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San Diego, 1989

Hoy no hay mucho que decir y por eso es que contaré una bella anécdota de otros días lejanos que sí estaban llenos de eventos rescatables: a los seis años asistí a una excursión de mi primaria al zoológico de San Diego y ese ha sido el viaje más largo de mi vida y yo me sentía tan bien por ese cambio de aires que me lo tomé todo a la ligera, incluso la asfixiante belleza de los flamingos posados en la inmundicia de su estanque o los sapos tristes sobre hojitas de plástico que brillaban mejor ante las lentes de treinta y cinco milímetros de los turistas; sólo abrí mis ojitos cuando vi lo increíble y maravilloso: una víbora, ni más ni menos que una víbora de dos cabezas, y hasta la fecha mi mamá me dice algo así como: “sí, una víbora bicéfala, así nacen algunas”, teniendo en mente a esas aburridas sierpes siamesas que enfermos mentales como el señor Barnum o el director de algún museo-zoológico cualquiera podrían creer que es una cosa entretenida… una gran equivocación, justo lo que yo vi fue una portentosa víbora amarilla de dos cabezas, una a cada extremo de su cuerpo, fabulosas, invitándonos a sentir que sus pensamientos circulaban hermanados por la bien lubricada piel perlada de afiladas escamas capaces de cortarte el aliento.
Hasta la fecha sigo insistiendo en el poder de mi visión y mamá sigue negándose a concederle crédito alguno y está claro que es muy difícil ratificar algo que no se ha visto, cuantimás si en ese momento te hallas embobado en las acrobacias insípidas de un lémur o alguna rata parecida. Patético.

Después de regresar a mi casa y de habituarme nuevamente a este ambiente enrarecido por el sudor y el calor me enfermé. Gran cosa. Al principio fue varicela y el picor tenía un fresco sabor cuando me asomaba a observar mi cuerpecito enrojecido por las ronchas y eso me gustaba y si a mi lado hubiese contado con la presencia de mi ídolo en turno, del que espero me permitan reservarme el nombre, le habría invitado a que me observara y disfrutara el espectáculo de verme reducido a una pequeña mancha rosada clamando por el control de la televisión y un poco de yogurt mientras sacaba a orear todos los rincones de mi piel. Es una idea tan sucia como deprimente, pero en aquel momento no le tenía tanto pavor a las amenazas de mamá acerca de las llagas indelebles que me provocaría si me rascaba las erupciones como a la serenidad silenciosa conque miraba los lamparones de cal en el estuco del techo, amplios y agazapados, serenos y gozándome, aguardando a que las cosas se compusieran un poco para atacar, para demostrarme de nuevo que en realidad nunca estuve sólo y blablablablabla… me encanta sumergirme en mis recuerdos pero son míos nada mas y es tarea de ustedes imaginarse que fue lo que paso cuando me recuperé y se renovó el aislante de chapopote de toda la casa. Mi vida en aquellas semanas fue una barrita de pescado de los paquetes Kids Meal que mi mami me iba a comprar a Calexico bañada en una dotación extra de loción Caladryl. Era una absoluta bendición para mi sensibilidad de pequeño solecito de mi familia el que le llamaran “loción”, pues así todo era más refrescante. Cada cien mililitros de la botella rosadita de Caladryl contienen ocho gramos de calamina y cien miligramos de alcanfor y se le considera un medicamento auxiliar en el tratamiento del prurito causado por piquetes de insectos quemaduras solares leves salpullido dermatitis del pañal dermatitis por contacto y otras irritaciones dérmicas menores.
La calamina ha mostrado su utilidad antipruriginosa en lesiones inflamatorias subagudas después de la fase exudativa de enfermedades dermatológicas como la mía, como la varicela y, por su parte, el alcanfor tenía entonces, y espero que todavía, una acción antipruriginosa leve alterando la transmisión sensorial de los nervios cutáneos superficiales sin pasar nunca al torrente sistémico. La próxima vez que se encuentren una botella en su farmacia predilecta, les ruego que la abran con discreción, la huelan y la compren si es que conquista a sus corazones de la forma en que lo hizo con el mío.

Apenas concluido este episodio me enfermé de tifoidea y tenía mareos y no podía levantarme y más blablablablabla… cuando entonces, una tarde (o mediodía) empecé a sentir un dolorcito diminutito en la espalda (en mi plumoncito izquierdo…) y muy pronto mamá desayunaba la noticia de que también me había enfermado de pulmonía y ya mucho menos me pude sentar en mi cama y como hasta la fecha me precio de que jamás he estado en ningún lecho de hospital creo que mi actitud de aquel entonces fue la más correcta, digna pero lastimera, pronto observé que era capaz de transmitir mi temor matizado por una suave sonrisa de hastío Harper’s Bazaar que la familia sabría agradecer conforme pasaron los años y cada vez que se sugería una sola palabra acerca de mi hipotético traslado al sanatorio yo reiteraba a punta de retortijones mi negativa a modificar el panorama oscuro y húmedo de mi habitación, restregaba mis uñitas en el cobertory fruncía el ceño antes de dormirme para despertar y enterarme que mi temperatura se había elevado, un día, o acababa de descender, a la siguiente tarde quizás, hasta que todo se calmó y empecé a recuperarme sin que nadie, empezando por mí, pusiera nada de sí para conseguirlo, pero incluso en esos momentos seguía sin poder levantarme y si hubiera tenido entre mis brazos a algún lindo peluchito lo habría acurrucado con mucha fuerza y cada vez que mi mami entrara a importunarme con los últimos detalles de mis enfermedades, le habría siseado con los labios cerrados y el índice derecho sobre ellos recordándole a mi vez que mi pequeña mascota (siempre muda, siempre a mi disposición) se encontraba profundamente dormida.

Y mientras todo eso pasaba, el mundo se movía y la gente moría y de pronto me sublevaba la idea de que en varias partes del planeta había personas hermosas bajando escaleras con elegancia, tomando Diet Pepsi en una estación del metro, luciendo sudaderas color turquesa con cuello de tortuga, disparando el frasco de perfume de Ungaro o Givenchy bajo sus orejas, disparando el flash de ochocientas cámaras fotográficas bajo el manto de la canción más triste de todos los tiempos, abriendo latas de coctel de frutitas Del Monte y pisando el césped oloroso de una madrugada a punto de llenarse de nubes. Y yo empecé a recuperarme de la fiebre alta justo cuando había decidido no volver a salir de mis dos edredones con olor a té de limón con jarabe de gordolobo.

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