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Algo sobre “El laberinto de la soledad”

sem-evodio31.jpgEs posible desdoblar la perspectiva, ampliarla, abarcarla a discreción como un blanco móvil: somos humanos, pero no como los de otras latitudes, pues algo distinto debe haber en nuestros colores o en nuestra piel embravecida por las tramontanas de la fatalidad, somos fruto de una transustanciación de imperios pero reclamamos la trascendencia de una Historia que comienza y termina en nosotros mismos, en el Ahora muchos años atrás germinado entre las vanas agonías de Cuauhtemoc, Hidalgo y Juárez, en la esperanza de una inminente vuelta a las raíces de polvo y maíz, pero también de horca y cuchillo; la imagen de nuestra idiosincrasia es la de una hojarasca arrasada por un vendaval inesperado, violento, al que sólo podemos oponer, guardadas todas las dimensiones, una idéntica actitud recia para retar con la mirada y lanzar gritos esporádicos, para afirmar que somos parte de una Resistencia articulada por gestos y sortilegios de una malignidad tal que, muchas veces, se niegan a sugerir sentimientos falsos, por viriles estallidos pirotécnicos de orgullo y boatos tan solemnemente complejos que solo pudieron ser concebidos para ocultar una Nada demasiado profunda, tan bien simulada que podría parecer ofensiva pero que aún así es el eterno teatro de operaciones donde discurren nuestras batallas por cancelar el pasado con la premura con que retiramos del espejo un rostro demacrado, carcomido por una soledad pavorosa.

Octavio Paz apela constantemente a los sustratos que descansan en nuestra psique de nación sometida, violada y saqueada, y a estos agravios inmemoriales responde con una denuncia de los mecanismos instintivos con los que cada mexicano cierra su sensibilidad ante la amenaza de una avanzada del progreso que tarde o temprano desencadene una reconquista brutal, totalizante que, ahora sí, no nos deje margen alguno para armar las mascaradas de pólvora y piloncillo con las que nos sumergimos en busca del tiempo mexicano perdido entre galeones, alfanjes y piedras sacrificales. Ya nos saquearon, no nos volverán a saquear. La Mexicanidad es una abstracción alegre, que no feliz, diseñada con garigoleos septembrinos que más claros brillan cuando el grito nocturno de “vivamexicomueranlosgachupineshijosdelachingada” alumbra, penetra la oscuridad decretada por un traidor Quetzalcoatl de acero armado y por todas las Malinches rajadas, abiertas, que precipitaron con su egoísmo nuestra separación ¿irremediable? de la Madre casta y pura que México (el México devenido entidad indefinida e insondable, la palabra de resonancias misteriosas) se alimentó milenariamente a través de la tierra generosa posteriormente eviscerada por la ambición trepidante (Muerte sin fin, a final de cuentas) de un viejo Nuevo Mundo surgido de la Nada, esa dimensión terrorífica, por desconocida, y réproba por el peso específico de su insidiosa contundencia que contiene los síntomas castizos de un mestizaje de complexiones y texturas, de rencores, pasiones, sabores y carnavales, encarnación genérica de una cultura correlacional y, hasta cierto punto, sofisticada, pero expansiva hasta la exasperación, punto en que, en palabras de Oscar Monroy, el mexicano asume su pose de príncipe sin reino y se alista, con la Sin Par Generación Liberal Mexicana de 1857 de por medio o no, a defender su determinación de heroico pueblo en el destierro, exiliado en sí mismo y apertrechado, ante el espantajo ilusorio o concreto de una nueva Nueva España, con machetes marianos, escapularios sanguinarios y dignos andrajos de manta que superan en transparencia (sinceridad) a las mas atrayentes cuentas de vidrio traídas desde el Puerto de Palos.

Sin embargo, todo este jolgorio edificante, destinado a saldar cuentas con el pasado cobrándole la bastardía de nuestros orígenes queda limitado a una saludable calendarización en que la rebeldía, transfigurada y dosificada por un sistema republicano de corte europeo, es utilizada como un dispositivo de distensión que alcanza su culmen la noche del quince de septiembre cuando salimos a gritar sin restricción malinchista alguna, quizá para callar mejor el resto del año, para dar paso a la rutina relajante del trabajo y la familia en la lucha por sobrevivir dentro de un marco de decencia y legalidad. Aún así nuestro ánimo se mantiene firme y es capaz de suspender el tiempo bajo el aura benevolente de Morelos o la Guadalupana y percibir un Presente inmenso pero flexible en el que México se enardece para dialogar con las divinidades, la parentela, las amistades y hasta con el propio concepto místico de la Patria. Se trata de una celebración grave que desvela la intimidad y deja inofensivos a los nuevos hermanos carnales concebidos alrededor de la calidez del tequila y el mezcal, los resquemores pronto se derrumban y dan paso a un nuevo compromiso con la autenticidad, que en ocasiones y para demostrar su benevolencia más allá de los abrazos y el llanto de penas compartidas, exige la sacudida de unos cuantos balazos. Fogonazos en el silencio. La fiesta continúa bajo la exhibición de diversas facetas de la vida que se encuentra en suspensión y de los signos en rotación, el frenesí se desborda por una sola ocasión entre tantas otras; diversas tomas para una sola, inmanente escena que debe montarse una y otra vez como una secuencia estricta de maniobras requeridas para desactivar una bomba de tiempo pues, como dice Paz, el mexicano no se divierte, ya que sus esfuerzos, profundos como gritos en el desierto, están encaminados a sobrepasarse, a emerger dedálicamente del laberinto de soledad que lo incomunica, dejarse poseer íntegramente por la violencia que le cierra la boca y lo condena al formulismo político y a las circunvoluciones del albur. La fiesta es abrirse paso y pisar fuerte, embriagarse de gente, ceder el gobierno a canciones y aullidos impulsando megatones cargados de significación; insultos, riñas y cuchilladas dispersan las nubes de plomo. Las fiestas en México son el revés delirante y bien pulido de nuestro silencio, de la apatía que nos conduce con hosquedad por los andamiajes del resentimiento.

Para desolación del orgulloso Mexicano Desconocido (ese ser proverbial que se cobija con un enorme sombrero y su sarape bajo un cactus en Technicolor), esta batahola de sentimientos anudados por un amasijo de desesperanza y cordialidad tomados por patriotismo no es más que la escenificación afortunada de un baile de máscaras mexicanas que no se atreven a rozar con sus ojos la cólera del vecino y, según el poeta de Mixcoac, trasiegan la existencia por medio de un mutismo lleno de repliegues que se revelan entre las líneas de nuestro lenguaje popular configurado para defendernos del mundo exterior, hacia el que a cada momento proyectamos nuestro ideal de hombría reducida a la condición de no “rajarse” nunca, pues los que se “abren” son cobardes y los mexicanos podemos ser doblegados, “agachados” y humillados pero nunca “coyones rajados”, pues de lo contrario seríamos traidores de poco fiar o, peor aún, nos encontraríamos en el mismo nivel de las mujeres, seres inferiores por naturaleza en tanto portadores en su sexo del estigma de una herida abierta que jamás cicatriza y que, al entregarse por completo, “abdican” y se exponen a que el desprecio del confidente siga a su muestra de confiada devoción, y es posible mencionar que las relaciones entre los hombres están también teñidas de ese recelo que enfrenta la fría reserva de nuestra vulnerabilísima masculinidad a la ternura y el cariño, pues encerrados como estamos en nuestro laberinto sepulcral no somos capaces de distinguir si estos sentimientos son verdaderos o disimulados, desplegando así un juego que paradójicamente nos limitamos a desplegar ante estamentos superiores como la clase gobernante y la aristocrática a la hora de medir nuestras capacidades miméticas que son tan sólo un ejemplo de la autorrepresentatividad que podemos desarrollar para afirmar nuestra humildad inyectada de servilismo. Retomando a Marañón, podemos recordar su apreciación panorámica del personaje de Don Juan Tenorio como un individuo sumamente desdichado que sostiene una conducta galante con las mujeres de la nobleza mientras que puede comportarse como un canalla misógino (obsérvense los matices) con las mujeres de estratos inferiores, todo con el fin ansioso de despertar la admiración de los apuestos caballeros que eran el fin último de sus empeños. Así pues, extrapolando estas variables primarias, tenemos que nuestros mundos cerrados se unen en contraposición con el objeto hacia el que van dirigidos para establecer, desde una distancia razonable, un proceso de negociación que nos permita satisfacer nuestras motivaciones sin caer, en general, en prevaricaciones que nos orillen a ceder un ápice de nuestra territorialidad hacia criaturas inferiores, ya sean mujeres o gachupines ni, en última instancia, a mostrar nuestra verdadera personalidad, saludablemente auténtica pero peligrosa, acudiendo la mañana del dieciséis de septiembre a la tienda de ultramarinos del español del pueblo a ayudarle amablemente a limpiar los destrozos que nuestro fervor patrio provocó la noche anterior o protagonizando la delectantemente freudiana escena de acurrucar en el regazo a nuestro compadre, nuevo hermano del alma, al calor de la tétrica certeza de que la vida no vale nada.

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