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Basura literaria en el mágico realismo sucio

Al parecer, los puntos relacionales son simples: cuando a Guillermo Fadanelli le preguntan si su literatura pertenece al realismo sucio, contesta que el sólo aplica esos dos términos en la cama, cuando se le identifica con los autores legendarios de la novela basura, aprovecha para relacionar su obra con la de John Fante, James Hadley Chase o cualquier otro autor ajeno a la escena mainstream de la industria editorial y por tanto, quedan fuera del alcance de los simples mortales que merodean las librerías en busca de ese libro con título arrebatador que habrá de cambiarles la vida para siempre. En definitiva, Fadanelli puede preciarse de ser un autor que ha recuperado a numerosos escritores marginales (según el significado que cada lector confiera al vocablo) quienes encarnan entre los párrafos de sus novelas dando lugar a abigarrados engendros argumentísticos y, dentro de ellos, a personajes tan cercanos a nosotros que cuesta trabajo no dejarse llevar por un asco sutil que nos obligue a alejarnos de inmediato del libro, lo que es poco menos que un triunfo si nos apegamos a la sombría y, por tanto, acertadísima visión que este autor tiene de la vida, pues apela de la misma manera al aburrimiento que hace funcionar al mecanismo que da forma al Sistema en el que todos coexistimos y del que no es posible escapar, que a la miseria de la existencia de cada uno en un claustrofóbico nicho de este mundo, configurando los miedos que rigen nuestras vidas.

Carla Bellini, además de protagonizar Para ella todo suena a Franck Pourcel (Moho, 1999) lucha por sobrevivir a su propia madre, esnifa hasta el polvillo terroso acumulado en la mesita de centro durante un rave, se levanta tarde para llegar llena de energía a la cita con su amiga cuarentona deseosa de soltarle cada minucia de sus desgracias aderezada con consejos ramplones, hace de mediadora entre su padrastro y una de sus amantes y aún se da tiempo para arreglarse el maquillaje y volver a ponerse la falda al filo de la página, lugar donde generalmente nos encontramos con el final, pero que aquí es ocupado por unas pocas frases que dejan abierta la historia para múltiples interpretaciones, tal y como son las cosas en la vida real, donde no hay leyes eternas ni mucho menos fórmulas adecuadas para llevar a las personas a un final feliz; el relativismo de la vida de los personajes fadanellianos es una construcción cimentada en cada uno de nosotros, los seres humanos corrientes y molientes.

Esta novela, rechazada por Tusquets, Planeta y otras editoriales “decentes”, puede ser celebrada como un retrato de nuestra sociedad, lo que dicho de esa manera puede ser un lugar común pero que es cierto en tanto que la sabrosa suciedad que parece derramarse insidiosamente entre los dedos mientras se avanza la lectura de las aventuras de Carlita no puede ser mayor a la que disfrutamos leyendo grandes y pequeñas tragedias cotidianas en el periódico, por ejemplo, con el agravante de que recae en nosotros la responsabilidad de no ceder ante los complejos de clase y disfrutar del personaje principal en toda su superficialidad desnuda y avasalladora, carente de todo pudor timorato y de cualquiera de esos aparatos pequeñoburgueses que revisten y transforman a una palabra tan simple como “valores”. El estilo de Guillermo Fadanelli lo exige.

No es esto el descargo de una sucia conciencia clasemediera resentida con aquellas personas que tienen dinero y cometen el imperdonable atrevimiento de disfrutarlo, mi objetivo al resaltar a Carla (a la novela) a través de sus varias actividades de Antrera Felizmente Forrada De Billetes Y Cocaína es festejar, atendiendo sólo a las notas más positivas y circulando por el lado soleado de la calle, ese ritmo vital que soporta a la conducta irresponsable y el tedio diluido en pasatiempos fútiles como dos elementos de una serie de vivencias vertiginosas que redefinen, dinero y poder de por medio, esa invitación hueca a “vivir la vida al máximo” que sale a menudo de las bocas de aquellos que no tienen mas remedio que gritar ocurrencias de ese calibre para intentar aliviar el dolor que les causan sus propios y bien ajustados grilletes. Ante este panorama, vivir demasiado rápido puede ser una opción ventajosa si se tiene la suficiente inteligencia como para seguir con vida después del acelerón inicial y ser capaces de alcanzar una sugestión suficiente para integrarse a la decadentemente pacífica vida diaria, en la que la contraportada del libro encuentra inspiración para sentenciar, con grandes letras rebuscadas, que sólo puede generar verdadero interés aquello que no tiene futuro.

Después de casi medio siglo de crisis sistémica e incontrolable, ha quedado claro que no hay lugar en la narrativa mexicana contemporánea para las fórmulas candorosas y a veces ligeramente olorosas a vanguardismo de principios de siglo que aún a finales de la “década pérdida” se seguían repitiendo con éxito en telenovelas y videohomes por igual y que son, si no cuestionadas, al menos puestas en evidencia por sus esquemas poco convincentes y soportes dramáticos anticuados por un público en quien la progresiva decepción de la brutal cotidianeidad ha ido removiendo esa predisposición resignada apenas sugerida por los endebles razonamientos que a golpe de sabiduría populachera intentan redimirlo de la crueldad casi vocativa de un pueblo que ha traspasado el umbral del sufrimiento y la miseria para ubicarse en una perspectiva panorámica que, aunque no le permite reírse de su desgracia, como hipócritamente solía presumirse en el pasado, sí le ha dotado de aún sabia capacidad de largo alcance para interpretar los sucesos haciéndolos pasar por un filtro, ideológico a veces, sentimental casi siempre, que no es mas que Perplejidad. Definitivamente no estamos en el mejor de los mundos posibles. Vivimos en un país relativamente libre y próspero acotado por sentimientos de inferioridad retratados por un chauvinismo posmoderno, donde agravios no resueltos delinean los complejos y los rencores tradicionales con que se identificará la palabra México dentro de un tiempo, cuando el último expendio de fritangas sea derrumbado por las retroexcavadoras que habrán de instalar los cimientos del milmillonésimo McDonald’s y los estertores melódicos de la suave tradición sean apagados para siempre por las potentes notas de un non-stop de dance o trash metal vomitado por un rugiente sistema cuadrafónico Sony X-plod. Brindemos por eso.

Guillermo Fadanelli es, en este punto coyuntural de la historia de la literatura nacional, un agente estilístico y conceptual de innegable valor, fundamental y meblemático, trascendente pero no siempre aceptable para quienes acostumbran encasillar a las definiciones de arte en parámetros fijados por los puristas que prefieren cerrar los ojos ante las nuevas expresiones literarias, como es el caso que nos ocupa. La sordidez de los cuentos de Fadanelli, largos o cortos, gore o hardcore, se enfrenta a las viejas estructuras mentaless que impulsan a las editoriales “importantes” a no aceptar, en una primera lectura, los materiales que autores underground envían para su revisión, obligándolos a publicar ediciones privadas, y , en un plano más doméstico, son precisamente esos los mecanismos anquilosados que, inconscientemente hacen que el obtuso gerente de supermercado se niegue a colocar los libros de Fadanelli en el mismo estante que los de Fuentes o Poniatowska.

Estos elementos, sordidez y domesticidad (suciedad cotidiana complementando miseria contextual e inmanente) se erigen como planos generales para que puedan correr los hilos conductores de la novela, género en el que nuestro autor se ha instalado como portavoz de un segmento social que ha trascendido, para efectos prácticos y de legitimación social, la condición lumpenproletaria para acceder a una representación grupal perfectamente cohesiva mediante el arte, pero que hasta ahora no ha logrado un espacio propio enfocado a determinados juicios de valor que por la propia ambigüedad del entorno (el concepto “revolución” ya no se ajusta al fenómeno particularísimo que se presenta como transformación tecnológica globalizada y una definición totalizante se quedaría en simples interpretaciones especulativas y, por lo tanto, volubles), generan una estética marginal autorreferenciada que logra despertar pasiones desde la óptica presuntuosa de quien presencia el surgimiento de una moda efímera que no tendrá valor suficiente para ubicarse como una corriente con voz propia de la literatura universal.

Fadanelli ha afirmado que sus primeros libros fueron escritos para escandalizar a la burguesía, y ahora él mismo se ubica como un burgués decadente y consciente de su propia condición como fuente inagotable de material fascinante que sintetiza a su propia vida como el summum de la esencia de su obra, pero la solidez de su autocrítica no da lugar a la denuncia, ya que esta sería un recurso demasiado ridículo que denotaría un resentimiento galopante que le haría perder a la narración su validez testimonial, acercándola a engendros literarios alimentados de amargura y carentes de inspiración verdaderamente artística, como las novelas de superación personal y las moralejas tradicionales, voceras de la polvosa sabiduría popular que desde siempre ha intentado resolver su insolvencia para sostener sus afanes didactistas, haciendo creer al vulgo que las leyes inmutables sólo pueden existir a través de los juicios sumarios que el conocimiento de dominio público autoriza e integra al defectuoso y empirista imaginario colectivo.

Guillermo J. Fadanelli nació en Ciudad de México en la década de los sesenta, dato que jamás aparece detallado ni confirmado en las solapas de sus libros, con lo que ha conseguido revestirse de una aureola de misterio, si queremos llamarlo así, cuya relación directa con las historias que cuenta, inspiradas en el anonimato y la intrascendencia del individuo común, simplón y corriente, es además la supresión de la personalidad poco esclarecedora del autor frente a la evolución imprescindible del argumento. En 1991 publicó en Madrid su primer libro¸ Cuentos mejicanos, en edición propia, caracterizándose cada relato por ser el resumen melodramático de sus sesiones creativas intercaladas necesariamente con el pragmatismo de su propia visión de la “movida” madrileña, ciudad que, según él, nunca lo ha defraudado.

Hacia 1993 empezó a dirigir video. En su faceta de videoasta destaca su empecinamiento por la cámara subjetiva como un medio para traducir la tensión de la ciudad y los personajes híbridos que ésta ha creado a un lenguaje oscuro y certero que, en las fallas técnicas de la película casera de que se componen estas producciones, refleja casi fielmente el horror de nuestras vidas y la fortuna fortuita y vana del ciudadano vulgar que va conformando en videos como Soy loca por ti, El secuestro de Montserrat, Alpura de fresa, 2 A.M., Maricruz y ¿Todavía no se muere? un cuadro donde la miseria es celebrada como única materia de calidad para permitir que el ciclo artístico-creativo de la decadencia como vía para escapar de ella misma pueda ser presentado al espectador como un producto definitivo de su tiempo.

Para 1994, Guillermo ya se había hecho de un nombre en (la lista negra de) los medios audiovisuales y, con la fundación de la Editorial Moho, junto con la revista del mismo nombre, pudo esgrimir abiertamente su fatalismo de largo alcance predictivo sobre una industria cultural en la que la influencia de los monstruos sagrados de la literatura favorecía un férreo estructuralismo que los nuevos autores y movimientos han sido hasta ahora incapaces de desenmarañar. Sin embargo, la producción que Guillermo Fadanelli ha logrado lo convierte en una voz principal de las letras mexicanas y la prueba viviente de que talachar el mercado editorial con una oferta audazmente revulsiva y fecunda que consiga tocar las fibras más negras del ánimo colectivo puede resultar redituable al menos en términos clasificatorios en los que su autor, Fadanelli en este caso, es recreado, revolucionado y consagrado como paradigma fundacional a través de sus propios libros de cuentos (Cuentos mejicanos, El día que la vea la voy a matar, Regimiento Lolita, Barracuda, Terlenka, No hacemos nada malo y Más alemán que Hitler) y sus novelas (No te enojes, Pamela, La otra cara de Rock Hudson, Clarisa ya tiene un muerto, Para ella todo suena a Franck Pourcel, ¿Te veré en el desayuno? y Lodo), condición envidiable para cualquier escritor consciente de que no a todos está permitido el privilegio de confeccionar un estilo y, con él, los bordes de un icono que habrá de desarrollar una carrera encaminada a alimentar las nuevas concepciones sociológicas y esteticistas de la midcult con ramalazos de filosofía de ley natural y continuos asertos venidos directamente de la razón y la palabra de Cioran, Ibargüengoitia, Nietszche o Beckett, para darle un “fundamento teórico” a la historia de un pensador posmoderno que no se conforma con ser un negativista perdido retratando con objetividad los escenarios en los que se consume al tradición occidental (pesimismo castastrófico = realismo naturalista), estrategia que se hace más notoria en Lodo, donde su protagonista, Benito Torrentera, cimenta su cosmovisión en el experimentado eruditismo escéptico que le brindan tres décadas de enfrentarse como catedrático de filosofía a abultados grupos de jóvenes descerebrados y jovencitas insípidas a las que el profesor siempre les podrá regalar un libro carísimo y complicadísimo con la ilusión de ser correspondido puntualmente con sus cuerpos, pero la fantasía de Torrentera, así como la de sus entrañables hermanos Clarisa, Johnny Ramírez, Olivia, El Alfil, Carla Bellini y otros tantos personajes que permean la bibliografía de Fadanelli, es sobrevivir un día más sin tener que hacer demasiados esfuerzos más allá del insufrible fastidio que les representa levantarse de la cama o de la silla de su escritorio desgastado, o mejor aún, amanecer con vida cada mañana. La alegría de la movilidad social queda cancelada por la tranquila certidumbre de vivir sólo por hoy para llegar sin darse cuenta siquiera a la edad en que tres frugales comidas diarias, una televisión encendida sin importar el canal y dos sesiones masturbatorias, de mañana y por la noche, son suficientes para afirmar que se sigue con vida sin sentir desilusión alguna por el pasado ni mucho menos una absurda ansiedad por un futuro que no será de nadie.

La moral fadanelliana es tan sólo la rutina de sus criaturas vagando por la ciudad detrítica en busca de formas cada vez más sencillas y baratas de conseguir la siguiente dosis, huir de acreedores, policías gangsteriles y apestosos, familiares y amigos encajosos por igual, o acostarse con el primer incauto que este dispuesto a ser el receptáculo de la ponzoña acumulada por toda una vida de aburrimiento y comida chatarra de camino al trabajo. La vida en el mundo de Guillermo Fadanelli es, entonces, una calca tan fiel del mundo en el que nos tocó vivir que resulta difícil no abandonar a ratos la lectura para echar una mirada a nuestro alrededor y encontrar a cada cosa y a cada persona como extensiones oportunas de la leyenda urbana, atrabiliosa y palpable, que nos está siendo contada.

Esta clarividencia se ve potenciada por lo cercanos y vitales que son los personajes, aún dentro de la clave apocalíptica sobre la que marcan el paso de su marcha hacia la ruinosa desaparición anónima: el modesto oficinista que ve diluirse la quincena entre las piernas de una adolescente preparatoriana ávida de salir de la rutina, la adusta madre de familia brincando el último rave de la madrugada antes de retirarse a su casa a preparar el desayuno de sus monstruos y mandarlos a la escuela piojosa, el treintañero nihilista que se sienta a la mesa de algún Café de Nadie con el único deseo de no encontrar a su regreso las ruinas de su precario departamento de la antigua villa olímpica o la pulcra dama que espera a su nuevo amor en la esquina de la cuadra de su casa para así ambos permanecer lejos de la mirada de la querida esposa. Las más escalofriantes notas rojas, esas que la realidad exige sean escritas con machote y las leyendas urbanas más delirantes se convierten en lugares comunes entre las fauces de una ciudad megalosáurica que con su sola existencia (supervivencia) va redefiniendo constantemente aquella preciosa sentencia que aseguraba que “Si Kafka hubiese nacido en México habría sido un escritor costumbrista” hasta elevarla a la categoría de Verdad palpitante en las páginas calladas que Fadanelli devuelve a la vida, tan gris y mediocre como las de sus personajes, plasmando así toda la esencia de los arquetipos manifiestos aquí y allá y que suelen ser descifrables de manera clara y evocadora solo para (nunca mejor dicho) un hijo de este tiempo que ha dejado pasar el carnavalesco espectáculo superpuesto de un optimismo tan institucional como artificial por estar demasiado ocupado auscultando las miradas opacas de un público que ha perdido toda sensibilidad a los estímulos en medio de la modorra del diario e idéntico acontecer.

Se ha emparentado a Fadanelli con la obra, vida y milagros de John Fante, William Burroughs y, por supuesto, Charles Bukowski, aún cuando tantas veces ha insistido en que el realismo sucio sólo lo práctica en la cama; empero, su vena literaria se nutre claramente de una papilla de realismo mágicamente cochino (Sharpe) y non fiction novel (Capote), conjurando pasajes crappy de la veterana ficción posmoderna y remitiéndonos a portentosos flashbacks hacia los primeros días aciagos de la década perdida, pruebas estratégicas más que suficientes para situarle entre los puntales de la novísima narrativa mexicana que parece tener por misión llevarnos a conocer en plan turístico las maravillas de la civilización virtual y (des)conectada que la generación de la crisis ha levantado de entre los restos de las culturas populares haciendo renacer al pop como la única, ambivalente y reciclable definición posible para la personalidad individual en el nuevo orden mundial, que resulta transformada en un elemento disonante e impredecible más cercano a la Teoría de los Sistemas de Neumann que a la frágil convicción teocéntrica y demodé que suele conmover a la raspa espesa hasta volverla lo suficientemente hueca y reaccionaria como atreverse a dar gracias cada mañana por un día más de vida en las fronteras de la Realidad Tangible.

La visión negativa reproducida por el brillo propio de una inevitable comprobación externa estimulada por el autor con base en un criterio amoral (y que conste que utilizo el adjetivo como significante de la condición neutral del sujeto, es decir, sin insinuar el menor viso de INmoralidad) y parcial hasta donde lo permiten las necesidades de cada texto (aunque finalmente el margen de maniobra sintáctica es amplísima en tanto Fadanelli se ubica como narrador omnisciente que práctica el juego de la imparcialidad crítica que requieren las estructuras lexicales para aprovechar la libertad inusitada que dicen vender) deja la puerta abierta para analizar la obra de nuestro escritor desde una perspectiva igualmente despiadada y tan desapasionada como tendiente a las reinterpretaciones; esto en respuesta a las cualidades de su propia técnica para componer la narración, en donde las principales virtudes son la ambigüedad, la abulia y la desinformación como consecuencia de un flujo obsceno de datos en bloques masivos y desordenados lanzados entre una metralla agobiante de opiniones y moralizaciones variadas por parte de toda la batería mediática, méritos que terminan de dibujar el esquema genérico del hombre hastiado y extraviado en una aldea global que se convierte de inmediato en un posmoderno valle de lágrimas.

Por lo tanto, llegado a este punto en que se vuelve apremiante un estudio más o menos concluyente a manera de resumen, he de ampararme en las Tétradas que Marshall MacLuhan propone como método de análisis cualitativo que toma como base la funcionalidad de la creación humana en el aquí y el ahora para dilucidar y pronosticar, respectivamente, el papel que los agentes culturales han jugado y el que habrán de ejercer merced de ciertas consecuencias generadas por vía directa o a través segundas o terceras motivaciones concomitantes, afectando el cuadrante genérico sobre el que se emplaza el bien cultural para llevar a cabo la glosa de sus elementos. Así las cosas, puedo afirmar que la creación literaria conjunta de Guillermo J. Fadanelli Invierte en las vías de intercambio polisémico versátil de modismos semiológicos comunes de la novísima creación literaria anclada en la libertad de composición y en la fetichización tecnológica de los últimos tiempos como una arista suplementaria de la estética emergente en la que se hallan imbuidos los nuevos relatos que recrean los diversos aspectos de esta sociedad, del mismo modo en que funda su esencia teórica en los paradigmas de los que han derivado las corrientes dispersas de arte conceptual; Recupera la frescura lingüística de la literatura de la Onda que en los sesenta marcó un rompimiento con el arcaísmo que predominaba en las letras mexicanas, y la cosmogonía instantánea y pluralista del movimiento beatnik que en los cincuenta puso en circulación formas inusitadas de expresión para denunciar la degeneración del siglo, pero sin heredar de estas dos corrientes la vocación por una ideología concreta; Hace Caducar la poetización positiva de la literatura como matriz de posibles reinterpretaciones antropocéntricas y vocativamente espirituales como vinculación accesoria a una necesidad de trascendencia constantemente connotada e Intensifica el uso de expresiones radicales y auténticas para rejuvenecer la palabra escrita por medio de roces objetivos con la realidad y la cotidiana fantasía que produce y que por ese simple hecho es tan asequible y actual como para erigirse en vehículo de abstracciones episemánticas autoperpetuadas.

La ambientación de esta obra es real, tanto como el último lamento que nuestro autor se permite para concluir su relato con un vocablo tan deliciosamente verídico que se vuelve altisonante y que por su gran carga de sarcasmo concibe inmediatamente al escrito entero como grito incisivo que nos revela las alternativas de un insulto o una lágrima convertidos en materia dispuesta para moldear el retrato cruelmente certero de la realidad social que nos ha ocupado y, cómo ya se ha mencionado, este argumento central resulta perfectamente plausible para ser considerado entre los productos culturales encaminados a ser por sí mismos, un aparato analítico bellamente montado y ejecutado para explicar los sentimientos de una época histórica a quienes vivimos en ella y estamos necesitados de una visión selectiva que nos haga concientes y partícipes de un estado social, afectivo, humano, económico, cultural y político que conocemos pero que comúnmente no somos capaces de ponderar y concretizar por nuestros propios y muy condicionados medios. El código de que Fadanelli se vale entonces para darnos acceso a este plano superior de realidad y literalidad es la pobreza que por sí misma brota abstractamente de sus textos reclamando ser comprendida no como algo tan simple como no tener dinero, sino en su rica dignidad de prosapia asumida mediante la expresión de una movilidad económica horizontal, modestos y primitivos intercambios retórico-ideológicos para clasificar la actividad personal y grupal como funciones motivadas por doxa o episteme, circulación defectuosa o nula entre los campos sociales, parálisis entre los componentes tácticos y naturales para alterar y revolucionar el habitus y repetición exacerbada de recursos moralinos tomados directamente de la sabiduría popular para eliminar el pensamiento propio o al menos hacer a un lado los riesgos que conlleva la heterogeneidad política y científica para la buena salud de la identidad de clase. Visto de esta manera podemos volver a nuestros queridos prejuicios y moral enmohecida y percatarnos de que estas antiguallas judeocristianas que elegantemente gustamos de hacer pasar por valores inmutables serán el nutritivo caldo de cultivo para las comedias existencialistas de los años venideros que tendrán por encomiable misión desternillar de risa a todo aquel que quiera escapar de esta realidad tan dulcemente dura sin despegar los pies de los miasmas trasminados por las viejas rendijas de la Ineluctable Cultura de Masas. Aceptémoslo gustosamente como una avanzada del progreso. Resignémonos. Carajo.

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