La evocación de una distancia
Llámenme fetichista si quieren, pero las razones objetuales (diría Nishida, aunque nada más que los objetos materiales que nos rodean coloreando nuestra vida) que funcionan como ventanas son suficientes, para mí, para entender las muy poderosas razones de sus usuarios y saber que hay miles de millones de mundos que jamás conoceremos.
Nosotros aprehendemos las cosas vía este idealismo subjetivo que no renuncia a conocer el mundo por medio de los nudos de significación que nos separan de un ser, o bien, de un noúmeno, que contiene, deseamos, toda la información, todo el conocimiento que necesitamos ¿para qué?, eso es lo que menos importa: en el maremagno de razones para conocernos a través de los objetos se suele perder la dimensión de lo que queremos obtener y las “cosas” en sí se convierten en el significado, que ya no es provisional, como tal vez quisimos pretender en busca de un noúmeno inanimado e inalcanzable, sino que se revela ahora como la única materia con la que podemos trabajar para “materializar”, en la medida de nuestra perpetua imposibilidad humana, todas las endoimágenes que nos acompañan como cápsulas por las que nos apopiamos del mundo: Marx, en su oposición a Feuerbach, negaba que nuestro espíritu se hallase integrado como un puente hacia la trascendencia en nombre de la divinidad que nos habita, sino que sería tan sólo la expresión de una red interminable de relaciones que nos ubican frente a una serie de procesos de producción y distribución de poderes y, por supuesto, debemos ubicar esta dimensión del objeto, ahora, nosotros, en un plano culturológico que nos facilite extrapolar este valor de intercambio del objeto como receptáculo de las personalidades hacia el sentido subjetivísimo de la evocación de un puro instante.
Walter Benjamin se encargará, a mediados de los años treinta, de circunscribir la evocación de instantes, o sea, de lejanías, para fijar la trascendencia de la obra de arte pero, en general, de las cosas más allá de la asignación de valores de mercado, para devolverle a la persona, al usuario final bajo cualquier circunstancia o estado de ánimo, la potestad sobre sus sentimientoss en relación con la “magia” que destila (por gracia de su receptor) cada cosa, y que en nombre del “aura” que Benjamin señala como propuesta concentradora de significados, funciona como detonador del valor “en sí” de una obra: es como si, al despojarla de su valor definido socialmente y en función de su potencial económico, pudiésemos acceder, por un breve instante y a merced de todas las imperfecciones concomitantes a nuestra corta o larga percepción, a ese noúmeno de significaciones que se salen entonces del alcance de la relación objetiva directa con el contenido y la forma del objeto-arte (u objeto como sea) para ofrecernos el panorama de un sentido originario en cuyas entrañas se alcanzan a distinguir los restos del osito de peluche o las esquinas rasgadas de un afiche procedentes de las primeras ediciones tardo-ochenteras de “Eres” o de “Nintendo power” o los logos antiquísimos de las primeras marcas de conservas que fuimos obligados a comernos con asco inenarrable o las muestras de afecto de las que esperábamos mucho y fueron mucho más vagas con el paso del tiempo o como sea, bajo cualquier motivo: lo importante es el sentido (que es sentimiento) y, volviendo un poquito sobre Benjamin, nos encontramos con que la reproducción de dichas imágenes mentales, traídas a la vida del mundo físico a través de cualquier soporte, nos ofrece la posibilidad dde una transfusión de dichas epifanías (como momentos pasados que de repente echan luz sobre todos nosotros) a nuestra realidad delimitando así la forma en que entendemos cada cosa que nos rodea y agregándole nuestras propias cosechas de sabores subjetivos.
Esto no es nada nuevo, la empiria nos lo ofrece a cada momento incluso a espaldas de nuestras conciencias, pero hay que servirnos de ello para definir, si así lo hemos decidido, la composición del magnetismo que los objetos ejercen sobre nosotros y esto, sin necesidad de estar recurriendo en exclusiva a Benjamin, nos retrata de cuerpo entero como consumidores productores de visiones que nos retrotraen a un pasado que es nuestra propiedad única e inamovible pero que regresaría al polvo o simplemente no tendría otra oportunidad de existir si no contáramos con el vehículo de un objeto como evocador. Y quiero exponer tan sólo dos ejemplos:
Carl Sagan inaugura su novela “Contacto” con un epígrafe que es el poema que un anónimo (¿importa que se llamara Marvin Mercer?) estudiante de quinto año de primaria ensayó con inspiración, quizás al pie de su cama, en 1981:
Mi corazón tiembla como una pobre hoja
Sueño que giran los planetas
Las estrellas presionan contra mi ventana
Doy vueltas dormido
Mi cama es un planeta tibio
Nos podemos imaginar a la pobre hoja y sentir al corazón y cómo los planetas, sean enormes piedras ardientes o camas acogedoras, giran con el objetivo de armar esta imagen altamente plástica, a mi ver, y estas figuras entrelazadas con experiencias tan comunes a nosotros presentan ante el tribunal de nuestra imaginación a un poeta que ni siquiera llega a la categoría de amateur pero que dejó a la posteriddad, Sagan mediante o no, su evocación de un instante antes de, probablemente, desaparecer entre el público: esta idea es por sí misma una fantasía que viaja a través de los años para ofrecérsenos cargada del valor del añejamiento en barricas hechas de una aleación de cultura pop y transformaciones socioculturales con dirección a la pregunta ¿qué queda de esa evocación, después de tanto tiempo? y, asumiendo que veinte años es un tiempo considerable para las medidas humanas, surge la inquietud por el destino del poeta y por el cauce por el que se habrán conducido las imaginerías, fantasmagorías y percepciones que dieron lugar a la pequeña obra de arte en cinco renglones y cuál habría sido la respuesta del futuro a las mismas, es decir, ¿las cosas le fueron tan bien o tan regular como acaso esperara?, ¿el poema halló una respuesta igualmente lírica en los estímulos visuales, narrativos y sensuales de sus años por venir?, o peor, ¿está aún Marvin entre nosotros? Todas las respuestas, si queremos, podríamos hallarlas en el interior del poema si nos resignamos desde ahora a que, aunque nuca saldremos de un nivel especulativo, sus contenidos nos ofrecen una direccionalidad clara para comprender que lo que tenemos ahí es un pedazo de sensibilidad que pasa de ser propiedad del autor a patrimonio de sus lectores como una vía para regresar en el tiempo y conocer el interior de una conciencia de la que solo podemos tener noticia por medio de uno de sus fragmentos más pequeños, en el que se encuentra implicada toda la personalidad de un autor que nos será dado conocer.
En 1998 (¿o 1997?), Satoko Shibahara firmaba como “Rocket or Chiritori” cuando se le había ocurrido de la nada (si lo asumimos de nuevo como una epifanía que surge de pronto para romper algunos esquemas por un momento) grabar un disco. Nada menos. Pero era una chica de clase media a la que debía parecerle una enormidad lanzarse a una intentona de incursión en el mundo de la música (de nuevo nos ponemos especulativos) pero en medio de esta reflexión habría adivinado que los elementos fundamentales para lograr tal empresa, conservar su voz para la posteridad melódica, estaban tan a su alcance como al de las disqueras aunque, claro está, en una dimensión bastante más humilde, por lo que se armó de una guitarra eléctrica, un teclado con banco de cien tonos y una pequeña guardia personal de amiguitos fieles paraa armarle sus acompañamientos… y el disco salió… y después otro, en la cima de la definición misma de lo “indie”, y unas cuantas copias y el sueño feliz se le habría hecho realidad, ya era una cantante con disco y habiendo seguido una ruta más rápida que todas las Ayumis y las Hikarus y las Hitomis del momento, cuando debió concentrarse en su escuela… ¿Qué nos queda, precisamente a nosotros, de aquella experiencia, además de sus discos?, quizá la enseñanza, repetida con innúmeros ejemplos de que es posible la constitución del artista independiente como un agente contestatario a los intereses totalitarios de la industria: finalmente, Satoko no hizo nada nuevo, pero el atractivo que me merece para el tema de esta reflexión tiene que ver con su potencial avizorado una sola vez, refulgente y esperanzador, casi como la mano del ahogado que sobresale del agua, una sola vez, y desaparece para siempre, y el anonimato de Satoko nos refiere algo sobre la capacidad de los símbolos, sean productos de música o literatura entre millones de otros ejemplos, para darnos un momento de elevado solaz en la evocación de una distancia. Y eso para mí es sagrado.