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Corazón de vidrio

En cuanto la puerta se cierra, Lucy sabe que la súbita oscuridad es recompensada por la revelación de un imperio de cristal. El patito, el cisnito y hasta un marranito, inmóviles en la repisa sobre su cama cubierta por una colcha de terciopelo turbulento, son tan humanos como el que más, gracias al color que muta conveniente según el ángulo que otorga cada estado del ánimo a través de la diafanidad de los días que cada mañana han de buscar su propia identidad. Son chucherías, ha dicho alguna voz oprobiosa hace tiempo, y Lucy no siempre sabe si se estaba refiriendo a la vida misma o a sus figuritas que saben vestirse según el conjunto primavera-verano u otoño-hartazgo que se filtran por la ventanita de la habitación. Esta gente es tan ignorante que no es capaz de entender que estos pimpollos brilosos cuestan una pequeña fortuna y, no son conscientes de su buena suerte al haberles encontrado en una maletita Samsonite en uno de los tianguis apestosos de la ciudad. Papá y mamá los llaman “mercados de pulgas” y por una vez tienen razón.

Lucy suele sentirse tan aburrida que toda su vidita hasta ese momento no es lo suficientemente rica como para proveerle la nostálgica distracción ahora que se ha quedado sola y, lo desearía de verdad, a punto de dormir, así que fantasea sobre lo que será de sus pequeñuelos cuando ella se haya ido. ¿A dónde irán a parar el cocodrilito, la ardillita y los tres ositos del cuento, ahora investidos de una piel ajena, reluciente y mucho más cara que la suya propia? Todos están hechos de una esencia perdurable como las de los robles que sólo pueden ser derribados por el último rayo de las tormentas eléctricas.

Tras de un día de trabajo y apuros, mucho después de varios despueses, Lucy contempla su repisa relucir apenas con la luz artificial del exterior y vuelve a pensar en las repentinas descargas de electricidad y considera que así es como funcionan los grandes días del destino, así que el día en que desaparezca entonces todos los espejitos y las cuentitas de colores de su vida deberían diluirse también pero no necesariamente debe ser así, pues aún existe la imaginación:

PRIMERA POSIBIIDAD:

Pasados muchos años, luego de haber vivido todo lo que no tendría que vivir, Lucy toma el té con su nieta. Hay tacitas chinas sobre la mesa y escenas de la campiña británica las estampan; afuera hay nubes de cemento y adentro el aburrimiento se corta con cuchillo cebollero, pero lo importante es el cariño. Lucy y su nietecita han escogido a un gatito siamés en cristal y además a un león de apellido Swarovski para que las acompañen durante el convite. Más tarde, Lucy morirá y la pequeña quedará sola (escoltada por las figuras de ornato que ponen la comida sobre su mesa) hasta la adolescencia, y en el momento de las vacas flacas, aquellas que pastan durante la misma estación en que el Monte de Piedad registra temporada alta, habrá de decir adiós a las tacitas, los electrodomésticos y los cristales de la repisa de su abuela, los mismos que de pequeña veía todos idénticos. “Si tan sólo pudiera saber cuáles fueron los que escogimos para tomar el te aquella tarde…”, en fin, esa será toda la herencia maldita de Lucy, o bien…

SEGUNDA POSIBILIDAD:

Cuando los cristales soñadores se estrellan el piso forman gotas de mercurio que papá y mamá confunden con lágrimas por las mañanas, Lucy quisiera haber sido una niña normal y sabe que eso se puede arreglar con un manotazo de orilla a orilla de la repisa.

¿Cuál es la decisión final?, así es el poder de los objetos a los que inoculamos nuestro amor, Lucy no sabe en realidad qué es lo que va a pasar cuando se abre la puerta de nuevo y dos rostros familiares certifican con terror la avanzada de un terremoto oscilatorio de esos que derrumban hasta a los garrafones de agua.

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