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Fernando Vizcarra y la mirada delatora

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Fernando Vizcarra ha ganado el XXXVI Premio Latinoamericano de Cuento Edmundo Valadés. No es casual que se haya reconocido su visión poética a través de la prosa: su conciencia plena de los muchos mundos, con sus muchas objetividades, a la disposición de la pátina de la imaginación, le capacita sobradamente para leer las estructuras y narraciones ocultas en los actos de cada día; en esta hora tan oscura de nuestro tiempo es difícil localizar una lucidez intelectual capaz de manifestarse (yo lo he vivido en mirada propia) por la simple forma en que Vizcarra entorna sus ojos o dulcifica sus gestos en plena charla de amigos (y yo, además, me declaro su alumno para siempre) sobre cualquier cosa pasible de volverse extraordinaria en sus palabras, lo que tampoco debe extrañarnos en el caso de este comunicólogo de cepa e inminente Doctor en Sociología de la Cultura que se asume, antes que ninguna de esas etiquetas, en poeta.La poesía, entonces, es una dignidad personal que no se adscribe tan sólo a las dimensiones formales de un genero literario, sino que se eleva y expande como una aureola que el poeta no se ciñe a sí mismo sino que aplica al mundo (lo tangible que es por ello incognoscible) para poder comprenderlo y hacérnoslo comprensible y alcanzable a todos nosotros: “Amalia no vendrá”, el cuento de Vizcarra que nos ocupa, avalado por Marco Aurelio Carballo, Oscar de la Borbolla y Beatriz Escalante, narra la vida cotidiana de Tijuana con Amalia como decodificadora del infortunio y las ilusiones fastidiadas, fardos en apariencia demasiado macizos para ser asimiliados por una criaturita avasallada por la Frontera como supremo Radhamante que dicta vidas y relatos negros (el mismo Vizcarra ha dictaminado que “Este país se escribe en clave policiaca”) como sobresaltos y alegrías pírricas en la tribulación propia y la ajena: una mirada total que nos retrata a Fernando Vizcarra de cuerpo entero en pleno ejercicio de sus recursos para la poética vital, divisando el gran hilo plateado que conduce a una narración, dicho sea en términos metafísicos, y revelando al ojo como el instrumento para sus vivisecciones sobre nuestras vidas e imaginarios.Si Seamus Heaney, uno de sus colegas, ha dicho que la fundación de su poesía nace de la nostalgia húmeda por los ríos estancados de la siempre demasiado verde campiña de Irlanda, seguramente Fernando Vizcarra está en condiciones de responderle que su piedra angular no es ni siquiera el objeto de su investigación literaria sino el medio por el que atrapa a la vez que proyecta su inspiración: la mirada, ese rayo caliente, que planea sobre sus personajes y parajes para dejarnos, por medio de sus textos, la sensación de una lisura que clarifica nuestros pensamientos sin necesidad de las digresiones inútiles de un ditirambo. Se trata de la literatura de los objetos (reales o ideales, poco importa) por cuyas ranuras el ojo penetra para que, despojados toda la corrupción, nos hereden su esencia.

Valga lo anterior para articular la visión fugaz que tuve de la obra de quien fuera director de mi tesis de licenciatura cuando me puse a recordar el torrente de felicidad anegándome la noche en que, todo sonrisas, me comunicó su premio. Una alegría, nada menos. Otra alegría es presumir que, antes que los diarios, yo supe del cariño de Vizcarra por sus personajes y por su mundo en construcción (si la poesía nos permite observar la médula, la narración obliga a construir y contruir) que había llevado aquí para allá, bregando una década completa, quitándole y poniéndole una letra, un punto, volviéndoselos a quitar y quedarse con un sólo resultado después de haber ensayado todas las angustias y recovecos posibles con cada personaje y cada giro del argumento (que lo es del destino) porque, después de todo lo anterior, cabe acotar que la mirada de Fernando Vizcarra no es un panóptico. Es un rayo X.

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