablo proviene de la palabra latina para “máscara)a volteándole su vidita para entretenimiento del lector y agilización del ritmo de lectura de sus nouvelles en formato grande, aparecen aquí resumidas en amplios escenarios que, a costa de la corta extensión de la obra, concentran los temores del lector sobre la inminente precipitación de un desenlace que es todo un concepto: el rencor, espolvoreado con las pocas palabras adecuadas, deviene ornato brillante. La oferta de Bellatin es que sólo nos concentremos en esto último: Izu Nakamura es tan inteligente que no es feliz, y eso es un alivio, y se pasa el día refugiada en su estudio, y su padre agoniza, y mientras acaricia sus sueños de crítica de arte elucubra sobre la ruta a seguir para ubicarse en el carro bueno de la cultósfera universitaria, en donde al mismo tiempo se verifica una lucha entre los conservadores radicales y los liberales renovadores. El resultado recuerda el final de La sociedad de los poetas muertos, y es que cada revolución debe contar con el aval de todos los componentes del Poder posibles o de lo contrario no revoluciona nada, y esta es la alegoría de todas las iniciativas humanas representadas por la prioridad de Izu hacia su naciente carrera académica. La historia de un proyecto de largo aliento frustrado que llena a todo el libro.

 

El grave sufrimiento de la Señora Murakami que ve demoler su jardín al principio y al final de la novela es el del fin las ilusiones y el regreso a la miseria abyecta: cuando la joven Izu acude a la casa del Señor Murakami con el fin de conocer su colección de arte para su artículo nace su inquietud por la destrucción del orden histórico de la belleza objetual, el nuevorriquismo del ignorante coleccionista le molesta y en ello cree que habita una tesis atractiva que cobije su trabajo, que aparece publicado pero no recibe, a pesar de las buenas críticas de su maestro Kenzo Matsuei y del editor Aori Mizoguchi, las respuestas acostumbradas por parte de las víctimas del crítico. Poco después empieza un ritual de cortejo por parte nada menos que del Señor Murakami paralelo a la puesta en venta de su colección. Izu sabe que algo se ha podrido para siempre. Acaso ahí va su incipiente carrera. Ha habido mala suerte. El Señor Murakami, como no es un coleccionista como los otros, formados en una educación artística sólida, puede disfrutar de una respuesta infinita contra su crítica que se ha creído más lista que él y cuando Izu ha aceptado ser su esposa ya no hay una colección de arte, ya no hay un mundo distorsionado de ignorancia de los preceptos estéticos fundamentales para atacar en la persona del lerdo Señor Murakami. Tan sólo hay brumas que enaltecen la sensación de que había una trampa tendida sobre el proyecto de una vida alternativa.

 

El jardín tradicional exigido por la recién desposada se convierte entonces en el recordatorio de un odio contenido pero en especial de una nostalgia por algo que nunca existió, y esta nebulosa es aprovechada por el autor utilizando la técnica de la anécdota rescatada, o reescrita, y puesta en el papel por la habilidad de un tardío traductor. El poder del símbolo del jardín según la apropiación que de él ha hecho Izu Murakami consiste en asumir que las vidas de ambos han terminado ahí y que su demolición tras el funeral del Señor, tendría el potencial para dar por inaugurada una nueva y refulgente etapa en la vida de la viuda pero, ¿de verdad ella desea un nuevo comienzo?

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