Jorge Volpi: una ocurrencia
Cada mes de octubre atravieso la misma zozobra: “Fuentes no, Fuentes no, Fuentes no…”, y entonces llega el día diez, o el nueve, y todo regresa a la normalidad, y confieso que desde el reconocimiento a la maestra Jelinek, hace tres años, no me había sentido tan contento por el juicio del Comité Nobel de Literatura, que obliga a la reflexión: ¿quién de nosotros tan digno como Doris Lessing (u Octavio Paz o Wislawa Szymborska o Kenzaburo Oe) para engrosar el santoral literario?; alguna vez pensé en Sergio Pitol, dado mi gustito por las novelas gordas, pero recordemos que existen siempre jerarquías de las que emerge un solo autor que se vuelve icono de su tiempo y del estado de ánimo de sus contemporáneos: autores galardonados con anterioridad, y el mismo Paz, ejercen en nuestro caso tal papel en representación de la literatura escrita por los nacidos en la primera mitad del siglo XX, respondiendo a otros estímulos y estructuras artísticas y sociales que hoy son parte del recuerdo.
Jorge Volpi (México, 1968) ha articulado una historia de nuestro siglo (el que pasó) desde el enfoque de la famosa “caída” de los metarrelatos, o narrativas de la relación de los individuos con las instituciones que les sostienen en la sociedad, y el debate que atraviesa a En busca de Klingsor, El fin del sueño y No será la tierra, sus tres novelas monumentales, tiene su eje en la fragilidad de las ideas que dan fundamento a dichas relaciones si asumimos que el tratamiento (logos) de las ideas es la configuración de sus sentidos para la elaboración de discursos que le den a la dimensión de lo no cognoscible (la imaginación, pero también la utopía, los sueños; la ideología, entonces) una realidad coherente con el resto de las cosas del mundo, dimensión considerada por Volpi para llevarnos de paseo por las denominaciones fragmentarias de las realidades del nazismo, la primavera sesentayochera y la agonía soviética pre- y post-Gorbachov a través de una literatura comprometida con lo que el lector quiera excepto con la emotividad de unos personajes que sólo están diseñados para fungir como superficies reflejantes de la Historia: es el apego de un autor a la necesidad de una reconstrucción minuciosa, desde las Humanidades, de una serie de acontecimientos que merecen, para ser cabalmente comprendidos, una suerte mejor que la del libro de texto.
Tres historias que conforman una Historia global, concretizante y divertidísima creando una visión alternativa para la literatura mexicana que no por serlo renuncia a los rigores de la narración que, además de su muy necesaria dimensión lúdica, se vale una estructura amplia para lograr eso que Angel Rama pedía al referirse a “un instrumento para la transformación de la realidad” en forma de novela: los alcances de Volpi para decodificar la historia en sus niveles micro (sus personajes) sin perderlos de vista dentro de la dimensión justa fijada por los estratos macro (la Historia y la Tradición Occidental) para llevar a sus criaturitas, y a él mismo, a un conocimiento del estado de ánimo como un trozo de color, sabor y textura particular, lo que implica la reflexión sobre la necesidad que tenemos del autor para realizar una descripción eficaz de estos elementos:
La primera novela de Volpi, A pesar del oscuro silencio (Seix Barral, 1994), tiene el aspecto formal y acidulado de “Canto a un dios mineral”, el eterno poema del feble Jorge Cuesta; una historia breve que antes que narración es la carta de presentación ante la aristocracia literaria nacional, como una artefacto perfecto que nos ofrece al autor en la medida de lo que podrá ser a través de las dimensiones que debe trabajar para convertirse en cronista de, no solo de nuestra imbecilidad nacional (ya tenemos a Monsiváis) sino además lector de la tragedia del mundo mediante su circo de seres patéticos.
El temperamento melancólico (Seix Barral, 1996) nos trajo a un Godard inútil, paralizado por su propia monstruosidad y dotado de un nombre del que quiero pero no puedo acordarme, y un Big brother que, a diferencia del de Endemol, permanece condenado al absurdo y al olvido, un staff de actores que, con la finura de la sofisticación modernista de Volpi, nos recuerda los intentos del personaje de Viaje a Lisboa, de Wenders, que aspira a capturar imágenes “puras” que ningún ojo del más allá ni del más acá podrá ver jamás, la aspiración purista y positiva del cineasta que tras una vida de experimentos descubre que los extremos se tocan y vuelven a la base. Un incendio completará este descubrimiento y el balbuceo más interesante que encontramos en el Volpi temprano.
Cuando Fuentes (otra vez…) dijo que En busca de Klingsor (Premio Biblioteca Breve, Seix Barral, 1999) era una de las novelas mexicanas más notables del final del siglo, ello debió entenderse como una invitación a no creerle leyendo la novela, y la idea central de retomar la visión paranóica de los primeros y últimos doce años de los mil del Tercer Reich era la de elaborar una alegoría del siglo como la era del eclipse de la Razón, como asegura una frase perogrullesca, donde la famosa caída de las ideologías marca su renacimiento inminente como la clave la Historia cíclica que engolosinaría a los racionalistas preilustrados, como preilustrados eran los fanáticos de la religión laica de la extrema izquierda de Las Tres M (Marx, Mao, Marcuse, pero también Lacan…) de El fin del sueño (Seix Barral, 2002) sesentayochero y la crisis del degenere soviético que en No será la tierra (Alfaguara, 2006) se pretexta como la lógica conclusión del absurdo como testigo ad nauseam de los procesos históricos que se muerden la cola por las ideologías de las ideologías y hasta que la Literatura lo aguante.
Lo más recomendable entonces, además de elevarlo al altar sueco de la literatura mundial, sería contar con Jorge Volpi para lo que resta del siglo XXI, una mala e hiperreal copia del anterior (y del I y del II y del X…) para cuya aprehensión y nuestro entretenimiento requerimos a autores con los tamaños necesarios para narrar el fin de todos los sueños. Que para eso es que existen los sueños.