Browse By

Anestesia francesa

Las últimas semanas han sido extrañas porque han presenciado el final de un gran temor que me había acompañado toda mi vida: ahora disfruto mis citas con el dentista y me gusta sorprenderlo, a él y a su esposa que también es dentista, con sendos vasitos de capuccino o con entradas dobles al cine (o al teatro o al circo provinciano que acaba de llegar con un solo león) y en general los tres somos felices y armoniosos. Bebemos café y despepitamos los años de ilusión. Ella es bondadosa y agresiva y él es moderado hasta el bostezo; por eso me atraen, por eso desayuno caramelos y me cepillo los dientes con mermelada de durazno y trasiego mis horas de desesperación gratuita golpeándome la cabeza contra la pared: en casa hay dos pilares de concreto, en la cocina y a la entrada de mi cuarto, en donde no se generan vibraciones fuertes que delaten el “poc-poc” de mi craneo durante las embestidas, sea que la furia alegre que me impide perder el estilo me conmina a ello o porque el menú del día no es de mi agrado, y entonces, cuando regreso con mis dentistas, no suelo dejar una buena impresión:

-Pero, ¿cómo es posible que se te haya quebrado el poste?, ¿qués es lo que te pasó?

-Me caí.

-¿Cómo que te caíste? Ese era un poste de fibra de vidrio, el material más resistente, y luce como si te hubieran soltado un puñetazo justo con esa intención de tirarte varios dientes.

-Qué extraño, doctor.

-Vamos a tener que repetir los últimos pasos de la endodoncia, hay que limpiarte para evitar cualquier infección y volver a colocarte el poste que se destrozó. Lo siento.

Y Bingo! De nuevo a establecer un calendario de citas, muchos cuidados, nada de comer grasas ni solidos (ni sólidos grasos), todo el juguito Kern’s de manzana, pera y chabacano que pueda durante los dos días siguientes y la curación alemana en pasta color gris rata es más delicada de lo que parece. Toda mi dentadura es muy inestable, cosa de familia; me han mandado anteriormente con la dentista y el dentisto para que me extirpen el hierro candente que destempla hasta las lágrimas pero ellos y yo nos hemos convencido, casi permitiéndome usar su mismo lenguaje de profesionales, que lo mejor será conservar la pieza porque tengo una boca grande y carnosos labios de carmín que deben seguir haciendo juego con mi sarcasmo nacar y entonces se hace imperativo anestesiar, picar, abrir, cortar mientras la sangre y el desinfectante y la saliva son drenados por el adminículo plástico que cuelga de mi boca modelándome una nueva sonrisa que ya he empezado a ensayar en casa y la doctora es paciente con su paciente y mientras mamá espera fuera del consultorio me han de tomar tres, cuatro, cinco, seis radiografías, despacio, con cuidado, sosteniendo la placa sensitiva bajo mi mejilla primero, luego percatándome de la amabilidad del latex de su guante, un, dos, tres, no debo mover la plaquita y la pistola catódica apunta a mi carita con profesionalismo, sabe su trabajo y yo debo posar, eso es, una más, hazle el amor a la cámara, al rayo que te traspsa para comprenderlo en su deseo y así sea bueno empatizar con él y no haya necesidad de más tomas juso cuando se me empiecen a engarrotar los dedos.

-Vamos a tener que ponerte otra puntita de anestesia…-La dentista pronuncia la fatal sentencia y yo aprieto mis puños que el dentista golpea amigable con palma de su mano derecha mientras me anima con una risita gutural con vocación de gargarismo.

Ese momentito es feroz y, especialmente cuando la aguja penetra la encía y yo pienso que se está ensañando con mi cachetito, el panorama se acerca convulso al que daban aquellas mujeres hombres que perdían el control sobre sí mismos y sus vejigas cuando Elvis aparecía entre reflectores electropop y foquitos color naranja durante su etapa final, cuando el Rey ya se había despeñado hasta la Monstruosidad. Entonces, la dentista juguetes con mi mejilla y el mentón, hasta ajustar una docena de rápidas agitaciones con su pulgar índice izquierdos. Mi mamá dice que es para distraerme cuando en realidad yo pienso que la somnolencia que ello me provoca asemeja el arrullo de caer por una cascada.

-¿Cómo no voy a saber que es para eso? Yo tuve un novio dentista y él tampoco quería que sintiera jamás tanto dolor innecesario.

Soy paciente porque el mundo me hizo así, porque nadie me ha tratado con rigor y por eso me hallo en deuda con las instituciones que ahora saben que pueden disciplinarme con dos ampolletas de anestesia francesa que en su presentación de caja con cien unidades cuesta veintinueve dólares con noventa y nueve centavos; todo está permitido en nombre de una profilaxis que me ha permitido seguir siendo un buen niño.

-Lo único mexicano en este consultorio somos nosotros.

Buena aclaración. Quiero mucho a mi dentista. Y él quiere mucho a los delfines, sí, así es, es lo que he dicho, al parecer es admirador de esos bichos infectos que los japoneses venden enlatados en aceite de algodón. Bien por ellos. Bien por todos nosotros que estamos aquí, y por la colección de delfincitos de jade y cristal que sobre su esquinero de madera carcomida me saludan y me despiden cuando atravieso la puerta del consultorio.

Todo vale la pena cuando la luz (tanta luz…) del pequeño quirófano dental me ciega y sé que estoy protegido por los recientes chismes de la iglesia a la que mis dentistas asisten. Dos jovencitos del coro requieren guitarras electrócas, pues todo se moderniza y se vuelve a posmodernizar (y regresan las guitarras acústicas) y también una generosa dotación de cuerdas. Eso siempre es un alivio ahí donde el Tabalón 500 se declara incompetente: los rincones más esponjositos del alma que no existe, y todos los que nos sometemos a la disciplina de los postes de resina sabemos algo sobre la complicidad que se establece por un sólo momento con una persona que está interviniendo una parte muy poco atractiva (solo que muy sensible) de nuestros cuerpos, así como el Estado lo hacía en el siglo XV pero con menos dolor y sin ningún artilugio de metal brutal que sea más grande que la punta del taladro o los puentecitos que van descendiendo por el húmedo apartamento antes habitado por la raíz. veinticuatro, veinticinco, veintiseis milimetros y contando…

Así funcionan nuestras vidas, el candor se consume tan rápido como la sensibilidad en el pie de boca mientras lo penetra la hipodérmica. Ese es el punto más alto del día y, a partir de ahí, todo es un plano inclinado.

Al salir de la consulta, siempre hay quien me salude con orgullo:

-Valiente, muy valiente, yo no sé si aguantaría UNA ENDODONCIA, qué barbaro…

-¿Y no te desesperaba?, porque las agujas y la fresa y la anestesia, ay, no…

Lo que no han terminado de entender que yo no Soy hasta que me percato de la fuerza de mis terminales nerviosas, yo no me atrevo a lacerarme más allá de mis besos con el muro, no saben que mi alma y mis manos no descansan hasta que saben que mis cavidades en efecto reaccionan con el agua oxigenada que es agua de violetas que siempre son azules y que mis dentistas usan en mi nueva muela de resina para frenar las morbosas injurias de la lengua mareada por las bacterias.

Después de un rato, la frescura del líquido se me escapa y vuelvo a ser Yo, pero mis dentistas son Más, mucho Más, y más allá de lo que nunca podré ser, pues ellos, como lo decía cierta plaquita de madera que leí en una de las cien salas de espera de mi infancia, pueden hacer puentes como los ingenieros, diseñan coronas como los floristas, extraen raíces como los matemáticos, hacen sufrir como los abogados y, lo más importante, siempre nos dejan con la boca abierta.

One thought on “Anestesia francesa”

Leave a Reply

Your email address will not be published. Required fields are marked *